Caucho viejo

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DESDE QUE lo vi en Medellín en diciembre pasado supe que en algún momento iba a escribir sobre él. Un árbol gigante, lo que nosotros conocemos por gomero, y que en la Amazonía peruana, brasileña y colombiana llaman, con mayor propiedad, árbol del caucho. Una variedad especialmente frondosa, de hojas perennes que alcanzan fácil los 30 metros, lleno de raíces callosas por los lados. A simple vista, algunos de estos troncos semejan lianas o bastones colgantes, pero no es más que efecto engaño; son en realidad prolongaciones aéreas que vienen de muy abajo tierra. Y aun cuando cuesta creer que un gigante salido de las entrañas llegase a ser vulnerable, este espécimen lo es. Sobrevivió la urbanización de una finca en medio de los cerros empinados del valle de Medellín, pero como me lo hizo notar mi padre en una de mis anteriores visitas, hay que fijarse en los dos tipos de hojas, unas apenas más pequeñas de un verde más claro que cunden e imponen sobre las de tinte oscuro, cayendo únicamente las del gomero.
Imagen difícil de borrar. Al decir de un autor por ahí, el árbol es la "vertical natural", el nexo que une la vida superior o terrestre con el submundo desconocido, y bajo cuyo techo o cielo protector se sucede aquel juego constante de luz y sombra, nuestro paso por estos lados. Hay pueblos que los imaginan como eje del mundo, pilastras que sostienen el cosmos o firmamento. Ahora último, hemos tomado conciencia de su desaparición planetaria, pero como señala Simon Schama en su libro Paisaje y memoria, quizá sea mejor ver estas magnificas creaciones no tanto como indicadores de algo perdido sino un llamado a explorar lo que aún podemos encontrar.
Encontrar qué, no lo sé; de poco sirve la historia a veces. "De veras, hermano mío, somos un parpadeo en la historia" que es como lo dijera Gonzalo Rojas, un grande, de Octavio Paz, otro grande. Me he acordado mucho en estos días de don Gonzalo. Mi padre lo conoció cuando estuvo de paso en uno de sus muchos viajes en un recital de poesía en Colombia. Ignoro si en esa oportunidad don Gonzalo leyó su poema "Carbón" (suele hacerlo) donde cuenta la llegada de su padre en medio de la lluvia de Lebu: "Es él. Está lloviendo. / Es él. Mi padre viene mojado. Es un olor / a caballo mojado. Es Juan Antonio / Rojas sobre un caballo atravesando un río. / Madre, ya va a llegar: abramos el portón, / dame esa luz, yo quiero recibirlo /… Déjame que le lleve un buen vaso de vino / para que se reponga, y me estreche en un beso, / y me clave las púas de su barba."
Cuenta, también, don Gonzalo, cómo su padre, al morir, le dejó un potro colorado que por mucho tiempo, mientras pastaba en un potrero frente al mar, lo hacía sentir muy bien "porque era como su presencia, como una reencarnación del padre en ese animal". Tiempo después, le roban el caballo y sólo ahí entiende de qué se trata todo esto, pasando a ser un símbolo constante en su poesía. Me he acordado también en estos días de esas primeras páginas de El lugar donde estuvo el paraíso de mi amigo Carlos Franz cuando la narradora viaja a esa tierra caliente llena de árboles de caucho a ver a su padre y dice al pasar: "Lo sigo viendo la tarde de mi llegada a su última destinación. Caía un diluvio sobre el aeropuerto de Iquitos".

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