Carabineros: La táctica Yovane




Ningún carabinero, de ningún rango, fue tan activo para incorporar a la policía militarizada en la lógica del golpe militar como el general Arturo Yovane. Contaba con una ventaja estratégica: la confianza del Presidente Allende en la lealtad de Carabineros como un cuerpo que, situado en la frontera del mundo castrense y el civil, familiarizado con la pobreza y todas sus secuelas colectivas, actuaría en una crisis de lado del gobierno, como lo había demostrado la Guardia de Palacio durante el "tancazo" del 29 de junio.

El lunes 3 de septiembre, el general Yovane intensificó sus visitas a todas las unidades de Santiago, amparado por su cargo de director de los servicios, una posición puramente administrativa, que lo sacaba de la línea de las tropas, pero le permitía moverse por todas ellas. Al día siguiente, alertado de esos trajines, Allende pidió al general subdirector de Carabineros, Jorge Urrutia, que cursara el retiro de los generales Yovane y César Mendoza, pero la consistente defensa que el subdirector hizo de Mendoza lo disuadió. En cuanto a Yovane, lo retiraría en unos días más. Un tercero, Mario McKay, quedaría en suspenso.

Los afectados no lo ignoraban. Tal como los jefes de la Armada, creían que estaban al borde de un descabezamiento de los mandos. Sólo había algunas diferencias.

Carabineros de Chile fue creado en abril de 1927 por el entonces Vicepresidente del país, el coronel de Ejército Carlos Ibáñez del Campo, a partir de la fusión del Regimiento de Carabineros, la Policía Fiscal y otros cuerpos policiales de las provincias. Desde entonces se le asignó el control del orden público, la vigilancia de las fronteras y la acción de policía preventiva. Quedó bajo la dependencia del Ministerio del Interior, por lo que siempre se le vio como un brazo del gobierno. Para 1973 tenía unos 25 mil hombres en 1.700 cuarteles, y era la única institución armada instalada en todas las comunas del país, con funcionarios y familias que convivían con la población civil.

Esto proyectaba una cierta imagen equívoca acerca de su percepción política. Bajo un gobierno con alta movilización callejera, como había sido el de la UP desde el primer día, los carabineros eran percibidos por la oposición como el brazo represivo del gobierno. La izquierda, siempre más proclive a la agitación pública, los consideraba como fuerzas del gobierno, pero también solía irritarse con sus actuaciones disuasivas y su apego a la "justicia de clase" representada por la Corte Suprema. Esa misma corte se quejaba de que Carabineros no cumplía las órdenes judiciales con la energía necesaria. Poco a poco, la oposición fue descubriendo que no era conveniente atacar a una fuerza que, por sobre todo, sería siempre "del orden". El Mercurio publicó la fotografía de un manifestante golpeando a un carabinero que fue usada para demostrar que el verdadero enemigo de la policía era la izquierda.

Carabineros era, en todas las ciudades, los pueblos y las tierras de Chile, el campo de resonancia donde interactuaban las frecuencias internas con las inmanejables fuerzas externas. Yovane supo interpretar este desconcierto desde su propia posición política.

Hasta agosto de 1973, fue el prefecto de Valparaíso y desde ese rango estableció contactos frecuentes con los almirantes Merino y Carvajal, y con el general Arellano, tres de las principales figuras de la insurrección militar. El 20 de ese mes -el mismo día en que estallaba la deliberación en la Fach-, Yovane llegó transferido a la menguada Dirección de los Servicios.

Pero se sirvió de ese lugar de apariencia irrelevante para recorrer las principales unidades de Santiago, hablar oblicuamente de política con decenas de coroneles y capitanes y sostener charlas comprometidas con seis de sus compañeros generales: el ex subdirector Arturo Viveros, Alfonso Yáñez, Enrique Gallardo, Mario McKay, Néstor Barba y, desde luego, Mendoza. El aguileño, compacto y nervudo general usaba con todos ellos un lenguaje campechano y desafiante, pero nunca directo, siempre rodeado de ambigüedades y complicidad. Cada vez que comprometía a un oficial, se aseguraba de tener ya en su lista al segundo, o al tercero si era necesario. Era el conspirador perfecto, el Fouché del Chile de los 70.

La comparación no es inexacta. Al comienzo Yovane fue considerado allendista, pero en Valparaíso ya había cambiado de posición. Durante 1973, sus reuniones crearon una densa telaraña política y si alguien hubiese seguido sus pasos habría descubierto, por su sola amplitud geográfica, la extensión de una práctica que ya no era sólo profesional. Pero nadie lo hizo.

Ni Allende ni la UP sabían lo fangoso que estaba el terreno entre los policías. Ya en mayo de ese año, un cable enviado a la central de la CIA en Langley afirmaba que "un carabinero informante" había asegurado que en caso de un alzamiento militar, "los carabineros no apoyarán al gobierno" y que dentro del alto mando sólo los generales Rubén Alvarez y Fabián Parada se oponían al golpe de Estado.

La información era prodigiosamente precisa, aunque se saltaba el hecho de que la reacción de los generales director y subdirector podría ser distinta si el golpe era sorpresivo. Lejos de esta exactitud, Carlos Altamirano pidió en junio, a nombre del PS, la remoción del general director José María Sepúlveda, a la luz de la conducta represiva de la policía durante los desórdenes callejeros que proliferaron en Santiago con la huelga de los mineros de El Teniente. Altamirano deseaba que el general Rubén Alvarez fuese nombrado en el lugar de Sepúlveda. Allende rechazó la propuesta y envió a Sepúlveda a una gira por Europa para sacarlo del caldeado ambiente local.

Entonces ocurrió el "tancazo" del viernes 29 de junio. El general subdirector, Ramón Viveros, se hizo cargo del mando y organizó la defensa de La Moneda. El lunes siguiente, durante la reunión del Consejo Superior de Seguridad Nacional destinada a analizar los sucesos, un enojado Allende anunció su decisión de remover a Sepúlveda por no haber regresado al país de inmediato. Viveros, que la consideró injusta, ofreció al Presidente su propia renuncia.

Pero cuando Sepúlveda volvió al mando, Allende negó que hubiese pensado en destituirlo. Viveros debió renunciar ante el brusco giro presidencial. Altamirano volvió a la carga para que Alvarez asumiera la subdirección. Como fue usual en esos días, Allende prefirió aceptar la proposición del general director y nombró al general Jorge Urrutia, hasta entonces prefecto de Concepción. Esta era casi una afrenta para el PS. Urrutia se había enfrentado a los dirigentes socialistas de esa ciudad en julio del año anterior, cuando cinco partidos de izquierda (el MIR, el Mapu, el PS, la IC y el PR) y más de cien organizaciones de base convocaron a una "Asamblea del Pueblo" que derivó en numerosas refriegas callejeras. Allende rechazó más tarde esa asamblea como un acto divisionista, pero la agitación continuó.

Para la segunda mitad de 1973, Yovane ocupaba el lugar número 13 dentro de los generales de Carabineros. Era evidente que a pesar de su protagonismo en el activismo interno, no podría asumir el liderazgo en el golpe. Cualquier ruptura en la larga fila de sus 12 predecesores podía significar la división caótica de la policía, lo que le suscitaba imágenes pesadillescas: pobladores reforzando cuarteles, campesinos aliados con retenes, extremistas usando las armas de la policía... Estudió por meses a sus superiores hasta que se concentró en el general Mendoza, director de Bienestar, sexto en la jerarquía, que concitaba gran simpatía interna y del que se sabía que estaba entre ojos para el gobierno. Mejor aún, Yovane estaba enterado de que Mendoza sería pasado a retiro antes de fin de año…, exactamente lo mismo que sabía la CIA.

Los primeros contactos políticos entre ambos generales se remontaban a febrero de 1973. Yovane insistió cuando advirtió que Mendoza estaba dispuesto a ponerse al frente de la sublevación de la institución y al mismo tiempo aceptó que este último no realizaría ningún movimiento, ninguna reunión que pudiese incrementar las sospechas sobre él.

Así fue. Hasta la mañana del 10 de septiembre, cuando el general Leigh le pidió firmar la proclama que se emitiría al día siguiente, muy pocos de los oficiales de las Fuerzas Armadas sabían que el nuevo jefe de Carabineros sería Mendoza. El mismo dudó ese mediodía cuando vio el documento que debía suscribir sobre el rango de "general director". Yovane ya había dispuesto la unidad desde donde podría controlar a la totalidad de las unidades: la Central de Comunicaciones, en el edificio Norambuena, a unas pocas cuadras de la ya aislada dirección general.

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