Cádiz, la más americana de las ciudades españolas

<P>Muchas ciudades de Latinoamérica se parecen demasiado a este atlántico puerto español, pero lejos la más similar, La Habana, con sus iglesias, castillos, barrios y costanera. Acá, en Cádiz, el otoño europeo se vive con música, viento y sabores del mar. </P>




OTOÑO llega a Cádiz cargado de actos culturales. El IX Festival de Música Española hasta fines de mes; se citarán importantes orquestas y los recitales se celebrarán en el Gran Teatro Falla. El romance entre Cádiz y la música viene de lejos. Manuel de Falla nació aquí, en una casa que mira a plaza de Mina, próxima al Museo de la Ciudad. Y tras su muerte en Alta Gracia, Argentina, en noviembre de 1946 -se cumplen estos días 65 años de su fallecimiento- sus restos fueron trasladados a la Catedral de Cádiz, donde reposan en la cripta, al lado de los del escritor José María Pemán.

Cádiz es la ciudad española más parecida a América. En ningún otro lugar son tan fuertes los vínculos. Se diría que la capital andaluza es en virtud de sus días y sus humores un trasunto de Cartagena de Indias, de Quito o Lima, de Antigua o San Juan de Puerto Rico. Con todas ellas guarda hermandad. O mejor dicho, todas ellas guardan hermandad con Cádiz, pues fue de esta ciudad de donde salieron los postulados arquitectónicos y urbanísticos que trazaron la América hispana. Pero de entre todas, Cádiz guarda un parecido sospechosamente idéntico con La Habana, capital de Cuba.

No hay en el mundo dos ciudades más parecidas entre sí. La calle Obispo de aquella ciudad es la calle Sacramento de ésta. La plaza de la Catedral de allí es esta otra donde se alzan altas palmeras y las sombras proyectadas de los dos campanarios y la cúpula de azulejo amarillo brilla frente al reflejo de las aguas del océano Atlántico, las mismas aguas que bañan una y otra orilla.

Cantos andaluces

Como un cante andaluz, como una copla o una habanera, las dos ciudades se observan desde la distancia, con la certeza de haber sido amamantadas por la misma madre. En otoño español, Cádiz es una ciudad para recorrer a pie y sin prisas. Todos los días del año sus puestas de sol son distintas. Pero en estas fechas son inolvidables. Desde el castillo de Santa Catalina, convertido en centro de exposiciones, desde las almenas y garitas en las que se divisan las aguas que entran a la playa de La Caleta y azotan los baluartes del castillo de San Sebastián que está enfrente, las puestas de sol son un regalo mágico de la tarde, los colores y el horizonte.

Hay costumbre de aplaudir cuando el sol se pierde al fin entre la raya del océano. Y hay quien demora la vuelta observando los colores incendiados que la luz de nuestra estrella tiene a bien regalarnos, hasta que la noche cae finalmente sobre la ciudad y las luces de los paseos se encienden indicando el camino que lleva a las grandes plazas de la ciudad. Cádiz es barroca y blanca, y aunque sus credenciales aseguran que es la ciudad más antigua de Occidente, que sobre sus espaldas tapizadas de piedra lleva el peso de más de tres mil años de historia, la ciudad que hoy recorremos es dieciochesca, burguesa y liberal.

No es de extrañar que cuando España estaba sitiada por los invasores franceses, sólo esta isla, unida por una estrecha lengua de agua a la península, permaneciera como único territorio nacional y que al cabo de los meses, sus diputados promulgaran la primera Constitución cuyo bicentenario se celebrará el año próximo. La plaza de San Antonio, el viejo rectángulo de juegos y fastos sociales de la ciudad dadivosa, es un lugar de encuentro donde derivan algunas de las principales calles señoriales de la capital.

El bullicio del puerto

La calle Ancha, por ejemplo, guarda el aroma de los largos paseos a media tarde, del ritmo lento, los cafés y sus tertulias interminables, las librerías en cuyos escaparates nunca faltaron los panegíricos a los diputados reunidos aquel 1812 en el cercano oratorio de San Felipe Neri. A esa ciudad elegante suma Cádiz el trajín de su puerto bullicioso, de sus barcos cargados de aventuras, de los diques donde amarran buques como el Juan Sebastián Elcano, que enseña como una escuela naval los apasionantes secretos de la navegación y de sus evocadoras palabras.

Hay al lado de la plaza de San Juan de Dios, donde está el edificio isabelino del Ayuntamiento, un barrio conocido como Santa María, donde las mujeres cuelgan las sábanas blancas mirando a la calle a esperar que la brisa del mediodía las seque. Hay en sus calles un aire perdido a taberna de vinos y pescado frito servido en cartuchos de papel. Y sus viejos parecen herederos de retirados piratas, tan ajados y antiguos como estas piedras que tapizan las calles y los suelos y que fueron utilizadas como lastre en los barcos que entraban y salían por el puerto.

A Andalucía la alumbran virtudes inigualables. Se dice -y con razón- que el andaluz peca de empacho y orgullo. Pero no le faltan razones. Cádiz es una de ellas y en estos días de otoño, el atractivo aumenta en una ciudad que a sus encantos monumentales une excusas culturales tentadoras que invitan a volver a ella.

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