El arte de servir del garzón más antiguo del Club de la Unión

<P>Antes de que el oficio de garzón se profesionalizara, se aprendía con la práctica. Una de las mejores escuelas fue el Club de la Unión. Osmán Lobos es uno de los más antiguos, con 46 años de experiencia en la sede de Alameda, y a quien Augusto Pinochet no dejaba de saludar, incluso, una vez con un abrazo fuera de protocolo. </P>




Frases cortas, palabras sueltas, ojalá silencio. Un buen garzón habla poco. Jamás repite lo que escucha. Sabe poner una mesa, sirve con decoro, rápido y se limita a contestar sólo si se le pregunta. En el Club de la Unión la confianza y el respeto son la base de la relación entre garzón y socios. Son años de un conocimiento acabado de la clientela: saber cuál es su bebida favorita y estar atento para llevarla a la mesa apenas se levante una mano. El valor de un gesto que tras 46 años de servicio en el club, Osmán Lobos Rebolledo, "Lobito", conoce bien. En su tez oscura, la marca del entrecejo denota concentración.

"Podría decirse que conozco al menos cuatro generaciones de socios. Hasta aparezco en las fotos de matrimonios, porque soy yo el que lleva la copa de champán para brindar", cuenta, mientras mira con nostalgia las pesadas cortinas de gobelino del comedor libre en el primer piso del club.

Es la 1 de la tarde de un viernes y Osmán Lobos acomoda las bandejas de plata de lengua nogada y salmón, la entrada del tenedor libre que cualquier persona puede disfrutar siempre que vaya acompañada de uno de los cerca de 900 socios activos -sólo cuatro son mujeres- que tiene el club, pague los $ 12.500 que cuesta y respete el código de vestimenta. Jeans y zapatillas no están permitidos.

Entre medio de las bandejas, un señor bajo y de bigote se pasea con un teléfono en la mano. En los años 60 y 70, cuando aún no había ni rastros del celular, en el club había una central telefónica que recibía las llamadas de los socios.

"El telefonista era Martínez. Trabajó 60 años en el club y se hizo millonario, no sólo por las propinas de los socios, sino porque escuchaba las conversaciones, los datos de los caballos que iban a ganar en el Club Hípico", explica, bajándose la gastada chaqueta blanca, parte del uniforme de humita y pantalón azul, que insiste en subírsele.

Su negocio fue otro. Entró al club a los 18 años como ayudante de garzón y hoy a sus 64 recuerda haber pasado sólo seis navidades con su familia. Los años nuevos son menos. A los turnos en el club se sumaron los pitutos, las comidas en las casas de los socios, de Santiago y la playa. "Lobito lo necesito", le decían y él partía. "He ido a servir a más de 1.500 casas de socios", cuenta.

De la falta de tiempo no se arrepiente. Fue gracias a esos ingresos extra que pudo solventarle la carrera de veterinario en la Universidad de Chile a su hijo, de asistente social a su hija y su casa en La Florida. A su edad ya debería estar descansando, pero no quiere. Acaba de firmar un acuerdo para quedarse un poco más, con un horario flexible, de 10 a 5.30 de la tarde. "Ahora me quedo sólo si quiero. Si me quedo en la casa, echaría de menos, soy un agradecido de los socios", dice.

Varias cosas han cambiado a su alrededor. De los cerca de 40 garzones fijos que trabajaban en 1965, año en que entró, el número se redujo a la mitad. La razón es que no son necesarios dos turnos, ya no se atiende de noche -a menos que haya evento- y el club cierra sábado y domingo.

"Antes, la tertulia duraba hasta las tres de la mañana. Los fines de semana se llenaba, era un ambiente más familiar, ahora se cierra. La gente dejó de venir. Los socios se cambiaron de casa, de oficina, viven arriba y no vienen al centro. Además no hay estacionamiento. Antes se podía estacionar en la calle Nueva York, pero la Municipalidad lo prohibió. Para los matrimonios se usa el estacionamiento pagado de La Moneda y se ponen guardias para que acompañen al auto", cuenta. Los nuevos socios van de paso. Al gimnasio, a almorzar, a tomar un aperitivo, luego se van. Los más antiguos, aún frecuentan la sastrería, peluquería y podología que tiene el club.

Desde su fundación -el 8 de julio de 1864-, el Club de la Unión tuvo un fuerte cariz político. Sin embargo durante la mitad del siglo XX eso fue cambiando. "A fines del siglo XIX y principios del XX muchos presidentes fueron decididos en los salones del club. Arturo Alessandri Palma lo atacó, lo llamó la cúpula dorada despectivamente. Hoy, el club tiene un matiz social, viene gente de todos los partidos", cuenta Jaime Ossa, tercera generación de su familia en pertenecer al club.

Lo más cercano a una discusión política es lo que ocurre en el "club de los viernes", en el segundo piso. Ex embajadores y ex ministros invitan a algún personaje público a discutir de actualidad. Eduardo Frei Montalva, Salvador Allende y Michelle Bachelet son algunos de los ex presidentes que han pasado por sus salones.

Otro asiduo cliente fue Augusto Pinochet. "Una vez se salió de protocolo y me fue a abrazar. Nos dimos un gran abrazo. Uno debe responder, es parte del acuerdo entre caballeros", cuenta Lobos. Pinochet no iba solo. Lo acompañaban un grupo de alrededor de 300 personas. Eran reuniones donde se celebraba las glorias navales, en el salón Arturo Prat. A veces, también con empresarios. Siempre de noche. Tenía un garzón propio y nunca comía lo que se servía en el club. "El garzón era del Ejército, tenía que ser alguien de su confianza. Era siempre la misma persona. Nosotros ni siquiera sabíamos lo que se servía", explica Lobos.

Nunca fue a la casa del ex general, sí a la de su hija. "Me tocó ir a atender un año nuevo. Pero el general ya no estaba", cuenta, mientras los comensales del tenedor libre ya comienzan a llegar. "Lobito" saluda, sin palabras, sólo baja el mentón, mientras prepara una bandeja con bebidas. Son socios antiguos, no hace falta que le digan que quieren tomar.

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