Carta Blanca: El Colmillo Blanco de San Diego




Mi primera visita a la calle San Diego, la de los libros viejos, fue un ritual. Mi papá me llevó a conocer, al estilo de un Julio comienza en Julio nerd, el lugar donde mi cerebro perdería la virginidad. El astuto ya había estudiado a su víctima, regalándome sorpresivamente Colmillo Blanco, de Jack London, en el auto después de clases. No recuerdo de ese camino a casa más que los ojos del buen Colmillo hipnotizándome desde la portada. Era mi primer libro de puras palabras y, antes de leer alguna, ya había caído en las fauces de la lectura para siempre, debido a su promesa que era mejor que casi cualquier otra: un libro podía protagonizarlo un perro. Acto seguido, mi padre me invitó para el sábado a un lugar donde esa clase de promesa era habitual… hombres monos, islas con tesoros... Ya para el viernes, las tribulaciones del perro lobo a manos de Hermoso Smith habían llegado veloz y, lamentablemente, a su fin. Y yo quería más.

Hay una especie de filtro del cerebro infantil que extraño mucho más que los banquetes de leche Nido en polvo. Una ceguera receptora sólo de maravillas, que hacía imponente a Valparaíso más que ruinoso y hediondo a orines. Fantástico el hecho de que el zoológico estuviera en un cerro antes que una pésima idea para hacinar animales de sabana. La mirada que convertía el Persa Bío-Bío en un hervidero de vendedores de gremlins, más que en un lugar para recuperar la radio robada…

Una calle de libros antiguos era casi tan literaria como el botín que esperaba arrebatarle. El antónimo de una higiénica librería de brillosos e intocados textos, sin dedicatorias, ni subrayados, ni los papelitos con trivialidades que a veces caen de los libros que fueron de otros. Donde había un sector "de niños" que solía estar repleto -para mi angustia- de OTROS niños. La aversión de mi viejo por entrar a esos sitios me parecía sagrada, porque no veía su fobia social ni sus ganas de ahorrar, sino sabiduría arqueológica tras sus gruesos anteojos, los que yo envidiaba tanto que exigía constantes visitas al oftalmólogo, cuyo resultado era siempre un decepcionante apretón de manos por mi aguilezca vista.

Ese primer sábado de tantos, era yo el único niño a la redonda. Miraba a los aburridos libreros como gallardos divulgadores de eximias aventuras. Tan preocupados por culturizar, que sus vestimentas eran descuidadas y sucias. Hidalgamente generosos cuando hacían alguna insignificante rebaja por un destartalado libro que rogaba una pasteurización. Eran pasillos enteros de locales con volúmenes misteriosamente arrumbados sin decoro. La excepción era el de Luis Rivano, su vitrina la única estilosa, jactanciosa de primeras ediciones y su portada del Peneca original de Coré. Sin embargo, Rivano gruñía tanto desde su reducto, que mi padre prudentemente se lo saltaba, al ver mi pánico por la histérica estridencia del viejujo.

Lo mejor de ese mundo nuevo es que se sentía tan remotamente antiguo. Tanto, que parecía un secreto. Como no veía el comercio, no veía la fealdad. Demasiados locales tenían en lugar destacado Mi Lucha en diversos idiomas y hasta fotos del Führer. Pero antes de entender al nazismo como un vulgar exaltador de los más bajos rencores, algo de místico veía incluso en eso.

Que mi padre ni se sorprendiera de todo esto, tratara a los libreros como vendedores, rechazara Mampatos tramposamente cubiertos con portadas de otros números e incluso se riera de algún viejecillo que mañosamente confundía escritores (con tal de vender algo), siempre me pareció algo alucinante, proveniente tal vez de su conocimiento ancestral. Cuando volví a San Diego años después y solo, buscando decepcionarme, pude ver todo con sus ojos. A los libreros nazis con cara de resentidos, a los libros más carcomidos como evidentes focos de infección. Las librerías que antes obviaba, ahora destacaban: bien iluminadas, llenas de textos escolares nuevos, fosforescentes autoayudas, pablocoélhicamente abastecidas. Pero para ser franco, si hubo algo decepcionante fue que no sufrí decepción alguna. Ya yo solía comprar por Amazon o en librerías de mall. Por el contrario, tuve una pequeña alegría. Reconocí que ese era el mismo lugar y que yo era el mismo tipo. Sólo que ahora nos mirábamos el uno al otro de distinta manera. No había estafa de mi lado ni del suyo. Después de todo, lo clásico, lo inalterable -digamos, lo Colmillo Blanco- seguía siéndolo, pese a mi desencantada adultez y a esas bodegas insalubres.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.