De Oaxaca a Mazunte

Surfistas, hippies, restoranes chic, mezcal, ruinas, tortugas marinas y un centro de arte diseñado por un arquitecto japonés escondido en medio de la nada. Todo eso se va encontrar en este recorrido hacia la costa mexicana de Oaxaca.




Te dicen: "Es como San Pedro de Atacama, pero con playa". Así llega Mazunte a tu ce-rebro desde hace años: como el paraíso perdido hippie. Te dicen que se puede alojar ahí mismo, en pequeñas posadas, y que lentamente la playa de la costa oaxaqueña se ha poblado de expátridas de la civilización, esos que colonizan las arenas poniendo restaurantes y hostales, viviendo vidas nuevas, sin reloj.

Mazunte se instala definitivamente en tu cerebro al leer Di su nombre, el aplaudido y devastador libro de Francisco "Paco" Goldman, el escritor que perdió a su joven esposa en el mar de esa playa cercana a San Agustinillo, Zipolite o Puerto Escondido. A pesar del horror y el dolor, Mazunte sigue siendo descrito en el papel como un paraíso.

Casi cuatro años después de leer la novela, tienes un pasaje comprado a Mazunte. Eso significa llegar al D.F. desde donde se puede volar directo a Puerto Escondido y seguir en un taxi por una hora o tomar un avión a la ciudad de Oaxaca para hacer una parada previa. Te dicen también que Oaxaca se debería llamar la hermosa, así que paras en Oaxaca, la capital del estado de mismo nombre que queda en la parte sur de México.

Fundada en 1529, su centro histórico está formado por una serie de calles, cada una más hermosa que la otra, fachadas contiguas de distintos colores, una plaza con Iglesia prominente de conquistadores españoles entusiastas, y el mercado. Hablemos del mercado de Oaxaca, llamado 20 de noviembre: hay chapulines y tlayudas para comer, hay patas de pollo que se asoman en mesones, hay interiores de animal colgando, hay un pasillo de los zapatos de cuero, que está al otro lado de de las blusas bordadas con flores de colores. Se puede comer, tomar y comprar, y no hay que olvidarse de llevar un frasco sal de gusano para acompañar el mezcal. Esta es la tierra de las mezcalerías, cada una con sus botellas del licor artesanal, que hoy experimenta un revival en México, tal como en Chile se está rescatando el pipeño. En Oaxaca pedir tequila es una vergüenza: aquí se pide mezcal, con sal y naranja. En todos lados y a todas horas.

Se puede comer en el mercado, pero también en alguno de los restaurantes de chefs mexicanos que quieren renovar la gastronomía del país, ofreciendo esas preparacio-nes indígenas ancentrales con vueltas novedosas que obtienen siete tenedores en las críticas. Casa Oaxa, por ejemplo, a un costado de esa preciosura que es el convento Santo Domingo -¡el techo, tallado, maravilla del mundo!-, y liderado por el chef Alejandro Ruiz, está entre los 50 mejores de Latinoamérica según la lista San Pellegrino. Reserve, siéntese en la terraza, disfrute el olor del tomate y el ají en el mortero que le traen a la mesa, y pida el pulpo. De nada. Además está La Olla, de la chef Pilar Cabrera, con sus tortillas hechas en el lugar, y un menú de almuerzo más asequible.

Oaxaca de Juárez está a los pies de Monte Albán. Hablemos de Monte Albán: ruinas zapotecas a diez kilómetros de la ciudad, que miran desde una cima todo el valle y que por lo mismo lo convirtieron por siglos en el epicentro de dominación de esta parte de México. Con varios templos alrededor de una explanada central, la mezcla de cielo, nubes e historia es intoxicante. Quizás no sea tan grande como Teotihuacán, menos turística que Chichenitzá, pero es infinitamente bello por su entorno natural.

Tras comer, tomar (mezcal) y bailar en Oaxaca - el Museo Textil también vale la pena y puedes ir a una fábrica de mezcal si es mucho el entusiasmo, además está el maravi-lloso Jardín Etnobotánico para visitar- estás listo para ir a conocer al menos parte de sus 600 kilómetros costa en el Océano Pacífico.

El Mar

Una alternativa es Puerto Escondido, un paraíso surf, ya desarrollado tras años y años de turismo. Si eres de tablas vas a gozar en Zicatela, la playa con la costanera central hiperturística con venta de bikinis y restaurantes -debes tomarte un helado en Kuhl, obligatorio- pero si no, la playa de Carrizalillo, escondida y calipso y calma, es un buen lugar para aprender o para bañarse, (no para comer, porque la comida deja mucho que desear). Puede que Puerto Escondido, en unos años, se haya convertido en una gran ciudad -lo es en extensión-, porque el pasado hippie se le ha ido borrando pero todavía se encuentra a algunos de los primeros colonizadores de la costa del surf, y a ese árbol conviene arrimarse: baila y toma algo en casa Babylon, puede que encuentres a uno que otro por ahí.

Una pausa: si quieres definitivamente olvidarte de lo hippie y entregarte al cinco es-trellismo, a cuarenta minutos está el Hotel Escondido, abierto hace casi dos años por el grupo Habita, los expertos del mundo boutique, y uno de esos lugares donde por estos días se casan las estrellas de México, buscando un bajo perfil muy chic. Cabañas con sábanas de miles de hilos y cojines de nube, cada una con piscina propia por si te aburres de la que está frente al mar y cocina de lujo. El hombre a cargo es Iñigo, un español tan alto como encantador, que da vueltas todo el día por el lugar junto a sus dos labradores. Dale mis saludos y pídele lo que necesites: y te aseguro que necesitas ir a Casa Wabi.

Hablemos de Casa Wabi: son los vecinos, en la mitad de la nada, del Hotel Escondido. Casa Wabi es una fundación, idea del pintor mexicano Bosco Sodi, una de las estrellas del arte en el país. La idea es que residan ahí seis artistas a la vez, y que creen proyec-tos en conjunto a la comunidad. Pueden postular y toda su estadía es gratuita. Deben dejar también una bitácora de su trabajo, lo que a veces es una obra y a veces es una caja con restos de pintura. Todo esto sucede en una casa diseñada por el arquitecto japonés Tadao Ando, ganador del premio Pritzker, que te va a desencajar la mandíbula de la impresión. Concreto, enormidad, ángulos, espacios enormes que guardan obras de arte que pocos visitan, y la palapa más grande que se pueda imaginar, una estructura de concreto con esos techos de palma seca, en la mitad de la playa y los árboles, en la mitad de la nada, imposible, insólita, fascinante.

Volviendo a la realidad y las hawaianas, a una hora y algo en taxi de distancia, estás en Mazunte, un pueblo con una calle principal, muchas palmeras y calor, que hace un par de décadas era casi inaccesible, luego se transformó en un epicentro de caza de tortugas y hoy en su santuario. Decir que se civilizó es llevarlo muy lejos, pero ahora hay turistas de todos lados, no sólo jóvenes con onda mexicanos. La Posada del arquitecto, a la orilla de la playa de mar calentito y calipso bajo el sol, ya no es el único hostal del lugar, pero sí uno de los primeros que instaló los techos de palapa, donde el aire entra por las ventanas sin vidrio y en las camas siempre hay un mosquitero. Poco a poco han ido llegando más restaurantes también: es una obligación comer una noche en La empanada, que se llama así no porque sirva empanadas sino porque ese era el nombre del primer perro de Rafa, el dueño, un surfista sabio como sensei. Siéntate a comer quesadillas y tomar unos mezcales con él, y pídele que jueguen billar en el segundo piso. Probablemente te humille porque es muy bueno, pero vale la pena. También come en La cuisine, un local escondido a pasos de la playa, donde un chef francés muy cool, casado con una mexicana hermosa, prepara todas las noches dos menús refinadísimos a precio de puesto callejero.

A un kilómetro de Mazunte, al otro lado de la colina y pasando uno de los dos centros de yoga locales, está San Agustinillo. Puedes pensar que es otra parte de Mazunte pero no lo vayas a decir en voz alta que se enojan. San Agustinillo -una calle, un local vegetariano, otro con pizzas, un almacén, un mexicano muy tostado llamado Efrén que te ayudará con cualquier paseo si le dices que te mandó Angie- es poblado aparte y una buena opción para dormir. Es incluso más tranquilo que Mazunte -donde a las dos de la mañana puedes ser la única alma viva caminando en la calle- y ahí están las cabañas Un sueño, un poco más elegantes que el modelo palapa y están encima del mar, casi tocando el agua, también con sus hamacas hermosas esperando para pasar el calor de la tarde, y con una cocina que parece de hotel cinco estrellas. Julian, un francés que llegó a los diez años a México, su dueño, está ahí todo el día.

Si eres chileno prepárate: todos te van a preguntar si conoces a Matías. No conoces a Matías, el compatriota residente en el lugar. Su descripción siempre es seguida de un: "Es un loco", con una sonrisa. Crees que es el que una noche caminando levantó una piedra por sobre su cabeza emitiendo un grito que te hizo saltar, pero no estás segura. Cosas de Mazunte.

En Mazunte y San Agustinillo hay internet, hay farmacia para comprar más factor solar 50 porque uno no es suficiente, pero a la vez, no hay nada más que el mar y el cielo y más mar. Haz un paseo en bote. Vas a ver delfines.

Y, claro, las tortugas. Hablemos de las tortugas, por favor. Hay un museo de la tortuga en Mazunte. Si tomas el bote, hay tortugas copulando en el agua, cosa que pueden ha-cer por más de un día. Pero si además tienes suerte y los dioses oaxaqueños intuyen que llevas esperando llegar a Mazunte por años, puedes que te toque estar el día que las tortugas golfinas llegan a desovar a la playa de Escobilla, a una media hora en taxi. Son 25 kilómetros de playa y una reserva natural muy a la mexicana, poco cuidada y poco reservada, pero a la que una vez al mes entre junio y diciembre, llegan cientos de golfinas a dejar sus huevos en la arena al mismo tiempo. Verlas es ser testigo de la fuerza de la naturaleza y sentirse parte de un documental de Discovery Channel. La tortuga nada hábil por el mar, y una vez en la arena se arrastra lentamente hacia un lugar seguro, donde hace un hoyo con sus patas traseras y comienza a depositar cerca de cien huevos. Cien. Luego los cubre con arena y vuelve al mar. El proceso entero to-ma unos veinte minutos, y de esos huevos, si sobreviven a los depredadores, los pe-rros excavadores, los pájaros comilones, puede que nazcan cuarenta días después unas pequeñas golfinas que lleguen de vuelta al mar. Solo una o dos, llegarán a la adultez.

Hay también más paseos para hacer en Mazunte o San Agustinillo, ya que la costa Oa-xaqueña está llena de pequeñas playas, cercanas unas de otra. La caminata a Punta Cometa es bonita, pero cuidado con las olas en las playas que la rodean. Un taxi o un camión los puede llevar a Zipolite, a media hora, el paraíso nudista de la zona. Quizás el lugar conoció tiempos más glamorososo, pero El Alquimista, en el último rincón de la playa, tiene un hotel, restaurante y spa que valen la pena.

Pero al final, estás en Mazunte por fin y puedes simplemente bañarte ahí, en Rinconci-to, la playa con un salvavidas que se ve poco salvador. Hay olas, sí, pero puedes estar ahí horas. Mazunte es un paraíso al que quizás no le quedan tantos años de paraíso, como pasó con Montañita en Ecuador, una vez que se volvió muy popular. Pero hoy, con ese sol y esa agua y esa comida y esos hippies que no usan reloj, es todavía mejor de lo que te lo imaginabas.T

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