El callejón de la fama

<P>[ADOLESCENTES ANSIOSAS], escolares cimarreros y hiphoperos brillosos hacen fila en calle Inés Matte Urrejola para entrar a los programas juveniles de televisión y ver a sus ídolos. Muchos concurren también a recoger algo de fama salpicada. </P>




Había una versión oficial y otra real. La oficial era la siguiente: Theda Bara había nacido en Egipto, era hija de un jeque y una princesa. Tras ser sucesivamente amamantada por una serpiente, desposada por una esfinge y raptada por una tribu nómade, llegó a Estados Unidos a protagonizar una película del cine mudo. Eso decían las revistas. La realidad era otra: la actriz no se llamaba Theda, sino Theodosia Goodman, era hija de un sastre de Cincinatti y tan norteamericana como Tom Sawyer. Demasiado norteamericana para las intenciones del productor de cine William Fox, que decidió hacer algo de carpintería con la realidad y prefabricar una estrella. Algo con lo que la audiencia pudiera soñar. El resultado fue la primera diva vamp . Era 1914, y comenzaba el imperio de las celebridades de la pantalla, una nueva cultura que se expandió por el mundo con la industria del entretenimiento. En Chile -donde todo llega a escala y en la medida de lo posible-, la única industria del entretenimiento sustentable como factoría de celebridades es la televisión, y su meca tiene un domicilio en el barrio Bellavista.

La placita triangular angustiada pero coqueta frente a Canal 13 se llama Eliodoro Rodríguez Matte y marca el inicio de una calle exigua que remata en un callejón sin salida. Inés Matte Urrejola es una dirección que para todo chileno mayor de 30 años evoca el destinatario de correo de concursos de televisión en la época de las comunicaciones análogas. Aquí, en estas dos cuadras, que van desde la placita hasta un callejón, confluyen tres canales.

El aspecto del callejón es el de un patio trasero sin aspiración, destino ni veredas. Pero es a este sitio desangelado adonde muchos concurren a recoger algo de fama salpicada. Escolares cimarreros, adolescentes ansiosas, hiphoperos brillosos o madres como Julia Barba, quien empuja la silla de ruedas de su hija fan de Yingo. "La primera vez que vine a esta calle fue con mi hijo, a ver Cachureos". El hijo de Julia murió atropellado cuando tenía nueve años: "Lo que me conformaba después de su muerte era que lo traje a la televisión siempre que quiso. Era feliz cuando veníamos". Julia y su hija son las primeras de la fila. Detrás de ellas, una adolescente rolliza saca de su mochila un cuaderno y con un plumón escribe: "Te amo, Hardcorito". Un corazón flotante y una flor como punto aparte acompañan la declaración.

Hay tacones como rascacielos. Los que usa Juana Maulén son así. Un par de rascacielos con punta de aguja que sostienen unas botas negras que llegan hasta los mismos muslos. Sin ellos, Juana sería otra. Así, calzada para matar con las botas negras a tono con la chaqueta rockera, hace la fila para entrar al programa Yingo y matiza la edad media de la concurrencia. Ella ya no es adolescente. Juana está rodeada de Danae, Camila, Sandra y un par de Jocelyn.

-Sólo hay mujeres en la fila. ¿No vienen hombres?-, pregunto.

-No. Los prohibieron, porque manosean-, contesta Juana con un gesto de complicidad para el resto que se apresuran para dar ejemplos de incidentes. Enseguida, Juana alza la voz sobre el coro y comenta: -"Yo vengo por Fabrizzio, y si esto sale en el diario quiero que escribas que 'lo amo'".

El fanático no "quiere"; "ama". Y el fan de figura de televisión "ama" dos veces más, porque es capaz de ver talento allí donde otros sólo vislumbran ridículo. Es el fan que sigue a su personaje no en la obra persistente -una película, un álbum de música-, sino en el gesto efímero de aparecer bailando, hablando o simplemente sonriendo en un espectáculo sin trama ninguna.

Como los padres que juzgan interesantes los gases de sus hijos, el fan de televisión es capaz de atesorar una foto con el figurín más cercano a su estrella prefabricada. Pero a diferencia del amor paternal, esa entrañable dedicación rara vez es retribuida. De eso saben Paola y Catalina, ambas en tercero medio. Una hora esperando grabar un saludo para la Alianza Roja de su colegio. El plan era que Ernesto Lavín -me indican que es conocido- enviara un par de palabras a la alianza. Eso les haría ganar puntos. Ernesto desciende del auto, camina firme, ellas se acercan presurosas, le dicen atropelladamente su propósito, pero Lavín no se detiene, sólo mueve la cabeza, acelera el paso y se pierde dentro del canal. El y su autobronceante dejan una estela de frustración que pronto se transforma en resentimiento. "No sé qué tanto se cree", dicen las colegialas sin esperar respuesta. Y deciden seguir esperando. "¿Dónde nos sentamos?".

Sólo al final del callejón hay espacio para esperar sentado. Una especie de medialuna o anfiteatro con escalones que Leonardo viene a ocupar con persistencia para ver competir en Calle Siete a Laura Prieto, su estrella favorita. Leonardo tiene 14 años y el semblante resignado de la gente que renuncia a vivir la rutina que le corresponde y decide armarse un mundo propio difícil de compartir con el resto. El viene a ver a Laura varias veces por semana y viaja una hora para hacerlo. "Somos amigos", asegura. La versión de la amistad con Laura Prieto es usada como una explicación. "Ella me invita. En el verano, cuando estaba de vacaciones, llegaba a las 10 de la mañana".

-¿Te gustaría trabajar en la televisión?

-Sí, claro. ¿A quién no le va a gustar aparecer en la tele?

En Canal 13 hay una fila para un casting. La gente se empieza a congregar. Hombres y mujeres.

Desde el frontis del edificio cae el cartel gigante que anuncia la serie Glee. En el primer capítulo de esa serie, Rachel, uno de los personajes principales, trata de convencer a otro personaje de que continúe en el grupo que monta musicales escolares. En un momento, Rachel ensaya un argumento para impedir la deserción: "La fama es lo más importante de nuestra cultura", dice. Naturalmente, el argumento da resultado.

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