Cataluña y Kosovo, nada que ver




Kosovo, una antigua provincia serbia de mayoría albanesa, declaró su independencia en 2008 con el apoyo de una parte de la comunidad internacional encabezada por Estados Unidos. Siete años después, se parece bastante a un Estado fallido: constantes protestas ciudadanas por el desempleo, ausencia de futuro para sus jóvenes y una migración masiva hacia Occidente. Aunque haya sido reconocido por más de 100 países, sigue sin ser aceptado por Estados como China, Rusia o España. El Tribunal Internacional de Justicia de la ONU, con sede en La Haya, confirmó que la declaración unilateral de independencia no fue ilegal en una sentencia no vinculante de 2010.

Hoy Kosovo ha intentado, sin éxito, entrar en la Unesco porque en este organismo de Naciones Unidas no existe el derecho de veto, a diferencia del ingreso en la ONU, que tiene que pasar por el Consejo de Seguridad, donde cinco potencias pueden vetarlo. Un informe encargado por la Generalitat propone que Cataluña siga un camino similar para colarse por la puerta trasera en el sistema de Naciones Unidas. Los paralelismos entre Kosovo y Cataluña se acaban ahí, tanto desde el punto de vista de la historia, de la división étnica, del pasado reciente como del derecho internacional. Son casos que no tienen absolutamente nada que ver.

Kosovo es el lugar donde empezaron y acabaron las guerras que asolaron los Balcanes en los años 90. Yugoslavia era un país formado por seis repúblicas, que en teoría tenían derecho a la autodeterminación, y dos provincias autónomas que formaban parte de Serbia: Kosovo, con un 90% de población albanesa pero que, a su vez, los serbios consideran la cuna de su historia y religión, y Vojvodina, con una minoría húngara. Cuando tras la muerte del mariscal Tito Yugoslavia se tambaleaba, Slobodan Milosevic, el fallecido caudillo serbio, utilizó Kosovo para azuzar el nacionalismo y convocó, en 1989, un aquelarre que reunió a cientos de miles de personas en el Campo de los Mirlos, en las afueras de Prístina. El lugar no podía ser más simbólico: allí, en 1389, los serbios perdieron su independencia tras ser derrotados por los turcos y desde entonces ese día, el 15 de junio, es su fiesta nacional.

Conforme se hacían más intensas las fuerzas centrífugas en Yugoslavia, Milosevic quiso aumentar su control sobre todas las repúblicas y también sobre sus provincias y decidió suspender en 1990 la autonomía de Kosovo y Vojvodina, una decisión que muchos historiadores ven en el origen de las guerras yugoslavas. Derrotado en Eslovenia, que logró la independencia tras un breve conflicto de 10 días, y en Croacia, Milosevic ganó territorio con una limpieza étnica genocida en Bosnia y decidió hacer lo mismo en Kosovo. Cuando desató una ola de represión brutal contra los albaneses, la OTAN lanzó una campaña de bombardeos en 1999. Kosovo se independizó de forma unilateral sin contar con el acuerdo del país al que había pertenecido hasta entonces, pero lo hizo aplicando un plan de Naciones Unidas elaborado durante dos años, con el apoyo de la mayoría de los países de la ONU y bajo el compromiso de someterse a la supervisión internacional. Los paralelismos con Cataluña son imposibles de encontrar.

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