El embrujo del club de chilotes de Santiago
<P><span style="text-transform:uppercase">[tradicion] </span>Desde 1990, los chilotes que viven en la capital tienen sede propia. Una vez al mes se juntan a comer curanto y a recordar la "patria chica", como llaman a su tierra natal. </P>
CON su acento cantaíto, Juan Gómez Leviñanco llegó a Santiago en 1967 desde Curaco de Vélez. Provenía de la comuna más pequeña de Chiloé, un lugar fundado por los jesuitas en 1660, donde el agua potable y la luz eléctrica no existían y cuyo único medio de transporte eran la carreta.
Como la mayoría de los chilotes trasplantados a la capital, Juan viajó a estudiar. Tenía 18 años y era la primera vez que se alejaba de su familia por tanto tiempo, pero sus ansias por un mejor futuro lo impulsaron.
En esos años eran pocos los chilotes que se atrevían a dejar la isla. "Fue fuerte el impacto cuando llegué a Santiago. Tenía temor de la gente, porque en mi tierra todos se saludan. Acá lo intenté hacer muchas veces y nadie respondía. Eso me sorprendió", cuenta Juan.
Resistió la frialdad de la urbe gracias a una encomienda con tortillas de rescoldo, mermelada de murta y roscas chonchinas, que recibía una vez al mes.
Con el tiempo se adaptó a la ciudad. Estudió Mantención Eléctrica y al salir de la universidad fue contratado por Chilectra. Años más tarde conoció a su señora, con quien tuvo dos hijos.
Actualmente vive en Maipú y, pese a que ya lleva 45 años en la capital, reconoce que es un enamorado de Chiloé y que volverá a su "patria chica" como llama a su tierra natal.
En junio de 1960, tras el terremoto de Valdivia, se creó el Comité Cooperador para el Progreso de Chiloé, primera instancia oficial de reunión de los chilotes fuera de su terruño. En esa oportunidad, juntaron fondos para los afectados por el sismo.
Cuarenta años después, en 1990, esa organización derivó en la Corporación Chiloé y se encargó de reunir los recursos para comprar una casa en Santiago que sirviera de sede. Hasta ese momento no existía un lugar común donde los chilotes pudieran llegar. Antes, como hizo Juan Gómez, arrendaban piezas y, los menos, se quedaban en casa de familiares.
Hoy, esta casa es un lugar de reunión, donde comparten sus costumbres y tradiciones. Además, acoge a los chilotes enfermos que reciben tratamientos en Santiago y a los jóvenes que vienen a estudiar.
"Nos demoramos seis años en juntar el dinero. Una vez que la casa ya era nuestra fue una alegría enorme para todos", explica Ernestina Barría (77), ex presidenta de la corporación y quien sacó una libreta de ahorros para juntar los 12 millones de pesos que costó el inmueble. "Aún guardo la libreta", agrega.
Ubicada en la esquina surponiente de García Reyes con Santo Domingo, en pleno barrio Yungay, su imponente fachada tiene dos pisos y está pintada de color rojo ladrillo.
Por su estructura de madera con relleno de adobe, se estima que fue construida en 1910. "Esta casa tiene doble valor patrimonial: uno intangible, al ser el lugar de encuentro e intercambio cultural de los chilotes; y otro tangible, por sus características arquitectónicas y constructivas", señala Nicolás Cañas, arquitecto de Fundación Patrimonio Nuestro.
Con amplios salones y un techo con más de cuatro metros de alto, esta casona fue una de las locaciones de la película Tony Manero, de Pablo Larraín. Sus antiguas tinas, ubicadas en el patio, fueron usadas para una de las escenas protagonizadas por el actor Alfredo Castro.
Desde ese mismo lugar es posible ver las 15 habitaciones ubicadas en el segundo piso y que alojan a los estudiantes que siguen llegando cada año a estudiar a la capital.
Ahí también se hacen los curantos en olla, preparación derivada del curanto en hoyo, propia del extremo sur de Chile y de la Patagonia argentina, que se basa en cocinar por 45 minutos mariscos, carne, papas, embutidos o longanizas, chapaleles y milcaos.
Son las seis de la mañana del último sábado del mes y los chilotes santiaguinos parten al Terminal Pesquero a comprar los 120 kilos de mariscos que se ocuparán para hacer las 100 porciones de pulmay. Los 60 kilos de papas, peladas el día anterior, yacen en una de las dos tinas del patio. Una vez lavados los mariscos y porcionados el pollo, las longanizas y el costillar ahumado, los curantos se dejan en un fondo para comenzar la cocción, cerca de las 19 horas.
El reloj marca las 20.30 horas y los comensales ubicados en las mesas comienzan a recibir los platos de greda con una abundante porción de curanto. Más tarde les llegará el jugo del curanto, servido en taza. Todos quedarán contentos, casi buscando un lugar para dormir una siesta, por lo arrebatador del caldo.
No sólo chilotes participan de este festejo. De a poco los santiaguinos se han ido incorporando. "Acá el ambiente es familiar y la gente muy cálida. El chilote tiene una chispa especial y eso hace muy entretenido este lugar", cuenta Mónica Espina, que comenzó a ir en 2001.
Tras la comida, un grupo folclórico ameniza la noche y prepara el momento más esperado de la velada: la danza del pavo, una especie de cueca donde el galanteo simula los movimientos de ese animal.
La fiesta dura hasta las tres de la madrugada y los exhaustos invitados se van con el "lloco" en las manos, bolsa que lleva todo lo que no alcanzaron a comer del curanto. La despedida está marcada por cálidos abrazos chilotes, quizá como antídoto para la frialdad y el estrés santiaguino que les esperan fuera de su querida casona.
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