Arena, balas y sangre Día D:

<P>No es común que un historiador cuente con tantos seguidores como un novelista. El británico Antony Beevor es la excepción. Y la respuesta puede que no esté tanto en sus temas, sino en su estilo vibrante y consciente del sentido trágico de la acción. <I>El día D</I>, su libro sobre el desembarco en Normandía, está llamado a convertirse en uno de los mejores del año en todo el mundo. En nuestro país está entre los más leídos, al lado de textos de autoayuda. Por algo será.</P>




El mayor incordio de esa noche para el general de brigada James Hill no parece haber sido saltar en paracaídas en medio de la oscuridad, mientras desde abajo las baterías alemanas se empeñaban concienzudamente en vaporizarlo a él y a toda su unidad. Lo peor vino en el suelo, cuando tocó tierra en una zona pantanosa cercana al río Dives, en la provincia francesa de Normandía: al oficial británico se le estropearon en el agua todas las bolsitas de té que había cargado en las perneras de sus pantalones. Y se puso peor: luego empezaron los disparos.

Pero Hill no había ido a tomar el té. Era parte de la avanzada. Su misión, tomar puentes y aislar a la retaguardia alemana, a la espera de que en el frente, en las playas que Adolf Hitler había bautizado pomposamente como "la muralla del Atlántico", comenzara una de las operaciones militares más grandes de la historia: Overlord, el desembarco aliado en las costas de Normandía.

Ocurrido hace 65 años, ese seis de junio de 1944 ha sido objeto de numerosos libros de historia, memorias y películas de diversas factura. De ahí que leer El día D, del historiador británico Antony Beevor, resulte una sorpresa. El autor de Stalingrado y Berlín 1945, la caída construye un relato cautivador y complejo, que al final da la impresión de leer por primera vez estos eventos.

Beevor es toda una rareza: escribe libros de historia monumentales, extensos y con una profusa bibliografía, que se convierten rápidamente en best sellers y que acercan la historia a lectores que habitualmente huyen de ella. En nuestro país, incluso, El Día D ha estado varias semanas en la lista de los más vendidos.

Al igual que en sus obras anteriores, la narración mezcla la visión panorámica de la guerra con numerosas historias individuales, con nombre y apellido, de algunos de los miles de protagonistas de esta etapa final de la II Guerra Mundial. Gracias a eso sabemos la enorme presión que sintió sobre sus hombros los días previos a la invasión el equipo de meteorólogos a cargo del capitán James Stagg. El comandante supremo de los aliados, Dwight D. Eisenhower, los sometía a pruebas y duros interrogatorios que buscaban una respuesta simple, pero de vastos efectos en los planes de los aliados: ¿Cómo estaría el tiempo el día del desembarco?

Beevor reconstruye "el día más largo" desde las mesas de estrategia de los generales, hasta los anónimos soldados que hicieron el trabajo, a uno y otro lado del frente. Los mismos que a las 6.30 de la mañana comenzaron a verse las caras en la playa Omaha, uno de los cinco puntos de desembarco de la flota invasora, y el más sangriento de todos. "Balas caían ante mis narices, a uno y otro lado y por todas partes. Justo allí y entonces pensé en todos los pecados que había cometido y nunca recé con tanta intensidad en toda mi vida", contó más tarde un soldado norteamericano que fue parte de la primera oleada. A pocos metros, el sargento Pilgrim Robertson "tenía una herida abierta en el extremo superior derecho de la frente. Caminaba como un loco por el agua sin casco. Entonces lo vi caer de rodillas y ponerse a rezar el rosario. En ese momento los alemanes lo partieron por la mitad con su terrible fuego cruzado", relató otro recluta.

Pero El Día D no se detiene en la carnicería de las playas y sigue a los soldados tierra adentro, en la cruenta batalla de Normandía que siguió, y finaliza con la liberación de París. En el intertanto, Beevor derriba lugares comunes. Por ejemplo, reconoce el aporte de la resistencia francesa en interrumpir las líneas de comunicación de los alemanes y sabotear los trenes que llevaban vitales suministros y tropas de refuerzos. Asimismo, dimensiona el enorme costo que pagaron los civiles franceses, que vieron varias de sus ciudades destruidas por los bombardeos aliados y que perdieron más de 15 mil vidas a manos de sus propios liberadores.

Lo más importante: pone en su verdadero lugar el volumen y calidad de las fuerzas en conflicto. Es cierto que el frente occidental no llegó a conocer los niveles de horror que se presentaron en el este (donde rusos y alemanes se enfrentaron en una auténtica guerra de exterminio), pero suponer a partir de eso que los aliados estaban de paseo es un error. Aunque en el lugar equivocado, los alemanes esperaban la invasión de Francia y habían desplegado tropas de primer nivel para ese evento. Prueba de ello son los brutales combates que enfrentaron las tropas canadienses e inglesas ante la 12 división acorazada SS Hitler Jugend. El punto es que las tropas aliadas eran abrumadoramente superiores, tanto en número de efectivos, aviones como en recursos. "Era como hacer la guerra con un millonario", recordó un general alemán.

Y los alemanes tenían un gran punto en contra: su jefe supremo estaba completamente demente y no tenía la menor idea de estrategia militar. De hecho, Beevor documenta ampliamente el extendido sentimiento entre los alemanes de que la guerra estaba, a esas tempranas alturas, perdida sin remedio. El 16 de junio, 10 días después de la invasión, Erwin Rommel voló hasta un complejo de bunkers en Margival para decirle en persona al Führer lo que pensaba. Le habló de la "imposibilidad de luchar contra una superioridad tremenda del enemigo" y solicitó un repliegue defensivo. Hitler tuvo un ataque de cólera, aseguró que sus bombas voladoras V-1 aplastarían la moral de los aliados, exigió una "resistencia fanática" y le recomendó a Rommel que no se preocupara por la dirección de la guerra. "Concéntrese en el frente de la invasión", le aconsejó. Poco más de dos meses después, los aliados estaban entrando a París.

Un aspecto particularmente notable del libro son los retratos que traza de los jefes aliados. Eisenhower, a quien describe como "un hombre demasiado grande", aparece como un tipo juicioso y responsable, que pasa buena parte de su tiempo lidiando con los egos de sus subordinados. Montgomery, por quien el autor parece no sentir simpatía, es descrito como un sujeto envidioso e incapaz de reconocer sus errores, como el fiasco protagonizado por sus "ratas del desierto" al no poder tomar a tiempo los objetivos que se les habían asignado.

El que se roba la película es George S. Patton, un genio militar enérgico y ególatra que ni siquiera participó en el desembarco, pero que jugó un rol clave en despedazar a las tropas alemanas tras la invasión. Algunos días después del "Día D", en una playa Omaha atochada de tanques y tropas de suministro, se paró arriba de un jeep y detalló su plan de ataque ante una audiencia de reclutas entusiasmados: "Vámonos a Berlín de una puta vez. Y cuando lleguemos a Berlín, yo mismo voy a pegar un tiro a ese empapelador hijo de puta, como si fuera una serpiente".

El día D toma distancia de opciones maniqueas y presentar un relato documentado y coherente de una de las batallas más recordadas de la historia, en muchos casos en la voz de sus propios olvidados protagonistas. Ese es su gran mérito.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.