Crónica de un campamento y los desplazados por el tsunami

<P>A seis meses del terremoto, quienes perdieron sus casas, amigos y empleo, intentan seguir adelante y luchar contra la otra tragedia; esa de no tener un baño digno, de trabajar por $ 69 mil al mes y de depender de un par de velas para que sus hijos estudien. Este es el relato de una semana en la vida de esas familias. </P>




¿Cómo se hace esta división, papá?". "No sé, es que antes se dividía de otra forma". Ramón Alvear (33) hace lo posible por contestar las preguntas de su hija Catalina (9). Pero le es difícil. Ramón no es un experto en cálculos. Sólo llegó hasta primer año medio. Y a su hija mayor le cuesta el doble resolver la guía de matemáticas cuando llega la noche. Es cosa de ver su cara, que se mantiene a sólo cinco centímetros del cuaderno para leer los números: en esta vivienda levantada en la emergencia no hay electricidad, tal como ocurre en las otras mediaguas del campamento Mariscadero, en Pelluhue, así que al final de la tarde, los padres sacan velas para que sus hijos puedan hacer las tareas. Así, Ramón y su familia llevan viviendo cinco meses. "Desde que llegamos acá estamos sin luz. No nos han puesto, porque somos poquitos", cuenta Marta Bonuante (24), la dueña de casa, mientras vigila a Soledad (3), la menor, que camina inquieta e inocente a la tragedia que vivieron hace seis meses.

La familia Alvear no tiene mucho en lo económico. Y sus recursos mermaron aún más luego del 27 de febrero, cuando tres fuertes olas arrasaron con el borde costero de este pueblo del Maule. "Fue la 'guatona', que es una ola de agua y arena, la que se llevó las casas. También destruyó las cabañas que cuidábamos", dice Ramón, mientras recorre el balneario donde antes abundaban casitas de veraneo, hosterías y almacenes. A estas alturas, Ramón y su hija juegan a recordar quiénes o qué había antes. "¿Cata, te acuerdas quién vivía allá?, ¿sabes de qué color era la casa de la esquina?", le dice mientras van camino a la escuela.

El padre asumió esa tarea: ir a dejar todos los días a Catalina. No tener un trabajo fijo le ayudó a pasar más tiempo con las niñas. "Antes trabajaba todos los días como auxiliar de bus, pero ahora la máquina está mala y me llaman 15 días del mes. Ya no se viaja tanto", cuenta. El y su mujer pidieron empleo en el municipio, pero la respuesta ha sido la misma: no hay cupos.

En la Aldea Mariscadero, como se le llama oficialmente, hay 11 mediaguas, pero sólo tres familias las habitan, pues varios vecinos decidieron irse a vivir con parientes o bien arrendar casas en lugar de quedarse en el campamento. No es difícil encontrar las razones: además de no haber luz, no hay agua potable de cañería y los baños son casetas químicas que se deben compartir. En este mundo frágil y humilde, el agua se ha convertido en un bien preciado. Son los bomberos quienes reparten el suministro en tambores, pero hace poco, dice la familia, estuvieron seis días sin suministro.

Darse una ducha es una mala broma en Mariscadero: hay regaderas que conectan desde un estanque, pero sólo sale agua fría. Marta calienta agua en ollas para llevarla a las casetas, que están a varios metros de distancia. Ahí, a bañarse con lo que se pueda.

Pero ellos dicen que no les ha costado adaptarse, "porque somos jóvenes". Para sus vecinos de la tercera edad es más complicado: con las lluvias se llenaba de barro y casi no salían de la casa. "Construimos un piso de madera afuera de la mediagua, porque no se podía caminar", dice Ramón.

Una "madrina" de Santiago les regaló una estufa a gas, que les ha servido en el invierno, "pero igual a las nueve nos acostamos todos en una misma cama, por el frío", dice Marta. La mujer se ríe al comentar lo apretados que están en la mediagua, que mide 3x6 metros. El invierno más frío en años se nota aún más allí dentro: el aire húmedo entra por las paredes, el piso y el techo, y han tenido que forrarla con plásticos grises que envió el gobierno.

Ramón sale a dejar a su hija al liceo y Marta también debe salir para hacer las labores domésticas. Porque en la mediagua es imposible. El tiesto de ropa sucia lo lleva donde sus suegros, en el pueblo. "Lavamos la ropa allá, porque acá no hay luz", dice. Los apoderados del colegio le regalaron una lavadora y la embajada de Japón, un refrigerador, pero ninguno se puede usar.

Marta se acuerda de los electrodomésticos, muebles y ropa que perdió en el maremoto. Por meses ahorró para comprar su cama y su televisor. No pudieron llevarse nada cuando arrancaron esa noche. "Cuando llegamos la mañana después no había nada. Es difícil empezar de cero", dice.

Marta trabajaba recibiendo a turistas en unas cabañas. Ganaba mensualmente $ 50 mil, que ya no están. Pero a la que más extraña es a una vecina que falleció por el tsunami. En Pelluhue murieron 48 personas, de las cuales seis eran vecinos y el resto turistas. "Es triste saber que pudimos haber sido nosotros", dice Marta.

Catalina no se fija mucho en las penas. En el liceo de Pelluhue, donde cursa cuarto básico, almuerza todos los días. Pero como las salas quedaron inutilizables, debe subir hasta el cerro, donde se habilitó una escuela modular. Antes, tuvo clases en mediaguas.

Matemáticas es el ramo que menos le gusta. "Es que me sé hasta la tabla del 5", dice, mientras el profesor comienza la clase haciendo ejercicios con la tabla del 7. Hay otras asignaturas que le atraen más, pero a veces no tiene cómo hacer las tareas, porque la enciclopedia que le habían comprado sus padres se la llevó el mar. Para entretenerse, con su pequeña hermana les gusta ver películas en un DVD recargable. Pero las baterías duran poco más de una hora, y cuando se agotan, no les queda más que dormir.

A la hora en que los Alvear se van a dormir, en el campamento de Curanipe -cinco kilómetros al sur- los vecinos están empezando a ver películas en una pantalla gigante que el gobierno les regaló para ver el Mundial. Acá sí hay luz, tienen un baño por cada casa y se vive un ambiente de comunidad. Mientras los hombres hacen el fuego en la calle, las mujeres pelan papas y amasan sopaipillas para freírlas en un sartén comunitario. A la hora de comer, se reúnen en torno a la hoguera. Allí, se consuela a los deprimidos, se piensa cómo postular a casas definitivas y se comparte la comida.

Cuando termina la jornada, a veces vuelven los dolores. Puertas adentro, la pena se condensa y nacen malos sueños. "¿Sabe qué? Si hubiera sabido que mi casa se la iba a llevar el mar, me hubiera ido con ella", dice Olga Salgado (43), quien perdió todos sus enseres cuando una pared se cayó y dejó entrar la corriente. En los veranos trabajaba como asesora del hogar, pero su patrón, al tratar de escapar del tsunami, fue arrastrado por el oleaje en su auto y nunca más se supo de él. Ella perdió el trabajo y maldijo a la naturaleza: "El mar hizo la maldá y se fue".

Olga pidió trabajo en el municipio. Cada día la llevan junto a otras compañeras en un camión a un recinto donde acarrean madera u ordenan la ropa para los damnificados. Le pagan $ 69 mil al mes. Le duele el hombro por los palos que cargó hace unos días, pero dice que le gusta.

La mujer debe ayudar a su marido, Bernardino Suazo (43), quien retomó hace pocos meses su labor como pescador de merluza y jaibas. "Pero él no recibió ayuda, porque no estaba en el sindicato", señala su hija María Elisa (19), la única de la familia que llegó a la universidad. Estudia Trabajo Social en Chillán, pero es ahora, en su propia casa, donde está aprendiendo de subsidios, bonos y cesantía.

La familia comenzó a ampliar su mediagua. "Estamos bien, porque esto es algo propio", dice orgulloso Bernardino sobre el "comedor" que construyó, una pieza con piso de tierra, tablas por paredes y plumavit como aislante. Olga encontró la cubierta de su mesa en el río y rescató unas frazadas desde un árbol. Ha encontrado cosas que quizás pertenecieron a vecinos del propio campamento, "pero a estas alturas nadie se enoja", dice ella.

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