Dos historias chilenas de vientre de alquiler

<P>Dos parejas dejaron atrás los impedimentos biológicos y legales para tener sus propios hijos. El camino implicó viajes a EE.UU., un contrato por muchos dólares y una mujer que se convierte en madre sustituta. Todo, a cambio de volver a Chile con un hijo en brazos.</P>




Esa mañana de febrero de 2010 era clave para las pretensiones de Sara y Diego (nombres cambiados). En una sala de la agencia Open Arms Consultants iban a conocer a Diana, una mujer que por teléfono les había causado una buena impresión y de la que manejaban su perfil completo: edad, estado civil, hijos, trabajo y vicios, de acuerdo con lo que decía una ficha. Pero había que dar más pasos hacia ella. Conocer su aspecto físico. Desentrañar sus hábitos. Hurgar más allá de lo que la vista pudiera cotejar. Después de todo, era candidata a arrendarles su vientre para que pudieran tener a su hijo.

Para conocer a Diana, Sara y Diego viajaron a Florida, Estados Unidos. Estaban convencidos de que no había otra opción para ser padres. Sara nació sin útero, donde se desarrolla el óvulo fecundado, y la única posibilidad de tener un hijo biológico de ambos era recurrir a un vientre de alquiler en el extranjero. Hacerlo en Chile era complicado. Casi imposible. La capacidad técnica está y las candidatas para ser madre sustitutas, también. Basta mirar los foros en internet: parejas que buscan, mujeres jóvenes y educadas que se ofrecen (ver recuadro). Pero el tope es legal. "La Ley de filiación chilena establece que madre es la mujer que da a luz. Entonces, en el momento del parto, por ley, la guagua es entregada a la madre sustituta. Además, en Chile no existe la adopción directa", explica Ricardo Pommer, director del Programa de Fertilización Asistida del Idimi.

Por eso, Sara y Diego sacaron pasajes hasta la ciudad donde vivía Diana, dispuestos a pagar una buena suma por volver a Chile con un hijo suyo en los brazos. ¿Cuánto? Entre US$ 50 mil y US$ 120 mil (casi 60 millones de pesos), según distintas agencias. Es lo que han pagado algunas parejas chilenas que buscan madres sustitutas y que optan, principalmente, por Estados Unidos. La Tercera rastreó en 52 agencias, 29 clínicas de fertilidad y 25 estudios jurídicos de ese país. Al menos cinco agencias confirmaron haber atendido a una o más parejas chilenas en el último tiempo. De hecho, la mayoría de las agencias tienen a alguien que habla español por el requerimiento de países sudamericanos. Las cifras que maneja el bufete californiano Vorzimer Masserman entregan un panorama más amplio aún: "A la fecha he asesorado legalmente a 18 matrimonios provenientes de Chile. La mayoría ha elegido la subrogación gestacional (óvulos y espermatozoides son de la pareja, la madre sustituta sólo aporta su útero). Las parejas chilenas prefieren estar relacionadas genéticamente con su hijo", dice a La Tercera Andrew Vorzimer, especialista en leyes de reproducción. ¿Quiénes viajan buscando esta alternativa? Profesionales que están en pareja, mujeres que acarrean problemas de infertilidad y que cuentan con recursos para acceder a una madre sustituta.

En Estados Unidos, de hecho, no se utiliza el término "vientre de alquiler" por su connotación comercial; en cambio, al concepto de madre sustituta le entregan el sentido de generosidad que hay detrás.

Diana (31) no acudió sola a la cita con la pareja chilena. Fue acompañada de Rick, su marido desde hace 13 años. La mujer se sentía en desventaja: Sara y Diego conocían hasta el mínimo detalle de su vida a través de la agencia. Ella sabía que venían de un país que, como le enseñaron en el colegio, quedaba al sur del mundo y tenía desiertos, y tenía además algunos datos entregados en la primera conversación telefónica. El apoyo de Rick era importante para ella porque, en un principio, no estaba de acuerdo con la decisión de su mujer. Diana, madre de dos hijas y proveniente de una familia de 15 hermanos, había sido testigo de la frustración de amigas cercanas que no podían ser madres y, convencida que podía ayudar, decidió ofrecerse como madre sustituta. Para hacerlo, recurrió a Open Arms Consultants, una de las agencias más importantes de Florida que se dedican a reunir a parejas que no pueden tener hijos con mujeres que "ofrecen" su útero. También había de por medio una mirada "realista", dice: la plata podía facilitar que sus hijas fueran a la universidad. Todo, a cambio de una buena suma: reciben entre US$ 18 mil y US$ 35 mil.

Pero ni eso convenció a Rick, que dudaba si su mujer estaba preparada para entregar una guagua que llevaría en su vientre. "El no estaba seguro si tendría la conciencia suficiente de llevar un bebé por nueve meses dentro de mí para otra persona", dice Diana a La Tercera. Ella le explicó que sólo sería "el horno", que ni siquiera pondría sus óvulos. Le dijo que, biológicamente, el hijo sería de la pareja chilena. Finalmente, Rick lo aceptó.

La reunión tuvo un comienzo coloquial: los chilenos comentaron las horas de vuelo y de boca de Diana conocieron cómo era la ciudad. Como manejaba mejor el idioma, Diego dio por terminada la introducción y apuntó a las preguntas que le importaban. Quería conocer la rutina completa de Diana. Saber cómo lo haría durante el embarazo para equilibrar la vida de la casa, la crianza de sus hijas, el trabajo y las visitas al doctor. No querían que a mitad de camino se sintiera sobrepasada. También le preguntó si fumaba, si había consumido drogas y si tomaba alcohol, pese a que las agencias ponen como requisito a las postulantes a arrendar su vientre que no lo hagan, y se aseguran de que sea así mediante exámenes médicos y test antidrogas.

Al final de la cita, Diana dejó la decisión en manos de la pareja: ellos debían responder si seguirían adelante con ella o no. Esa misma tarde recibió un correo donde leyó que era la elegida. Sara y Diego nunca lo supieron, pero Diana también los eligió a ellos: la pareja chilena era una de las tres opciones que tuvo la mujer para llevar un hijo en su vientre.

La pareja chilena regresó tres veces a Florida: la primera, para realizar el tratamiento de fertilización asistida; la segunda para asistir al ultrasonido, donde se enteró que su hijo sería varón, y la tercera para el nacimiento. Cuando se confirmó que Diana estaba embarazada, los contactos a más de seis mil kilómetros de distancia se hicieron frecuentes: al menos dos veces por semana y casi siempre por correo. Luego, comenzaron a usar Skype para ver cómo crecía la panza y, en una de esas, ver a la distancia cómo pateaba su hijo. Sara quería estar al tanto de todos los detalles.

La distancia acrecentaba las dudas que cualquier madre tendría: ¿Se estará cuidando bien? ¿Habrá fumado? ¿Tomará alcohol? "Los padres se ponen muy nerviosos porque es difícil que el hijo crezca lejos de ellos. Por ejemplo, Sara y Diego especificaron en el contrato que en cualquier momento le podían pedir a Diana un examen de consumo de drogas o nicotina. Ellos estaban muy preocupados de los hábitos de la madre sustituta", dice a La Tercera Souad Dreyfus, directora de la agencia Open Arms Consultants. Algunos padres han llegado incluso a exigir que la madre sustituta ingiera sólo cierto tipo de alimentos o que use un champú específico, agrega.

La agencia también cooperaba con los padres chilenos y les enviaba los videos de las ecografías. Y Diana sumó otra idea: que grabaran un CD con sus voces para que la guagua se familiarizara con sus padres. Para ella, el control de Sara no traspasó límites. "Ellos también entendían que yo tenía mi trabajo, mis hijas, una familia. Mi propia vida", asegura la mujer.

En los casos de madres sustitutas, todos los resguardos de la pareja quedan redactados en un contrato. ¿Cuándo se firma? Después de los chequeos médicos y antes que comenzar el tratamiento de fertilización asistida. En general, en los papeles se lee que los padres se comprometen a retribuir económicamente a la madre sustituta con un monto específico y se explicita que ella no tiene interés en criar a ese hijo, que sólo es madre sustituta y que es la pareja la que está interesada en ser padres legales de ese niño. Incluso, se especifica si son hijos genéticos de ellos. Ese contrato permite que la partida de nacimiento lleve el nombre de los padres, es decir, es el pasaporte para regresar al país de origen con un hijo en los brazos. "Hasta ahora han sido muy pocos los casos de madres sustitutas que se arrepienten. Según los datos, ha habido 40 mil casos desde 1979 y sólo 33 mujeres se han arrepentido y han intentado no cumplir con ese contrato", dice Vorzimer, abogado del estudio Vorzimer Masserman, en California.

Diana no fue una de ellas y sólo esperaba el 21 de diciembre para, al fin, tener a ese hijo y entregarlo a sus padres.

En silencio

Marcela y Luis (nombres también cambiados) no vivieron la angustia de saber que su hijo crecía en otra mujer a más de seis mil kilómetros. Su trabajo les permitió instalarse en Miami y así siguieron de cerca la gestación de su hija en la panza de Jenn (nombre cambiado), la mujer que eligieron para que fuera madre sustituta. Para Marcela (33), ser madre era un objetivo que se truncó cuando tenía 18 años. A esa edad, supo que sufría del Síndrome de Rokitansky, una malformación congénita más bien desconocida, que impide tener hijos y que en Chile padecen una de cada 10 mil mujeres. Pero su instinto materno se rebeló contra esa realidad. Decidió que haría lo que fuera por conseguir un hijo biológico, que tuviera su color de pelo, que tuviera una personalidad similar, que llevara los genes de ella y su marido.

Estar en Miami le permitió vivir de cerca el embarazo de Jenn y no dar explicaciones a nadie. A las mujeres que tienen esta malformación y que optan por este procedimiento, les complica el dilema ético que impone la sociedad en un tema como este. "Para cualquier pareja chilena que quiera hacer esto sería súper bueno hacerlo en Estados Unidos porque se evitan millones de preguntas. Allá a nadie le importa lo que hagas. Distinto es en Chile porque acá se ve a las madres sustitutas como algo más superficial, como una moda de famosos. Para mí, esta era mi única opción de ser madre", explica Marcela, quien accedió a conversar con La Tercera pese a que el tema es delicado para su familia. "Generalmente, la mujer chilena con este síndrome que tuvo una madre sustituta no cuenta que lo padece ni cómo tuvo a su guagua. Solo saben los amigos más cercanos y sus familiares. Muchas prefieren decir que ese hijo que es biológicamente de ellos es adoptado. Así evitan dar explicaciones sobre su síndrome y el proceso al que se sometieron", cuenta Andrea González-Villablanca, creadora de la organización Ninfas de Rokitansky, que ayuda a las mujeres que padecen este problema. Es más, algunas incluso responden que estuvieron fuera del país y su hijo nació en el extranjero. Ni siquiera hablan de adopción.

Recién cuando conoció a Andrea, Marcela se enteró de la posibilidad de que una madre sustituta la convirtiera en mamá. Los doctores que le entregaron el diagnóstico no le comentaron la existencia de esta opción. En realidad, pocos médicos lo hacen en Chile, a pesar de que alquilar un vientre es algo que se ha dado en el país, especialmente cuando hay una relación de confianza con los médicos y un ambiente discreto que aísla a las mujeres o parejas de la discusión valórica que acarrea esta realidad tan común en países como Estados Unidos, que en ciertos estados, lo permite por ley. En otros, como España, la legislación derechamente lo prohíbe.

Marcela vivió el embarazo con mucha ansiedad. Demasiada. De hecho, un sicólogo tenía como tarea que el proceso no le afectara tanto sus estados de ánimo. "Por momentos pensaba que llevaba el embarazo dentro mío, pero como estuve bien acompañada por mis más cercanos y mi pareja viví todo de una forma súper saludable. La misma relación con Jenn me ayudó mucho porque viví el embarazo en un ambiente alegre e íntimo", cuenta Marcela. "Para estas parejas el proceso es muy largo y emocionalmente muy desgastante. Tienen que tener una personalidad que, en cierta manera, les permita sobrellevar esta idea de que el hijo de ellos es llevado en el útero de otra mujer. Yo digo que necesitan apoyo entre ellos y de los demás, pero las parejas de Sudamérica no quieren contar mucho este proceso, excepto a su entorno más cercano. Ciertas mujeres sienten que son menos mujeres por tener que hacer esto y tienen miedo a que las señalen", explica a La Tercera el doctor Fernando Akerman, especialista en infertilidad y director del Fertility and IVF Center de Miami.

Marcela y Luis tuvieron suerte: como no tenían que tomar un avión para ir a ver nacer a su hijo, alcanzaron a llegar, porque el parto se había adelantado en dos semanas y la pareja sólo debió cruzar rápidamente las calles de Miami hasta la clínica. Cuando llegaron, Jenn estaba en trabajo de parto.

En la sala de espera de la clínica, Marcela recordó que tres años antes esta escena no figuraba en sus planes. Repasó la conversación con Andrea, la noche cuando le planteó a Luis la posibilidad de buscar una mujer para que gestara su hijo y el momento en que los dos llegaron a la convicción de que lo harían. Recordó las consultas en las agencias, las clínicas y abogados. También las noches de preocupación porque sus óvulos no eran de buena calidad para que la fertilización tuviera éxito. En eso estaba cuando apareció un doctor con su hija en los brazos. "Cuando crezca le contaremos todo lo que sea necesario para que ella sepa de dónde viene, todo lo que tuvimos que pasar como padres para tenerla, pero solo a ella. No estamos dispuestos a contestar preguntas sobre si es hija adoptada o biológica. Cada quien forma su familia de la forma que pueda y nuestra opción es tan respetable como las otras", comenta.

Cerrar el vínculo

Ese 21 de diciembre, Diana se alistaba para la cesárea. Sara y Diego pudieron entrar a la sala de parto porque en EE.UU. está permitido para los padres que arriendan un vientre. En un intento por ver lo que pasaba, a veces se empinaban por encima de la sábana que cubría a Diana. Pero la cabeza no se asomaba aún. Hasta que un momento de silencio fue interrumpido por el llanto. Era su hijo. Diego cortó el cordón umbilical que unía a su hijo con Diana y se lo llevó a Sara. Diana, mientras, preguntaba si todo estaba bien. "Yo estaba cansada, pero feliz por verlos a ellos con el niño en brazos", cuenta.

Mientras Diana estaba en la sala de recuperación, un abogado verificaba si Sara, Diego y la guagua tenían el mismo código en el brazalete de identificación. Más tarde, se despidieron de Diana y le pasaron a su hijo. "Fue importante haberlo sostenido porque me ayudó a tener una especie de cierre de esta historia", cuenta ella. Luego de eso, la pareja salió del hospital con su guagua. Los tres tenían el mismo código en el brazalete.

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