Bailando salsa




Por el ruido que genera en la calle, cualquiera diría que el River Naight Club es una gran sala de baile con orquesta en vivo. Pero la "orquesta" es en realidad un viejito con un teclado eléctrico y dos cantantes de mediana edad. Eso sí, le ponen entusiasmo:

-¡Seguimos con la música, señoras y señores, en esta noche mágica! Y para que las parejas se aprieten un poco, ahí les va una romántica balada de Luis Miguel...

Las parejas se aprietan, entre otras cosas, porque el local mide apenas 40 metros cuadrados. Afortunadamente, no son muchas. Cuento nueve personas, y la mayoría responde con bostezos a la entrega de los músicos.

El escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa y yo somos los clientes 10 y 11. Y entramos porque es el único bar frente a nuestro hotel. El estado de Veracruz, donde asistimos a un festival literario, no es un sitio para irte paseando por ahí. Hace unas semanas 35 cadáveres fueron arrojados a la vía pública. Hoy han aparecido 10 muertos más, tirados como zapatos viejos. Anoche, unos amigos me llevaron a una discoteca, pero estaba vacía. Según la camarera, había redadas policiales y los clientes preferían quedarse en casa. Así que, a medianoche, el River Naight Club es lo mejor que podemos conseguir.

-Quiero bailar -le digo a Rodrigo- ¿Crees que me cobren?

-No lo sé.

-Una vez fui a Tijuana. Las ficheras cobraban un dólar por baile. Pero no sé cómo sea la costumbre en Veracruz.

Voy a decirlo de una vez: soy un castigo bailando. Hace falta una notable destreza física, un talento especial, para hacerlo tan mal como yo. Pero a veces bebo dos copas y deja de importarme lo que piense la gente, sobre todo si nunca la volveré a ver. Así que hago algo que nunca he hecho antes: le pregunto a la camarera si quiere bailar.

Lo increíble es que acepta. Y lo más increíble es que su novio está presente. O eso parece. Antes de venir, ella se acerca a un joven que vegeta en una mesa, le dice algo al oído y le da un beso.

Bailamos una canción, y luego otra. Cuando pedimos bebidas, nos atiende otra camarera. Resulta imposible saber si los asistentes del local son clientes o trabajadores. Al parecer, van cambiando de roles durante la noche.

-¿De dónde son ustedes? -pregunta ella.

-Yo soy peruano. Y él es guatemalteco.

Al oír la nacionalidad de Rodrigo, a ella se le iluminan los ojos:

-¡No me digas que conoce a mi ídolo, mi héroe, mi amor Ricardo Arjona!

-Claro que lo conoce -digo yo-. Son amigos de toda la vida.

-¿Le puedes decir que venga a cantar a Veracruz? ¡Nunca ha venido!

-Claro que puede -insisto yo- Arjona hace todo lo que le diga Rodrigo.

No soy consciente del error que cometo. A partir de este momento, la camarera pierde todo interés en mí. Quiere bailar con el amigo de Ricardo Arjona. Rodrigo trata de rechazarla con delicadeza. Pero es inútil. Ella toma a Rodrigo de la mano, le sonríe, le hace ojitos. Me pregunto dónde andará el novio.

-¿Y ustedes a qué se dedican? -vuelve a preguntar ella.

-Yo escribo novelas románticas -respondo-. Y él, novelas de terror.

Quiero recuperar su atención. Lo de las novelas románticas puede parecerle tierno o algo así. Pero resulta que la chica es una fanática de Stephen King, al que ha leído sin parar desde Carrie.

Ahora sí, desaparezco definitivamente de su campo de visión. Gira y evoluciona alrededor de Rodrigo, que no sabe cómo quitársela de encima. El es guatemalteco, que es un poco como ser caribeño, así que sabe tener gracia con pocos movimientos. Y dedica todos sus giros a intentar devolverla hacia mis torpes manos. Pero ella no piensa soltarlo. Procura refregarse contra su regazo, y creo que intenta morderlo. Mientras yo, tratando de bailar una canción de Joe Arroyo, tropiezo con una mesa y tumbo una botella. Lo único positivo de mi patética exhibición es que, gracias a los cristales rotos, la chica retoma su papel de camarera y parte en busca de una escoba. Le digo a Rodrigo:

-Creo que no voy a recuperarla.

-Es que bailar no es lo tuyo -responde él, sabiamente,

En ese momento, otros escritores del hotel entran en el local. Rodrigo se pone a conversar con ellos y yo me sumo en la melancolía. A mi alrededor, las chicas ya empiezan a dejar claro que no eran ni clientas ni camareras, sino puras trabajadoras del amor. Y se están trabajando a tres parroquianos.

De repente, entre las luces verdes y moradas, veo aparecer a mi chica. Viene resueltamente hacia mí. Recupero la ilusión. Le sonrío. Estoy dispuesto a volver a empezar. Ella se acerca a mi oído y dice:

-Tu amigo se ha puesto a conversar. ¡Dile que estoy aquí, güey! S

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