El 2207 de la Av. Seymour
<P>A un mes de que aparecieran en Cleveland las tres jóvenes que estuvieron más de una década secuestradas por Ariel Castro, recorrimos el barrio donde los hechos ocurrieron. Los vecinos no se ponen de acuerdo. Por fuera de la casa de Castro, en Avenida Seymour 2207, y en todo el vecindario aún hay algo que eriza la piel. </P>
Desde la distante, sofisticada y cosmopolita Costa Este de Estados Unidos, a la ciudad industrial de Cleveland, Ohio, se le percibe como un agujero más o menos infecto, un lugar sin atractivos en el que reinan la miseria, la violencia y la incultura. Dentro de Cleveland mismo, al vecindario de Tremont, que es donde Ariel Castro mantuvo secuestradas a tres muchachas por más de 10 años, se le considera un mal barrio. La caminata desde el centro hasta el número 2207 de la Avenida Seymour, dirección de la casa de los horrores, toma casi una hora. Durante el trayecto se cruzan un río por un puente levadizo y un par de autopistas por pasos sobre nivel desiertos, hasta que de súbito uno penetra en una zona diferente.
Cuando se acaban las flores, los pastos bien cuidados y las veredas aseadas, aparecen sobre el pavimento objetos o rastrojos que vendrán a ser distintivos del tramo que queda por delante: prendas de ropa abandonadas, sobres de champú usados, vidrio molido, la ocasional petaca de ron vacía e innumerables latas de cerveza aplastadas. Cierto despojo, no obstante, resulta particularmente llamativo e intranquilizador: un largo mechón de pelo negro femenino enrollado por el viento frente a un portal.
La casa de Ariel Castro está rodeada de iglesias. Donde hay necesidad, se sabe, siempre aparece Dios. A dos cuadras hacia el este de lo que fue la fortaleza del secuestrador (Michelle Knight permaneció 11 años allí dentro; Amanda Berry, 10; Gina DeJesus, 9), se erige un centro comunitario que a la vez funciona como iglesia luterana, el Redeemer Crisis Center. La directora es Diane Zellmer. Al principio desconfía, pero luego accede a conversar un rato.
Ella trabaja ahí desde 1980 y asegura que la gente del barrio está contenta de vivir en un ambiente multicultural, donde cohabitan hispanos, negros y blancos. Según dice, nadie ve con malos ojos a los latinos ahora que se sabe que los horrendos crímenes de la Avenida Seymour fueron cometidos por uno de ellos. "Lo que verdaderamente nos preocupa es el bienestar de esas tres muchachas y de la niña que nació durante los años de cautiverio". Dentro de la comunidad hispana, señala Diane, la gran mayoría es de origen puertorriqueño, como Ariel Castro. "Pero también hay una buena cantidad de chilenos, cubanos y brasileños". En su opinión, el vecindario ha ido mejorando desde los años 80, época en que había mucho más desempleo y pobreza. En cuanto al rol de la policía en el caso de las chicas secuestradas, Zellmer sostiene que ha sido impecable. "Ésta es un área urbana como cualquier otra", agrega, lo cual contradice el juicio del taxista montenegrino que me conducirá al día siguiente al mismo lugar: "Este es, definitivamente, un mal barrio para vivir". Nick, el taxista, lleva 25 años en Cleveland.
Es natural, incluso sensato, que los agentes de Dios tiendan a juzgar con optimismo el entorno que han elegido para servirlo a El. Pero Cuchi, una puertorriqueña locuaz que trabaja como cajera en un minimarket a dos cuadras de la casa del horror, ahora hacia el norte, no tiene las mismas restricciones celestiales: "Lo que yo puedo decirte es que la policía nunca hizo nada por esas chicas. Como aquí no hay drogas, la policía no tiene interés en el barrio, puesto que no pueden participar de las ganancias asociadas al narcotráfico. A los uniformados jamás les interesó el destino de esas muchachas. Imagínate, ¡perdidas por 10 años!".
Tremont es un barrio de mediados del siglo XIX que, sin duda, vivió tiempos mejores. Pero a partir de la década del 60, junto al desplome de la industria acerera de Cleveland, ha ido decayendo. La mayoría de las casas son de madera -la de Ariel Castro data de 1891-, y es frecuente ver viviendas derruidas o lotes vacíos entre una y otra. Sin embargo, inesperadamente surgen algunas joyas de conservación y buen gusto.
En Tremont habitan cerca de nueve mil personas. La gente es pobre y la mayoría de los comercios abiertos -suelen verse tiendas clausuradas- son cadenas de comida rápida. No es el caso del restorán El Taíno, ubicado a una cuadra de la morada de Castro. El lugar lleva 19 años en la misma esquina y sirve comida puertorriqueña. Yeni, la mesera, comenta que con frecuencia los hermanos del sicópata de la Avenida Seymour iban al lugar. "Ellos son muy buena gente. Tipos alegres. El que nunca vino fue el delincuente aquel".
En las mañanas es poca la gente que deambula por las calles de Tremont, tal vez porque en esta época hace calor desde temprano. Aparte de los vagabundos (hay de todo: afroamericanos, latinos y blancos), las veredas están más bien desiertas. El primer día que recorro el vecindario veo la misma escena dos veces en un lapso de cuatro horas: parejas que discuten a viva voz en la calle; en la segunda ocasión, la mujer no sólo increpa al hombre, sino que también lo golpea con insistencia histérica. El varón se deja cachetear con estoicismo.
Al ser un barrio antiguo, Tremont tiene árboles grandes y, en un primer momento, podría decirse que es un vecindario bastante verde. No obstante, al buscar un asiento a la sombra, uno comprende que el diseño urbano no contempla amabilidades con el peatón acalorado. Tras dos horas de caminata, el único banco que encuentro está al sol, flanqueado por tres bolsas de basura. Aunque no es frecuente, de tanto en tanto se ven comercios de emprendimiento familiar. En la misma Avenida Seymour, a cuatro cuadras de la casa de las infamias, la vivienda de una familia funciona a la vez como salón de belleza para afroamericanas.
Con frecuencia se ven banderas puertorriqueñas en las casas de Tremont. Es el orgullo boricua, un signo de identidad. Aunque aquí uno no se siente un forastero por la ropa que vistes o el acento que te distingue. En Tremont eres forastero si no luces algún tatuaje penitenciario en la cara, las manos o las piernas.
En las tardes, a partir de las seis, el barrio cobra mayor vida. Se ven niños en bicicleta, pandillas de jóvenes y ancianos dispuestos a una caminata. La gente sale a sus jardines y ubican sillas en las veredas para charlar con los vecinos (la locuacidad de los puertorriqueños es proverbial). Además, las casas están a muy poca distancia unas de otras, lo cual favorece la convivencia. Es por ello que cuesta entender cómo nadie se dio cuenta antes de lo que sucedía al interior del número 2207 de la Avenida Seymour.
A esa casa, mucho antes de que la policía descubriese que Ariel Castro, 52 años, raptó por casi una década a las tres jóvenes liberadas a principios de mayo, iban algunos familiares de su ex mujer, que se referían al lugar como "la casa prisión". Las ventanas estaban tapiadas con planchas de cholguán y Castro jamás los dejaba salir de la cocina. Entre el mobiliario figuraba un aterrador maniquí, al que Castro vestía como mujer para asustar a sus sobrinos.
Ariel Castro violaba con frecuencia a sus captivas. Su favorita, por así llamarla, era Amanda Berry: hace seis años, la mujer dio a luz una hija del sicópata. Según testimonios recientes, de vez en cuando, al tipo se le veía caminar de la mano con una niñita por el vecindario.
Consta que la policía concurrió un par de veces al número 2207 de la Avenida Seymour. La primera fue en 2004, luego de que Castro, entonces chofer de un bus escolar, dejase abandonada al interior de éste a una de sus pasajeras. La niña declaró que el chofer le dijo "tírate al suelo, perra", tras lo cual el conductor se bajó a almorzar en un local de hamburguesas Wendy's. Al regresar, realizó un recorrido más largo que el habitual antes de conducirla al hogar de acogida donde la pequeña residía. Después de comprobar que no había existido agresión sexual, la policía no levantó cargos contra Castro. En 2009, los uniformados volvieron a tocar la puerta del depravado, aunque en sus registros no figura el motivo de la visita.
En los últimos dos años, relataron vecinos a la prensa, la policía fue requerida un par de ocasiones más debido a actividades sospechosas en el número 2207 de la Avenida Seymour. Elsie Cintron los llamó luego de ver la cara de un niño en la ventana del ático y de oír golpes secos al interior de la casa. Los oficiales concurrieron, afirmó ella, pero se fueron luego de que nadie abriera la puerta. La segunda ocasión se dio cuando un grupo de ancianas hacía ejercicios por la zona. Al pasar frente al hogar del secuestrador vieron una escena inquietante en el patio trasero: una mujer desnuda, en cuatro patas, con un collar de perro en el cuello. La policía de Cleveland asegura no tener registros de estas llamadas.
Hoy, la casa permanece bajo observación las 24 horas y está cercada por una valla de alambre. Hay un auto policial detenido al frente y otro en la calle trasera de la vivienda. Cuando me acerco a hablar con el oficial de turno, él se niega a responder y anota en mi libreta los números a los que debo remitirme para cualquier pregunta.
Tras un par de días recorriendo el barrio bajo un sol africano, procedo a llamar. La operadora, paciente ante mi extendida introducción, me comunica con otra persona. Así sucede en tres ocasiones consecutivas hasta que, para mi sorpresa, termino hablándole al mismísimo comandante de la policía de Cleveland. Pido entrevistar a alguno de los oficiales involucrados en el rescate de las muchachas. El tipo, con voz severa, me responde que nadie en su departamento está autorizado para referirse al caso. Las autoridades policiales de Cleveland están en guardia, y razones para ello les sobran: no se equivoca Cuchi, la locuaz mujer del minimarket, al sostener que el rol de los uniformados en este caso dejó mucho que desear.
Hoy se sabe que había suficientes motivos para sospechar de Castro. A su mujer anterior, Grimilda Figueroa, el hombre la golpeaba duro y parejo. Sus familiares dicen que le desfiguró varias veces el rostro a punta de zurras. Además, era frecuente que encerrara con llave a toda su familia en la casa y que los hiciese pasar hambre.
La última vez que Grimilda Figueroa, fallecida hace poco tras una larga enfermedad, se dejó golpear brutalmente fue en 1996: en esa ocasión, salió corriendo despavorida con uno de sus hijos de la casa de Avenida Seymour, clamando ayuda. Nunca más volvió a poner un pie en el lugar. Diecisiete años más tarde, la escena se repetía: tras 10 años de cautiverio y suplicios, Amanda Berry conseguía forzar la chapa de la casa con la ayuda de un vecino y suplicaba por un teléfono para llamar al 911.
Cuesta creer que Ariel Castro pudo mantener encerradas por tanto tiempo a sus captivas sin que nadie se diera cuenta. Una teoría, fácilmente comprobable in situ, aunque no por ello sustentable, es que la derruida casa del horror se encuentra en una especie de punto ciego: su parte trasera da al estacionamiento de un pequeño negocio que está desapareciendo, mientras que tres de las cuatro casas adyacentes están deshabitadas. Aun así, la situación resulta inverosímil.
Pasado ya todo el acoso de la prensa estadounidense, hoy los vecinos son renuentes a hablar con los curiosos o los afuerinos. Una mujer de color que juega con dos niños frente a la vivienda de Castro se disculpa por no hablarme: "En el nombre de Dios, ya está todo dicho". A media cuadra, en el jardín de la casa en la esquina de la Avenida Seymour con Scranton Road, hay tres hombres que calzan con el fenotipo de aquella clase social que los estadounidenses, con bastante brutalidad, llaman white trash (basura blanca). Son las 11 de la mañana y los tres beben de sus latas de cerveza mientras aparentemente descansan. Me dirigo a ellos amistosamente y les pregunto si alguna vez sospecharon algo de lo que ocurría en el número 2207. Dos de ellos me ignoran y el otro, que luce algo parecido a una lágrima tatuada en el lagrimal derecho, se acerca. Tras levantar su cerveza al cielo, sentencia: "En un lugar como éste, mi hermano, cualquier cosa es posible". Luego mira a sus amigotes y todos se ríen al unísono.
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