¿Asunto de Estado o invasión de la privacidad?
<P>Algo está cambiando en Francia, donde la tradición de protección de la intimidad de las personas públicas ha entrado en colisión desde hace algún tiempo con la modernidad y la "americanización" de lo público y lo privado.</P>
a revelación de que el Presidente de Francia, François Hollande, tiene una afición bastante más que cinematográfica por la actriz Julie Gayet y que los croissants del desayuno no siempre los comparte con su pareja oficial, Valérie Trierweiler, ha reabierto la eterna, la delicada discusión sobre la frontera que separa los asuntos de Estado de la vida privada de los gobernantes.
Sobre el papel y a primera vista, hay, en las democracias liberales, dos paradigmas radicalmente distintos. Uno, el de Estados Unidos, fuertemente influido por el puritanismo, es decir la religión, fija unos límites drásticos a la vida privada de los gobernantes. El otro, el de Francia, basado en valores republicanos intensamente seculares, hace lo contrario: pone límites drásticos a la invasión de la vida privada de los gobernantes por parte de la opinión pública (o publicada).
Parecería, también a primera vista, que la forma en que se ha conducido Francia tras la publicación de las fotografías donde se ve al Presidente, como un ciudadano más, utilizando una moto y un casco para hacer visitas nocturnas sin ser visto confirma la tradición de ese país. Toda la prensa importante ha condenado la violación de la intimidad del mandatario, los políticos han eludido ese campo minado y el presidente respondió, en una rueda de prensa convocada desde mucho antes por otro asunto, de un modo que habría sido inaceptable en los Estados Unidos: con un par de frases explicando que "son momentos dolorosos", que "los asuntos privados se tratan en privado" y que su protección está "garantizada en todo momento", aunque "en privado" utiliza "menos seguridad".
El contraste no puede ser más notorio con el caso del Presidente Clinton, que debió padecer un año de martirio político a raíz de la revelación de sus proezas afectivas con una becaria de la Casa Blanca y se libró de la destitución por un pelo. Tampoco puede ser más nítida la diferencia entre la forma digna en que Hollande despachó el asunto y esas escenas a las que nos tienen acostumbrados los políticos estadounidenses cuando sus travesuras cupídicas son expuestas por la prensa y aparecen haciendo actos de contrición, los ojos humedecidos por la vergüenza, junto a sus humilladas esposas, cuyo rol silente es el de avalar su purificación moral para salvarles la carrera política.
Y sin embargo, digo "a primera vista" porque algo está cambiando en Francia, donde la tradición de protección de la intimidad de las personas públicas ha entrado en colisión desde hace algún tiempo con la modernidad y la "americanización" de lo público y lo privado.
La tradición francesa es la de mantener a raya a los invasores de la privacidad. El artículo 9 del Código Civil da a los jueces, desde los años 70, un arma contundente para proteger la vida privada de las personas, algo que ya ocurría en la práctica, pero que debió ser codificado con más claridad cuando surgieron los primeros intentos por relajar las reglas convencionales. Ese artículo dice que los jueces pueden tomar todas las medidas, incluyendo la confiscación de materiales, para impedir un "atentado contra la vida privada". Por eso la jurisprudencia está llena de casos de publicaciones que han sido multadas por sus fotos, imágenes e informaciones sobre personas públicas. La casa noble de Mónaco, por ejemplo, así como políticos importantes han ganado muchos juicios.
Además de la ley, protege la vida íntima de las personas la cultura francesa. Son muchos los presidentes o reyes en la historia de Francia que se enemistaron con la monogamia. Allí está la célebre figura dieciochesca de Madame Pompidour, la preferida de Luis XV, y allí también el caso tragicómico del gobernante Félix Faure, que murió en los brazos literalmente infartantes de doña Marguerite Steinheil, en la residencia del Elíseo, en 1899. En tiempos más recientes, es notable la complicidad con que los políticos y la prensa ocultaron la familia paralela del Presidente Mittérand, sólo revelada años después de que dejara el poder, cuando Paris Match publicó, con su autorización, una fotografía en la que el ex mandatario aparece con su hija, hasta entonces secreta, Mazarine.
Todo esto, en cuanto a la tradición, a su vez reflejada en la ley, de la que Hollande se ha valido para anunciar acciones legales contra la revista indiscreta, Closer, y contener a la prensa. Pero hay síntomas de que algo empieza a ceder en esa tradición, hoy bajo intensa presión de una modernidad compuesta, entre otras cosas, por la marea poderosa de las redes sociales y la información cibernética.
Un síntoma importante es que los jueces vienen poniendo multas cada vez más pequeñas, simbólicas podría decirse, a los invasores de la privacidad. Se calcula que en el mejor de los casos, Hollande podría obtener 30 mil euros de parte de la revista en cuestión (una bicoca en comparación con lo que han generado las fotografías en ventas), pero nadie cree que el juez vaya a llegar hasta ese tope. Por otro lado, muchos intelectuales, en especial sociólogos y periodistas especializados en asuntos judiciales, indican que empieza a abrirse paso en la judicatura la idea de que los asuntos de Estado limitan la protección de la intimidad. Han aplicado ese principio, por ejemplo, cuando los escándalos en las familias reales guardaban relación con temas sucesorios. En este caso, fue interesante notar que las pocas preguntas que se le hicieron sobre el affaire du jour en la conferencia de prensa, originalmente convocada para hacer anuncios de tema económico, tuvieron que ver con cuestiones de Estado: la continuidad de Valérie Trierweiler como primera dama (gastos del gobierno), la salud de la primera dama, hoy hospitalizada (lo mismo) y la seguridad del presidente (tema de Estado donde los haya).
La gradual "americanización", por otra parte, del tratamiento de la vida privada de los personajes de Estado en Francia lleva algunos años. Se vio desde el inicio del gobierno del Presidente Sarkozy, cuya separación de Cécile tuvo los ingredientes del peor gusto: fotografías de ella con un caballero que no era Sarko, un libro de memorias donde ella contaba lo que no se debe contar y una película. El propio Sarkozy contribuyó a ampliar la dimensión "espectacular" de su vida privada dando un tratamiento mediático muy calculado a su relación con Carla Bruni y a otros aspectos de su intimidad a lo largo de los años.
Una ironía no menor del trance por el que pasa Hollande (¿o quizá sería más exacto decir: la liberación por la que pasa gracias a que la prensa ha acelerado los hechos?) tiene que ver con la promesa que hizo cuando estaba en campaña electoral para marcar, precisamente, un contraste con el entonces presidente. Dijo, en reiteradas ocasiones, que sería un hombre "normal" y que restablecería la dignidad de la presidencia. Esto, que hoy le merece críticas, indica hasta qué punto había la percepción de que el paradigma francés de la protección a la vida privada estaba bajo amenaza del paradigma estadounidense.
El otro elemento confirmatorio de la tensión entre ambos paradigmas en Francia es el de los medios de la era informática. Los jueces no pueden multar a todo aquel o aquella que "retuitee" un tuit. Una vez que una información es viral -para usar la palabra por excelencia-, ¿cómo acotar el ámbito de las responsabilidades al momento de asignarlas en un caso de invasión de la privacidad? Por si ello no constituyese suficiente complejidad, hay que tener en cuenta también el hecho de que esos distintos medios modernos no respetan fronteras nacionales. La reproducción instantánea de una información como la que tiene hoy a Hollande de protagonista por parte de medios extranjeros a los que cualquier francés tiene acceso desde un smartphone, una tableta o una computadora, hace casi inútil que un juez ordene a la publicación que originalmente invadió la privacidad de los afectados retirar el material o se anticipe a impedir su divulgación. Los jueces lo siguen haciendo, pero cada vez con menos efectividad.
El contexto en el que esta discusión se da no fortalece, desde luego, la posición de los que quieren mantener la tradición francesa inalterada. Se ha revelado que los servicios secretos franceses colaboraron con la National Security Agency estadounidense desde por lo menos 2010 (también con la inteligencia británica) en las nuevas modalidades de invasión de la privacidad de los ciudadanos. Y hace poco fue aprobada en la Asamblea Nacional, por apenas 20 votos de diferencia, dada la controversial naturaleza de lo acordado, la Ley de Programación Militar para el período 2014-2019 que autoriza a varios ministerios a ordenar la vigilancia en tiempo real de cualquier ciudadano por razones vinculadas al combate contra el terrorismo. El gobierno podrá, según el artículo 13, recoger información y material físico de las empresas que ofrecen servicios de internet y de telecomunicaciones sobre cualquier ciudadano.
Estas disposiciones han sido y siguen siendo objeto de protestas, acciones legales y controversia pública. Los que aprobaron la ley están a la defensiva y se han visto obligados a interpretar su propio texto de un modo que pone el peso en la protección de la vida privada de las personas. Pero la amplitud que ese mismo texto permite en la interpretación es tal, que hay legítimas sospechas de que pudiera abusarse de la ley. Ese es el contexto en el que muchas voces se han alzado en Francia para decir que si la vida privada de los ciudadanos puede ser invadida por los políticos bajo la razón de Estado, la de los políticos debería estar menos protegida que de costumbre por el mismo criterio.
Cuando estalló el caso de Dominique Strauss-Khan, el entonces director-gerente del Fondo Monetario Internacional arrestado bajo acusación de haber violado a la mucama de un hotel neoyorquino, la primera reacción de políticos, periodistas y juristas en Francia fue culpar a una cultura estadounidense puritana de violentar la esfera privada del político galo. Luego, a medida que fue más claro que había muchos elementos que reforzaban la acusación contra él, el tono de las protestas bajó. Hasta que empezaron a surgir en la propia Francia numerosas versiones sobre el pasado donjuanesco del personaje, que la prensa no tuvo reparo en publicar ni los políticos en aceptar que debían publicarse, aun cuando no se trataba de acusaciones de violación. El paradigma estadounidense -otra vez- ejercía presión sobre el paradigma francés.
Esta tensión entre dos formas extremas de tratar la vida privada de los personajes públicos lleva pocos años y seguramente tardará mucho en definir a una ganadora, si es que alguna vez una de ellas se impone sobre la otra en el mundo desarrollado. Lo más probable es que resulte de esa tensión un híbrido o punto intermedio, que hará que en el futuro se permita un mayor grado de invasión de la privacidad en aquellos países donde hoy se la protege celosamente. Pero no me sorprendería que, por esas ósmosis culturales propias de la globalización, también ocurra lo contrario en Estados Unidos, es decir, que empiece a cundir una actitud más tolerante hacia lo que los norteamericanos llaman las "indiscreciones" de sus políticos. Hay síntomas crecientes, pero esa es otra historia.
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