Doscientos años de odio

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Bernardo O'Higgins y José Miguel Carrera volverán a verse las caras próximamente, cuando el gobierno junte las estatuas de ambos en la Plaza de la Ciudadanía. Enfrentarán así el Bicentenario el próximo mes: unidos como los viejos camaradas que nunca fueron. Nos dicen desde el gobierno y los respectivos instituto y centro de estudios: debemos aplaudir esto, porque, al fin y al cabo, ellos lucharon por lo mismo, por la patria.

Este emplazamiento de estatuas no tiene nada de novedoso: es la vieja pretensión de manipular la historia para suavizarla, para hacerla menos "agresiva" de lo que en realidad fue, más digerible para una ciudadanía supuestamente proclive a finales felices. La idea de la "reconciliación", que corresponde a los años 80, 90  y parte de los 2000, ha alcanzado ahora el sangriento y salvaje período fundacional que nos parió como Estado-Nación, y lo ha hecho con su ensoñador manto de mentiras piadosas, porque esas estatuas juntas cuentan una historia que no fue. En esta simbólica y pálida versión de nuestros primeros años como república, los forjadores de la Independencia no sólo fueron héroes militares, preclaros hombres de Estado, filósofos políticos de altísimo vuelo -que es más o menos el relato mítico que ha funcionado hasta ahora-, sino que, además formaron parte de un proyecto sistemático, organizado y de gran respeto por las ideas de uno y de otro.

Pero no fue así: se odiaron a muerte.

Si bien convivieron con algún respeto al comienzo de la guerra de Independencia, en la medida en que O'Higgins se alió con los grupos de poder antagónicos a Carrera, la relación reventó. Hubo una batalla entre ambos, Tres Acequias, en agosto de 1814 (enfrentamiento del cual, por supuesto, se habla poquísimo).
Se culparon mutuamente de la derrota en Rancagua y de haberse robado los fondos del gobierno antes de huir a Mendoza. En esa ciudad, Carrera se opuso a José de San Martín, mientras O'Higgins se convirtió en su gran interlocutor chileno. A la postre, San Martín y la Logia Lautarina -O'Higgins pertenecía a ella- fueron la gran fuente de poder político y militar en Chile, cosa que Carrera detestó. El fusilamiento de sus hermanos en Mendoza, en abril de 1818, determinó que José Miguel Carrera amenazara con el exterminio físico de O'Higgins y de San Martín. Para eso entendió que tenía que combatir el poder en Buenos Aires, que era el sostén de San Martín, de modo que participó en las luchas intestinas del otro lado de la cordillera. Terminó aliado de los indios del sur argentino, asaltando pueblos y haciendas para financiar una montonera. Tenía la esperanza de pasar a Chile, levantar un ejército, tomar el poder y terminar con la vida de sus enemigos. No ocurrió. Los mendocinos lo fusilaron en 1821.

Y O'Higgins no movió un dedo por evitarlo.

¿Por qué se odiaron? Se ha intentado encontrar sofisticadas explicaciones en sus ideas políticas, en sus visiones del mundo, en sus personalidades. A mí me gusta una cita de Dostoievsky para explicar este encono y cualquiera, y que me parece válida para ambos: "La serpiente negra de la vanidad herida había roído su corazón toda la noche".

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