El dueño de la franquicia

<P>Harold Bloom (o sus editores) busca establecer "el canon del ensayo" en <I>Ensayistas y profetas</I>.</P>




Pocos críticos contemporáneos vivos han merecido por nuestra parte una atención pareja a la de Harold Bloom (Nueva York, 1930), cuyos nuevos títulos han sido puestos al alcance del público hispano para que aprendiéramos cómo leer y por qué, dónde se encuentra la sabiduría o las peculiaridades de la religión americana. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, y al margen de hipérboles suyas tan aventuradas como la de que Shakespeare inventó la condición humana, pocas dudas caben de que la campaña casi en solitario que el crítico de Yale desencadenó contra lo que él llama con desparpajo la "escuela del resentimiento" en El canon occidental, vino a representar un valeroso alegato a favor de la pervivencia de la literatura como acopio de los valores estéticos de la historia de la humanidad cuando, especialmente en las universidades norteamericanas, estaba siendo deconstruida de raíz hasta desdibujarla en un territorio de nadie, propicio a la irrupción del relativismo absoluto instaurado por los estudios culturales.

El presente libro, tal y como aparece en español, puede resultar sin embargo engañoso, aunque por más de un motivo podamos decir de él que es, como si fuese un cuadro, "un Bloom auténtico". Engañoso para el lector, si piensa ingenuamente que en él hallará el canon del ensayo, es decir, la relación debidamente sopesada y razonada de las obras fundamentales de ese género ambiguo pero fascinante, y cuya paternidad se atribuye "al Señor de la Montaña", como Quevedo bautizó a Montaigne. En este libro hay un breve e irrelevante capítulo sobre Montaigne, que ni cuantitativa ni cualitativamente sale mejor parado que otros de sus compatriotas de lengua, como Pascal, Rousseau o Sartre. Este último merece ¡cuatro páginas!, dos menos que Albert Camus, en las que se habla preferentemente de sus novelas. Es el mismo espacio que se adjudica, por cierto, a Kierkegaard.

Porque de nuevo aquí la parte del león se la lleva la Biblia, Nietzsche y los nombres de la tradición ensayística que a Bloom le interesan: Walter Pater, Thomas Carlyle, Ralph W. Emerson, Sigmund Freud y Gershol Scholem, el verdadero padre de los estudios modernos de la Cábala, al que el autor menciona en el prólogo como "mi principal guía personal".

Harold Bloom es un judío norteamericano, que se reclama fruto genuino de la cultura yiddish neoyorquina. Se le reconoce con justicia la defensa de una herencia literaria canónica frente a la nebulosa del multiculturalismo, pero su formación intelectual está muy lejos de las matrices europeas de los estudios literarios, que en lo mejor de sus aportaciones fundamentan siempre sus panoramas y sus juicios en la exhaustividad característica del método historicista y el cosmopolitismo transnacional y, sobre todo, translingüístico de la literatura comparada.

Frente a esta tradición, Bloom es hombre de un solo libro (la Biblia), de un solo autor (Shakespeare) y de una sola lengua (el inglés de su adopción). Una vez que su aldabonazo en defensa de un supuesto canon occidental concitó las adhesiones y diatribas, obras como ésta sobre el ensayo no nos parecen más que la aplicación burda de una especie de franquicia, como también lo era, no hace mucho, otro volumen sobre Cuentos y cuentistas. Convencido acaso de que "el canon soy yo", Bloom (o sus editores) nos trastea banalizando aquel concepto al que defendía no hace mucho.

Aquí lo hace mediante una suma de artículos inconexos, aleatorios, de muy desigual valor, carentes de la más mínima textura de ligazón entre ellos, a veces desesperadamente breves, otras excesivamente largos. Los autores franceses aparecen en el vagón de cola y los que escribieron en otras lenguas son olímpicamente ignorados. Este supuesto canon del ensayo se fundamenta no tanto sobre las preferencias de Bloom como sobre sus lagunas, que son enciclopédicas.

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