Dr. House, Hugh Laurie y viceversa

<P>Nada se dejó al azar en el escenario que la noche del martes recibió en Santiago a Hugh Laurie. Más que a un cantante de blues, lo que vimos fue esto: la ficción de un actor que intenta liberarse de una piel que lo atrapa, la piel de su personaje famoso, la piel del Dr. House. </P>




1.

El aire está helado, puede que se desate un temporal allá afuera. Adentro, a nadie le importa. Los guardias cuidan que nadie se acerque demasiado: no es un museo, pero la gente se pasea por el escenario del Movistar Arena como si lo fuese. Sacan fotos, comentan, tratan de atrapar cada fragmento del decorado, cada detalle del montaje. Hugh Laurie va a subir a tocar ahí en unos minutos y, ahora, los iPhones y cámaras registran la colección de guitarras y banjos ordenados con cuidado, la batería solitaria, el calor falso del telón verde que hace de muro ahí atrás, el micrófono decorado con flecos de fieltro; y el piano de cola negro, donde hay varias banderas pequeñas (Canadá, Estados Unidos, Inglaterra y Chile). Entre los instrumentos, las lámparas antiguas que están sobre el piso evocan la sensación de estar en un lugar del pasado (¿un club de jazz?, ¿un prostíbulo del Mississippi?, ¿un saloon sacado de una novela?).

Y bajo esa luz que aplana todo, esto es lo más cerca que los fans estarán de Laurie, que ha sido -en sus dos días en Chile- más que esquivo con ellos. Cuentan, por ejemplo, cómo lo esperaron afuera del Ritz Carlton y no apareció (sí los músicos y la mujer de Laurie), o cómo un hombre estuvo 10 horas en el aeropuerto y sólo consiguió que Laurie pasara de largo; o cómo esperan celebrarle su cumpleaños; cómo atesoran todas las temporadas de la serie en DVD; cómo llevan en la mochila Let them talk (el disco que viene a promocionar) o la novela que escribió alguna vez (The gun seller) para que se los firme; o cómo lloraron cuando terminó la serie; cómo van a tratar que esta noche sea mágica, sea especial; cómo van a lograr que Laurie los mire, a ellas y a ellos, como si no existiera nada más en el mundo.

Ah: Hugh Laurie fue, ya no es y quizás siempre será (por confuso que eso suene) el actor que interpretó al doctor Gregory House.

En un momento, minutos antes del show, los miembros del club de fans se sacan una foto todos juntos. Los parlantes disparan arias de óperas. El escenario vacío es una promesa del encuentro entre ellos mismos y su propia devoción. Hay algo ahí que atrae a la gente, la cercanía con alguna clase de misterio. El misterio de Laurie, quizás, el misterio de alguien que no es cantante, pero sí una celebridad. El de un actor inglés de comedia que se hizo famoso interpretando al neurótico y entrañable House en la serie del mismo nombre y que, en los momentos exactos en que el programa estaba en las últimas, lanzó un disco de versiones de viejos blues y canciones negras norteamericanas.

Que el tal Gregory House sea un personaje de ficción no parece importarle a nadie por acá.

2.

-¿Qué estaba mal con House?- dice la voz de Salvador Delgado.

Delgado abre el show. Delgado no está ahí: es la voz que doblaba a Laurie en español. Con él, Laurie hace un poco de mímica y deja que su voz lo interpele desde un más allá impreciso. Laurie no responde. O quizás el concierto es su respuesta. La gente se ríe, Delgado habla por ellos. Porque no sabemos quién es Hugh Laurie. O quizás sí. Pero la respuesta es evasiva, frustrante. Como actor, Laurie fue tan exitoso que terminó borrando cualquier posibilidad de interpretar a otro personaje que no fuera House. Antes, su trabajo más destacado fue hacer de padre del ratoncito Stuart Little. Por eso, House terminó por definirlo. Por lo mismo, ¿cuál es el acento de Laurie?, ¿desde dónde habla?, ¿el de Eton, que es donde estudió y que, como con Cyrill Connolly George Orwell, terminó definiendo su relación con el mundo?, ¿El del sonido doloroso y abismal del blues que interpreta hoy? ¿El del personaje que lo definió para siempre?

No lo sabemos. Sólo sabemos que aquello -fijar algo parecido a una identidad que reemplace la del personaje- le interesa. No hay nada al azar acá. Laurie quiere borrar todo rastro de House en escena. Para eso, construye una máscara de sí mismo, calcula cada movimiento. En cierta medida el show trabaja ese relato, que tiene algo de candor: la aventura de un inglés de Oxford metiéndose en la tradición negra y buscando en ella un lugar que termine por definirlo. Como le dijo alguna vez Bono sobre Frank Sinatra: las canciones son su casa. Un hogar. No hay nada nuevo ahí. Los mejores momentos de la biografía de Keith Richards hablan de lo mismo, de alguien que se interna en el pantano del blues y sale transfigurado, descubriéndose a sí mismo en las canciones de los otros. Por eso, quizás, el disco se llama como se llama: Déjenlos a hablar a ellos. Por eso, Hugh Laurie presenta cuidadosamente cada canción, cuenta su historia, despliega esos apuntes antes de lanzarse sobre el piano. Por eso, la manera que tiene de tocar el piano no es trágica sino feliz, como si él y su banda no le concedieran espacio alguno al drama sino más bien a la sensación de que asistimos a una lección de historia, a una pedagogía de la tradición.

Lo que vemos es esto: la ficción de un actor que se libera de una piel que lo atrapa. Por eso, finalmente, el espectador queda con la sensación de que, antes que un recital, el show de Laurie es una especie de obra de teatro, un show sobre un hombre que se inventa una biografía falsa por medio del blues. De este modo, el verdadero show no tiene que ver con las canciones, sino como Laurie las escenifica. En ese sentido, la música es una excusa para exponer los gestos que el público adora. Laurie lo sabe. Esto explica la precisión del show: la banda que funciona como un reloj, su vestimenta de bluesman con una flor roja en el bolsillo, el modo en que él se saca el sombrero y lo lanza sobre un perchero y falla, la comodidad con la que avanza sobre el escenario desde el micrófono al piano sin demasiado aspaviento.

Mientras, los fans le gritan "Gregory", y algunos levantan bastones en su homenaje. "Te amo", le repiten en inglés, una y otra vez. Permanecen sentados, respetuosos. Gregory House no está ahí, no estará allí nunca. Las últimas imágenes que vimos de él lo mostraban en una casa en llamas y, luego, en una carretera rumbo al futuro. Este show es quizás eso, algo que se mueve entre los dos lugares, mientras Laurie baila un poco o habla de su devoción por la música negra y cuenta la biografía de cantantes olvidados.

Por eso los mejores momentos del show son aquellos cuando la máscara se quiebra y aparece algo parecido a un rostro. Cuando la luz de los celulares de la gente que está fotografiando o grabando se convierte en una forma de calor. Cuando un hombre solo aplaude de pie. Cuando, antes de que todo parta, le cantan "Cumpleaños feliz" -ha cumplido 53 años el día anterior- y él saluda de modo rápido y pudoroso. Cuando la cara se le desfigura haciendo un bailecito de tugurio como si fuera uno de esos actores negros de la década del 20 que tenían la cara pintada de blanco. Cuando la voz se le resquebraja en alguna canción que apenas controla, porque el peso de lo que está cantando está a punto de ahogarlo, de poner en evidencia la fragilidad de lo que hace. Cuando canta Battle of Jericho. Cuando se encorva sobre el piano, cuando le tira chistes al resto de la banda, cuando, luego de escuchar por enésima vez, "I love you, Hugh!", dice en inglés:

-El amor es un camino peligroso.

Todo esto se acrecienta en la mitad del show, en el momento en que Laurie deja de tocar y saca una bandeja con pequeños vasos de whisky que les sirve a los músicos. El gesto es delicado. Hay una gentileza inesperada acá, como si les agradeciera estar con él. Todos se detienen y beben en silencio. Cada uno tiene sus razones para celebrar. Laurie se apoya en el piano y hace de ese gesto una especie de rito comunitario, como si aquella pausa fuera un lazo que lo une con sus músicos. Ahí se produce algo parecido a un milagro. El escenario se ve más pequeño de lo que es, la intimidad deja de ser forzada. Laurie es más interesante en esos silencios que cuando presenta cada canción. Ahí se cae, por segundos, la máscara. El público graba aquello con cuidado tratando de conservar el momento, tratando de que nos les tiemble la mano.

3.

El show comienza a acabar. Afuera empieza a llover en serio. Un aire frío se cuela en el Arena. Ahora mismo, viendo a Laurie, es imposible no pensar en el final de una de las temporadas de Dr. House, cuando el médico despide a sus ayudantes. Aquella fue una de las primeras crisis importantes en el peculiar universo narrativo de la serie. A partir de ahí, en la ficción, todo será un proceso de demolición y aprendizaje continuo para el protagonista. Pero lo importante no es eso. En los minutos finales de ese capítulo House cambia su guitarra vieja por una nueva. La cámara muestra al héroe abandonando lo viejo y celebrando lo nuevo.

La sonrisa no es de House, es de Laurie.

Como ahora, cuando termina el show, antes del bis, la gente se levanta de sus asientos y se acerca a él. Es el único minuto en que lo harán. Los fans están felices. Laurie y la banda tocan Green, green, rocky road. Las luces dejan de iluminarlo y ahora se prenden sobre el público. Una clase de intimidad desaparece y se crea otra. La gente aplaude de pie y dispara los flash de las cámaras. Luego la canción termina y Laurie y los suyos fingen irse, para luego volver y finiquitar el show. Pero da lo mismo. La magia ha pasado. Los guardias devuelven a los fans a sus asientos. Laurie y los suyos tocan dos canciones más y se acabó. Todo es un trámite.

Seguimos sin saber quién es Laurie, de dónde viene su acento.

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