El biógrafo salvaje

<P>Por más de tres décadas, Robert Caro ha venido escribiendo una monumental biografía de Lyndon B. Johnson. Miles de páginas y varios volúmenes, el último de los cuales acaba de salir a la venta. Allí, Caro aborda con un detallismo electrizante el fortuito ascenso de Johnson a la presidencia tras el asesinato de Kennedy. </P>




Tras haber dedicado los últimos 36 años de su vida a hurgar en la biografía de Lyndon B. Johnson, Robert Caro puede afirmar hoy en día con soltura, sin resquemor alguno, que conoce al ex presidente mejor de lo que éste se conoció a sí mismo. El caso es peculiar y sólo puede explicarse a través de la dedicación monomaníaca con que Caro se ha dedicado, y se sigue dedicando, al asunto: empecinado en la reconstrucción puntillosa de la vida de Johnson, ningún detalle en la existencia del hombre que sucedió a Kennedy en el poder, ni siquiera los más íntimos, escapan a su mirada. Y considerando que Caro averiguó hasta el apodo con que Johnson se refería a su miembro ("Jumbo"), es evidente que la intimidad del retratado nunca fue para el autor un velo imposible de descorrer.

Los años de Lyndon Johnson, título de la monumental obra en la que Caro trabaja incansablemente a diario, contiene, hasta el momento, cerca de 3.400 páginas divididas en cuatro volúmenes, y su autor, un hombre de 76 años que goza de una salud envidiable, no está ni cerca de dar por concluida esta tremenda labor. En el último tomo, que saldrá a la venta en pocos días más, Caro trata por primera vez la ascensión a la presidencia de Johnson, hecho dramático y fortuito que tuvo lugar horas después de que J.F. Kennedy fuese asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963.

Semanas atrás, la revista New Yorker publicó un adelanto del cuarto volumen de la biografía escrita por Caro, libro que se titula The Passage of Power. El extracto, que es en sí una joya narrativa, recrea con un detallismo electrizante, minuto a minuto, en planos diferentes pero coetáneos, el episodio clave en la vida de Lyndon Johnson, quien, hasta el instante crucial en que muere Kennedy, pasaba por momentos especialmente desgraciados: era el vicepresidente de Estados Unidos, es cierto, pero sus días de gloria habían quedado atrás. Por delante sólo vislumbraba complicaciones, investigaciones, inseguridad y dudas. "Estoy acabado", cuenta Caro que Johnson le dijo a uno de sus ayudantes por aquellos días aciagos.

El otrora poderosísimo líder de la mayoría demócrata en el Senado y maquinador sin igual -Johnson accedió a la Cámara Alta robándose una famosa elección en su Texas natal-, figuraba para ese entonces como una sombra oscura, grotesca y elefantiásica -era enorme- al lado del popular, bienamado y radiante Presidente Kennedy. Para peor, el círculo de hierro del mandatario despreciaba abiertamente a Johnson, mientras que Robert Kennedy, el influyente hermano de John y fiscal general de la nación, lo detestaba sin matices.

El día en que a JFK le volaron la tapa de los sesos no empezó bien para Lyndon B. Johnson. Las continuas humillaciones que había sufrido por parte del senador Yarborough, líder del ala liberal del Partido Demócrata, se habían hecho públicas, al punto de que el Morning News, el periódico de Dallas, tituló su edición de ese 22 de noviembre con la siguiente frase: "Yarborough desaira a LBJ". Kennedy, por su parte, le había encomendado a Johnson zanjar la disputa interna entre las facciones demócratas, una orden que le significaba soportar sin chistar el menosprecio y el ninguneo de Yarborough. El asunto no sólo había trascendido en Texas, sino que era noticia nacional.

Esa misma mañana, claro que ahora en Washington, un comité del Senado recibía pruebas contundentes que involucraban a un ayudante de Johnson en actos económicos ilegales, propios de una osada y laboriosa macuquería política. Y sin que el vicepresidente ni siquiera lo sospechase, la revista Life, cuya oficina central se ubicaba en Nueva York, preparaba en ese instante, con el objeto de publicarlo en su próximo número, un demoledor artículo referido a ciertos inexplicables excedentes en el patrimonio de Johnson.

Acompañado de un Yarborough que no le dirigió la mirada ni mucho menos la palabra, Lyndon Johnson se desplazó por las atestadas calles de Dallas en el vehículo que iba detrás de la limusina de Kennedy (ambos, él y el presidente, habían recién llegado a la ciudad a bordo del Air Force 1). Fue poco, sin embargo, lo que Johnson pudo captar del asesinato ocurrido frente a sus narices, pues un instante después de que Kennedy recibiera el segundo tiro, esta vez en la cabeza, Johnson fue literalmente reducido por su guardaespaldas, quien lo lanzó al suelo del vehículo, se encaramó sobre él para protegerlo con su cuerpo, y así, ovillado a la fuerza, lo mantuvo hasta que llegaron a un lugar medianamente seguro, el hospital Parkland, adonde mismo trasladaron al moribundo Kennedy.

Pese a la confusión reinante, a Johnson se le ve tranquilo en el cubículo encortinado que les sirve a él, a su mujer y a un par de agentes del servicio secreto de improvisado punto de seguridad. Esta reacción no le resulta extraña a Caro, pues para él, lo sabemos, no hay secretos: "Lyndon Johnson permaneció de pie, la espalda contra la pared. Tal como había ocurrido en cada crisis de su vida, una primera consideración era contar con gente leal alrededor suyo, ayudantes y aliados en los que pudiese confiar a ciegas".

La primera orden que emite Johnson es que alguien vaya a buscar a un par de congresistas tejanos que viajaban en la comitiva presidencial. Poco después de que éstos llegan, Kenny O'Donnell, uno de los más cercanos asesores de Kennedy, entra al cubículo del hospital y confirma la muerte del presidente. Johnson sigue siendo una estatua, ahora con la expresión "tallada en bronce", según lo describió su mujer, Lady Bird.

Los agentes y O'Donnell insisten en que Johnson debe abandonar cuanto antes el hospital para dirigirse al lugar más seguro de la ciudad -el avión presidencial-, y una vez allí volar inmediatamente a Washington (en rigor, él ya es el nuevo presidente, sólo falta la formalidad del juramento), pero Johnson se niega a hacerlo. La palabra "conspiración" flota en el ambiente, pues no sólo han asesinado a Kennedy, sino que también el gobernador del estado de Texas fue baleado. Además, según le informan a Johnson, más de la mitad del gabinete de Kennedy se encuentra volando hacia Japón para participar en una conferencia.

"Lo que pasó por la mente de Johnson mientras estuvo allí nunca lo sabrá la historia", sostiene Caro con modestia, pero acto seguido, arremete con lo que sigue: "Lo único que está claro es que si durante esos largos minutos de espera él estuvo tomando decisiones -un hombre con instinto para decidir, con voluntad para decidir-, al momento en que O'Donnell habló y la espera concluyó, las decisiones ya estaban tomadas". Johnson no volaría de vuelta a Washington sin la viuda de Kennedy a bordo. Pero no es precisamente la caballerosidad la que lo inspira.

Lo que sigue en el minucioso relato de Robert Caro es la jugada magistral de Lyndon Johnson, que, sabiéndose aborrecido por los cercanos del presidente recién muerto, decide tomar al toro por las astas. Así, cuando Jackie regresa al Air Force 1 y entra a la recámara presidencial, se encuentra con Lyndon Johnson en mangas de camisa echado sobre una de las camas. El momento es sumamente incómodo, pero la voluntad de Johnson se impondrá ante la confusión: el ataúd de Kennedy ya está a bordo y el trigésimo sexto presidente de Estados Unidos jurará como tal en el Air Force 1; durante la tensa ceremonia, a su siniestra, figurará Jackie Kennedy un poco despeinada, luciendo aún el vestido rosa manchado por la sangre de su marido.

Pocos minutos antes de que todo ello ocurriese, Johnson había tenido la sangre fría necesaria como para llamar por teléfono a quien más lo despreciaba dentro del círculo íntimo del presidente muerto, Robert Kennedy. Y aunque las versiones de uno y otro acerca de lo que hablaron difieren, Johnson, a través de la calculada estratagema de consultarle a Robert los pormenores del juramento -mál que mal era el ministro de Justicia-, dejaba en claro no haber actuado a espaldas de sus oponentes, otorgándole así toda la legitimidad posible al improvisado acto solemne con el que su suerte cambiaba tan radicalmente. Robert Kennedy siempre sostuvo que la llamada de Johnson le pareció un acto ruin: "¿Es que acaso no pudo esperar a que Jack, en su ataúd, llegase de vuelta a Washington en calidad de Presidente?".

Un año después, tras completar el período que le correspondía a Kennedy, Lyndon B. Johnson será elegido presidente con una abrumadora mayoría. Por su parte, para Robert Caro, el infatigable escudriñador, Johnson es un personaje que le resulta cada vez más fascinante. Así lo expresó recién en una entrevista concedida al New York Times: "No es cuestión de que él te guste o te desagrade. Yo estoy tratando de explicar cómo funcionaba el poder político en Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo 20, y aquí tenemos a un tipo que entendió y utilizó el poder como nunca nadie antes lo había hecho. Para obtener ese poder él es despiadado a un nivel que hasta a mí me sorprende, y eso que yo sé que él algo sabía acerca de la crueldad. Pero él también es honesto cuando dice que toda su vida quiso ayudar a la gente pobre y a la gente de color, y uno lo ve usando la crueldad, el salvajismo, para fines magníficos. ¿Cambia alguna vez su carácter? No. ¿Están divididos mis sentimientos hacia Johnson? Siempre lo han estado".

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