Carta abierta
Doña Rosario Guzmán, hermana del fallecido constitucionalista, le ha enviado al occiso una carta abierta en la que le sugiere que la responsabilidad de su muerte le cabe -o le cupo- a Pinochet y/o sus sicarios. Dentro de esa insinuación desliza aun otra, a saber, que quienes en el hospital estuvieron a cargo de atenderlo en su agonía no habrían hecho el esfuerzo debido y, en la práctica, lo dejaron morir. En casi todos los detalles el cuadro que pinta Rosario recuerda la novela Crónica de una Muerte Anunciada, con el personaje central condenado desde mucho antes por fuerzas oscuras, complicidades sórdidas, enemistades feroces, circunstancias adversas y, de ese modo, sin saberlo pero quizás sospechándolo, encaminándose a un final inevitable.
El tono con que la autora afirma todo eso es muy familiar, muy íntimo, tuteo incluido, lo cual lo aleja un poco del estilo discursivo, magisterial y a veces hasta épico que es normal en estos instrumentos epistolares perpetrados para una lectura ecuménica. Esa intimidad, cualquiera sea su mérito afectivo, se diría más compatible con una verdadera carta personal que con una destinada a que la lea doña Juanita; tampoco va acompañada de precisiones que permitieran considerar la misiva, hasta ahora sin respuesta del destinatario, como un medio adicional para aclarar y dirimir un crimen. Para hacer tal cosa se requiere contundente precisión, acusaciones y/o exculpaciones definidas que permitan comprobar su veracidad o falsedad. No hay tal sino más bien un tejido de sugerencias bastante menos determinadas que las pericias policiales que permitieron, hace mucho, adjudicar la responsabilidad de ese asesinato al FPMR y a un grupo identificado de hechores. No se ve qué aporta, en términos de antecedentes policiales, la carta abierta de Rosario.
Dicho sea al paso, el instrumento de debate constituido por la llamada carta abierta es algo dudoso aun si su destinatario vive y puede responder del mismo modo o con otro método de su elección, porque, de todos modos, el iniciador de la polémica cuenta con la ventaja del puntapié inicial para entusiasmar a las barras bravas y ganarlas de antemano. Más aun todavía si el destinatario no puede contestar, salvo quizás en una sesión de espiritismo. No hay otra explicación para el uso de este recurso que esa ventaja, amén del efectismo que suministra su formato; no se explica de otra manera este afán de hacer conocer al público nuestro pensamiento en una carta abierta y no simplemente en un artículo, un libro o una entrevista. La carta abierta, amén de darnos la ventaja de disponer de un inerte frontón contra el cual enviar la pelota, agrega el condimento extra, siempre popular, del factor emocional, en este caso basado en la sensación completamente ilusoria de que como uno se está enterando nada menos que del contenido de una carta, entonces nos estamos enterando de contenidos reales y verídicos pues esa es la naturaleza de una comunicación íntima, epistolar. En breve, se nos hace creer que estamos tras una puerta oyendo una sincera conversación. Por eso insisto: nos parece más honesto decir simplemente "yo creo en tal o cual cosa" que escribir una carta abierta diciendo "querido amigo, ¿cómo es posible que sigas creyendo en tal otra cosa?".
Por tanto, mucho más interesante y fructífero que examinar la tesis de Rosario Guzmán acerca de quiénes fueron los "verdaderos" hechores o cómplices del crimen, sería escudriñar el origen de estas iniciativas epistolares y su relación con otras acciones o gestos provenientes del mismo sector. Una posibilidad con mérito suficiente para merecer una investigación es que Rosario y otras damas y caballeros estén disfrutando de un proceso de iluminación en cámara lenta. Nunca es tarde para ver la luz y este podría ser uno de los ejemplos más radiantes. En otros casos la revelación ha tomado una forma más brusca, con honorables abandonando dramáticamente los partidos que los y las acogieron y propulsaron al Congreso, para luego acogerse a otros, confeccionados a la medida y bien progresistas. En síntesis, no es un misterio que algunos segmentos de la llamada "derecha" han estado celebrando un corrimiento hacia el centro y a veces hasta casi la centroizquierda. Es un fenómeno nada de extraordinario; cada vez que un sistema de valores se desploma o al menos se hace dudoso, una fracción de sus feligreses se retira a su privacidad, desolados, pero otra se suma tarde o temprano a la confesión ideológica triunfante. No se trata de mero oportunismo, aunque a veces lo es; tampoco sólo de una medida defensiva para salir de las listas de "adversarios objetivos de la fe" y escapar de las funas, los ataques en las redes sociales, los insultos en la calle, los problemas en el trabajo, etc. Hay, en ocasiones, una auténtica conversión espiritual. No hace mucho, por ejemplo, una conocida periodista reveló haberse convertido al feminismo gracias a las prédicas presidenciales. "Ella me convenció", dijo. Vaya a saber uno cuántas más epifanías, aunque quizás sin tanta publicidad, han acaecido en la confidencialidad de un confesionario, un boudoir, un lecho, un escritorio o hasta en un vehículo en marcha.
Cabe preguntarse si quienes, de esto ya hace mucho, declararon su horror por los crímenes del pinochetismo y ahora le hacen asco al tatita, fueron también auténticamente convencidos o se trató de una cabriola para esquivar el bulto, cosa que sólo el Señor, en su infinita sabiduría, puede saber.
No se entienda nada de lo dicho como un reproche. Todos tenemos derecho a cambiar de idea y no hay mérito ninguno en la porfía, sobre todo si es en el error y la iniquidad. Fuera de eso la supervivencia es en sí misma una gracia; es condición sine qua non para la evolución de las especies. ¿Acaso no somos supervivientes e hijos y nietos, etc., de supervivientes? Ser desplazado, pisoteado y extinguido no le sirve a nadie.
A veces tampoco sirve la mera conversión. El converso es a menudo mirado con desdén por quienes abandonó y con sospecha por sus nuevos hermanos en Cristo. Para desvanecer estas sospechas no es raro que el converso haga un esfuerzo extra para ir más allá y ser más papista que el Papa. Ocurre, por ejemplo, que como la Democracia Cristiana, aunque socia del gobierno, es vista con sospecha y también con desdén -todo en el mismo paquete- desde la izquierda oficial, hoy en día ofrece varios ejemplos de personalidades de esa afiliación que han ido y van más y más lejos en su afán por demostrar la sinceridad de su mirada transformadora. Una guapa ministra de gobierno es un caso relevante de esa variante de persuasión religiosa.
Si acaso aún faltaba un argumento para demostrar que Chile vive un proceso revolucionario, es este, el del notorio traslado ideológico de un grupo significativo de ciudadanos desde la derecha hacia el centro y desde el centro a la izquierda, a veces esto último sin estaciones intermedias. Las revoluciones, entre muchos otros índices y señales de su existencia, ofrece dos con características muy vistosas: por un lado, la irrupción masiva de cohortes demográficas jóvenes declamando a gritos la Nueva Fe; por otro lado y casi simultáneamente, complementariamente, este desplazamiento algo más silencioso desde una fe a la contraria. Las biografías de numerosos personajes que en el curso -o aun antes- de las revoluciones francesa y rusa, aunque nacidos, criados y educados en la elite pasaron a las filas de la revolución e incluso ocuparon destacados puestos en ellas, ha dado lugar a una bibliografía abundante y fascinante. La recomiendo.
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