Cape nane nu... ene tene ¡tú!
<P>Una oferta abrumadora inmoviliza a quien debe escoger. Por eso, ahora la simpleza es un valor. La idea es evitar "sobrepensar" cualquier tipo de elección.</P>
VIVIR EN el país de las oportunidades puede convertirse en una pesadilla para una persona de talante indeciso. La oferta es tan abrumadora que se corre el riesgo de terminar como el burrito de Buridán, ese que murió de hambre al no saber elegir entre dos montones iguales de avena.
Si usted se identificó con el burrito, no se preocupe: hoy, la tendencia es volver al instinto y, ojalá, restringir la cantidad de opciones todo lo posible.
En el café donde escribo este artículo, por ejemplo, eliminaron una lista eterna de brebajes (con crema o sin crema; con un toque africano o con un toque centroamericano y así hasta el infinito…), para ofrecer con letra manuscrita en un pizarrón "el café de la casa". Por supuesto que es el estilo más popular (un simple café cortado) y, quizás, sea su aparente naturalidad, su propuesta "casera", el motivo por el que se convirtió en uno de mis lugares favoritos.
La época de los catálogos eternos tendría sus días contados si de lo que se trata es de conquistar a un tipo de consumidor que no por ser crítico borró de su cerebro dos motores que mueven cualquier elección: la intuición y el azar. Sí, el azar, porque aunque a los militantes del libre albedrío les cueste creerlo, la capacidad de escoger aleatoriamente es una ventaja evolutiva indispensable para la supervivencia de muchos animales. Y esto vale tanto para el homo sapiens como para el burrito.
Algoritmos y corazonada
La idea de que ofrecer el mayor número de opciones posibles es "lo ideal" no está desterrada del todo.
Se trata de una creencia rebelde, a pesar de los numerosos estudios que demuestran lo contrario y que han sido divulgados por el sicólogo Barry Schwartz (La paradoja de la elección). Tal como el experto explica en una columna del periodista Pere Estupinya: "Tener algunas opciones es mejor que ninguna, pero muchas es peor que algunas".
Entre otros problemas, demasiadas posibilidades paralizan la acción (y usted vuelve a la casa con las manos vacías) o, peor aún, terminan por bloquear sus capacidades cognitivas, y le ocurre como al vecino que instaló en su jardín una roca de plástico. De más está decir que el pobre era incapaz de ocultar su frustración cuando contaba que fue a la tienda por un choapino, pero como no se decidió por ninguno, adquirió "la última novedad" para ocultar defectos en el pasto.
Para evitar casos como la roca plástica, cada vez son más las compañías que apuestan por no abrumar al cliente. Las de internet llevan la delantera.
Mientras buceo en Amazon, por ejemplo, la firma me ofrece un número reducido de títulos acorde con mis búsquedas anteriores. Detrás de esta operación hay un diseño de algoritmos que apuesta a la lógica de mis elecciones pasadas.
Se supone que el nuevo objetivo es captar a un tipo de consumidor que Schwartz bautizó como "chooser" (su antítesis es el "picker"), alguien que antes de hacer su elección ya tiene un propósito y es capaz de evaluar críticamente las opciones presentadas.
Sin embargo, durante estos cuatro meses en EE.UU. he comprobado que la razón por sí sola no sirve. Por algo aparecen tiendas que, en lugar de atiborrar los estantes, dejan espacio (físico y mental) para que actúe el instinto. Lo que se busca es evitar "sobrepensar" y matar la intuición, esa valiosa información latente y que es clave para actuar y no quedar atascados.
Simplemente vainilla
Fue una corazonada la que me salvó de regresar a la casa sin mi provisión de yogurt tras sufrir una parálisis en un mercado en Cleveland, Ohio.
La muestra de yogures era abrumadora. Por un lado, estaban los sabores que mezclaban las frutas del Amazonas y, por otro, las del Mediterráneo. Y eso, sin considerar variantes como textura, cantidad de calcio, vitamina D, calorías y un largo etcétera.
Allí estaba, derrotada, hasta que misteriosamente el aroma a vainilla se apoderó de mi mente: la esencia que ponía mi mamá en los queques, la simple y segura opción de la vainilla. No lo volví a pensar y arrasé con la etiqueta amarilla.
¿Mi posterior satisfacción se debió a que escogí lógicamente entre más de 100 opciones? Es cierto que mi razón ya había descartado sabores del estilo marmota estofada, pero fue mi intuición la que salvó el viaje.
A partir de esa experiencia me convertí en cliente frecuente de una tienda donde disponen la mercadería apelando al humor del visitante: lo básico en un lado, lo exótico en otro, lo orgánico después. Si tienes tiempo, ganas y algo en mente te aventuras, pero si te confundes partes al pabellón de lo esencial y al mesón de "escogidos" de la casa. A veces es liberador que decidan por uno.
Azar terapéutico
El siguiente ejemplo es el de una mujer que fue por un jeans. La marca anunciaba una nueva forma de dar con "el jeans ideal": siete modelos diferentes que multiplicados por tres colores y 10 tallas daba algo así como 210 opciones. Cuando debió decidir por ¿los de cintura alta, media o a la cadera?, ¿pitillos, rectos o acampanados?, ¿vaqueros o estilo boyfriend?, prefirió arrancar del lugar.
La pura escena ya me había agotado y cuando llegó mi turno opté por comprar el primer modelo que encontré en mi talla.
Esta vez fue el azar el que decidía por mí.
Sin darnos cuenta, todo el tiempo estamos haciendo elecciones al azar. Si no fuera así, pasaríamos mortalmente estresados, como ese tipo de consumidores que Schwartz bautizó como "maximizadores" (su opuesto son los "satisfiers") y que no escogen nada sin antes escribir una tesis sobre el mejor parche curita del mercado.
Dejar que el destino actúe en las cosas poco trascendentes, es un agrado. Tanto que en varios locales hay canastas camufladas de ofertas especiales, pero que, en realidad, cumplen un efecto terapéutico porque uno meta la mano y ¡listo!, ya tenemos el regalo para el amigo secreto.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.