Christopher Hitchens y las catedrales del ateísmo
<P>El polemista británico, luego de su comentado <I>Dios no es bueno</I>, sigue en su cruzada contra la religión y lanza la antología <I>Dios no existe</I>, que recopila textos para los no creyentes. Una bofetada que no carece de elegancia ni de humor.</P>
Si la labor del intelectual puede compararse a la de un mosquito que nos desvela en medio de la noche, interrumpiendo la placidez del sueño, el inglés Christopher Hitchens es un insecto particularmente molesto. En los últimos 30 años la virulencia de este graduado de Oxford no ha dejado pieles sensibles sin irritar. Si aguzamos un poco el oído, no es difícil escuchar su zumbido insistente en algunas de las polémicas más notorias de los tiempos que corren, motivo por el cual no hay quien le niegue un lugar entre los pensadores "liberales" más destacados, aun cuando el aludido se retuerza de rabia ante la idea de ser incluido en ese grupo.
Izquierdista en su juventud, Hitchens se ha ido alejando de las posturas "progresistas" (en especial, debido a la tibia reacción de esos sectores frente al fundamentalismo islámico) y ha apoyado la guerra de Irak, pero tildarlo de conservador sería un contrasentido. Su última causa es la lucha contra la religión, a la que considera "el peor enemigo de la humanidad", nada menos; una batalla que está librando con su acostumbrado radicalismo y contundencia argumentativa, sin obviar la elegancia ni la mirada incisiva.
Hitchens, que tampoco carece de humor, es un rabioso distinguido, por así decirlo, y ese rasgo suyo vuelve a apreciarse en Dios no existe, donde recopila "lecturas esenciales para el no creyente", de autores tan variados como Freud, Carl Sagan, Orwell, Bertrand Russell, Darwin y Mark Twain. Si uno de los argumentos que usan los creyentes se refiere a que la religión ha inspirado catedrales y obras de arte imperecederas, aquí pueden encontrarse verdaderas piezas maestras de la incredulidad, joyas del intelecto que intentan demostrar la imposibilidad de la existencia de un creador.
Desafiando a los agnósticos (a los que, sin embargo, invita a sumarse a la pelea, sabiendo que será fiera), Hitchens se declara "antiteísta", pues ni siquiera está dispuesto a aceptar como un valor el que la religión pueda relacionarse a ideas de caridad o labor humanitaria, por una razón muy simple: no hay "una sola acción o declaración éticas de un creyente que no pudiera haber hecho un no creyente". La bondad, dice el autor, no es patrimonio de los religiosos y por el contrario, muchos de los peores crímenes del hombre (atentados, genocidios y guerras) se han cometido en nombre de un Dios.
Respecto a la validez que todavía se le da a la enseñanza religiosa, se pregunta: "¿Cómo es posible que ideas tan absurdas y nocivas hayan llegado a ser tan influyentes? ¿Y por qué siempre estamos enzarzados en una lucha contra sus violentos e intolerantes defensores? Pues, porque la religión fue la primera (y peor) tentativa de nuestra especie para explicar la realidad. Era a lo máximo que llegaba la humanidad en una época en que no teníamos la menor noción de física, química, biología o medicina".
Dios no existe, sobra decirlo, no es un libro cómodo. No busca el aplauso fácil ni trata al lector como un niño. Hitchens, por ejemplo, ilustra su tesis sobre la religión con las diferencias estereotipadas entre los dueños de mascotas: quienes cuidan perros, sabrán que los canes creen que uno es Dios. Los que tienen gatos, en cambio, intuyen que ellos, los felinos, se creen Dios. Ambas cosas se encuentran, según el autor, en la religiosidad, que nos define por un lado como criaturas temerosas de un ser todopoderoso y al mismo tiempo como destinatarios elegidos de un orden celestial.
La recopilación incluye textos notables, cada uno de ellos presentado brevemente por el antólogo, desde la belleza gélida de Una refutación del deísmo, de Percy Shelley, a los textos de Einstein sobre religión, a quien se suele poner en el bando de los creyentes, de forma errada según Hitchens. "Yo no creo en la inmortalidad del individuo, y considero que la ética es un asunto exclusivamente humano, sin ninguna autoridad sobrenatural detrás", dijo el padre de la relatividad.
Asimismo, hay un puñado de aportes modernos, como Blues del fin del mundo, en el que Ian McEwan repasa las teorías apocalípticas, cuya sucesión no hace sino confirmar su profunda falacia; y Cómo (y por qué) me hice infiel, un emotivo relato sobre las penurias del islamismo de la escritora somalí Ayaan Hirsi Ali. Menos interesante por su didactismo es Imagina que el cielo no existe, una "carta al seis mil millonésimo ciudadano del mundo" escrita por Salman Rushdie.
Entre los artículos más brillantes están los del biólogo Richard Dawkins, quien derriba los argumentos creacionistas con una claridad que apabulla. A los que piensan que es imposible que la vida se haya creado sin un diseño inteligente (como si las partes desordenadas de un avión Boeing 747 fueran lanzadas a un huracán y se ensamblaran al azar perfectamente), les dice que la selección natural no es una teoría de probabilidades, sino "todo lo contrario". Y para ello se vale de una imagen, que llama Escalando el Monte Improbable: en un cerro en cuya cima está la vida, una de sus laderas es un precipicio y la otra es una suave pendiente. Los creacionistas piensan que la vida o un organismo complejo (un ojo, por ejemplo) se creó elevándose desde el suelo hasta la cumbre, a través del abismo, mientras que los evolucionistas simplemente dieron la vuelta y avanzaron por la montaña paso a paso hasta llegar a la meta.
Más allá de las contradicciones de alguien como Hitchens, quien apoyó una guerra que comenzó un gobierno imbuido de ideas religiosas, y del temor de que su tono apasionado pueda conducir al fanatismo (temor que, no obstante, es respondido en el ensayo ¿Puede ser fundamentalista un ateo?, de A.C. Crayling), Dios no existe es un volumen de indudable valor.
Se le puede reprochar una mirada algo estrecha, en la que se echan de menos mayores aportes de la poesía o la ficción: el Soliloquio del individuo, de Parra o El país de los ciegos, de Wells, hubiesen sido bienvenidos. En un mundo menos intolerante, debería compartir lugar junto a la Biblia o el Corán en escuelas, bibliotecas… y en los veladores de las habitaciones de hotel. ¿Por qué no?
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