El estudio que refuta "la obediencia ciega"

<P>El experimento de la prisión de Stanford de 1971 fue decisivo en cómo la sicología social analizó el comportamiento de los seres humanos en determinados contextos: cualquiera era capaz de cometer las peores atrocidades, sin cuestionar el mandato de la autoridad. Nuevos estudios rebaten esta teoría.</P>




CUALQUIERA puede convertirse en verdugo. Cualquiera, hasta el más común de los mortales, bajo determinado contexto, es capaz de obedecer ciegamente y cometer las peores atrocidades, sin cuestionar el mandato de la autoridad ni la moralidad de sus actos. Esa fue la conclusión del clásico experimento de la "cárcel de Stanford". El estudio de 1971 (donde universitarios que asumieron el rol de guardias abusaron de su poder y trataron con una crueldad inusitada a los que representaron el papel de prisioneros) alcanzó una influencia tal, que sobrepasó el ámbito académico y se asentó como una verdad indiscutida incluso en la comprensión popular. Desde entonces, muchos crímenes han sido descritos como "delitos de obediencia".

Hasta ahora. Porque esta visión que alude a la naturaleza del ser humano para seguir obedientemente a la autoridad, habilidad que supuestamente fue clave para que el hombre pudiera sobrevivir en sociedad, comienza a ser cuestionada por la sicología del comportamiento.

En un reciente ensayo, publicado en Journal Plos Biology, los sicólogos sociales Alexander Haslam, de la universidad australiana de Queensland, y Stephen Reicher, de St. Andrews en Escocia, describen las investigaciones que vienen realizando desde 2004, en las que incluso recrearon una situación similar a la que se montó en el prestigioso plantel californiano a principios de los 70. Pero con una conclusión muy diferente: la obediencia ciega no existe. Ningún ser humano es capaz de cometer atrocidades de no mediar un líder carismático, la convicción de que ese líder tiene la razón y de que las acciones que le son encomendadas tienen importancia.

El experimento

Desde los años de la posguerra que la ciencia intentaba comprender qué podía desencadenar tanta maldad en personas aparentemente normales. El concepto de la "banalidad del mal" ya había sido acuñado por la filósofa judío alemana Hannah Arendt tras presenciar el juicio de Adolf Eichmann, el principal arquitecto nazi de la "solución final". En su artículo de entonces en el New Yorker no describe a una persona monstruosa ni demoníaca, sino a un diligente burócrata más preocupado de cumplir las órdenes que de reflexionar sobre su moralidad. Con una absoluta incapacidad de tener un pensamiento crítico independiente o, como ella misma dijo, "con una auténtica incapacidad de pensar".

Con estas ideas en mente y el encargo de la marina estadounidense de encontrar una explicación para los episodios de sadismo ocurridos en muchas de sus prisiones, en 1971, Phillip Zimbardo -de 38 años entonces y recién nombrado profesor titular de Sicología en la U. de Stanford- diseñó un experimento que le permitiera explorar el comportamiento destructivo de un grupo de hombres comunes y corrientes durante un período prolongado.

Todo sería controlado con monitores. Zimbardo creía que el problema de las cárceles de la marina consistía en que los carceleros eran gente poco representativa del común y las humillaciones o los malos tratos serían explicados por procesos de selección erróneos. Seleccionaron a 24 estudiantes, 12 actuarían como presos y otros 12 como cancerberos. Los primeros serían confinados en una cárcel ambientada en el sótano por dos semanas y podían abandonar el experimento cuando quisieran. Los supuestos guardias cumplirían turnos de ocho horas y el resto del tiempo regresarían a su vida normal. Recibirían uniformes caquis, gafas de espejo que impedían el contacto visual y lumas.

El día anterior, en una reunión con los guardias, Zimbardo los alertó contra el uso de la violencia, pero les dijo: "Pueden inducir en los prisioneros el aburrimiento, incluso el miedo; crear una noción de arbitrariedad y de que su vida está totalmente controlada por nosotros, por el sistema, y de que no tendrán privacidad. Vamos a despojarlos de su individualidad de varias formas. En general, todo esto conduce a un sentimiento de impotencia. Es decir, en esta situación tendremos todo el poder y ellos no tendrán ninguno".

Los que aceptaron ser prisioneros fueron arrestados sin previo aviso en sus domicilios o en el campus por la policía, que colaboró en el experimento. Fueron fichados, desnudados, vestidos con una especie de camisones y sin ropa interior, obligados a colocarse unas medias en la cabeza que simulara que la llevaban rapada y una cadena en el tobillo, que los obligaba a caminar de forma artificial, e identificados con números.

Al final del primer día, los reos iniciaron una rebelión, sofocada brutalmente por los guardias. Para hacerse valer usaron extintores y agredieron a los reclusos. Luego, extremaron su celo. Aplicaron una reglamentación salvaje. Mezclaron premios y castigos de forma aleatoria. Controlaron el uso del baño. Los obligaron a realizar flexiones y simular actos homosexuales. Los forzaron a limpiar las letrinas con las manos desnudas. Durante la noche, creyendo que las cámaras estaban apagadas, muchos guardias extremaron la crueldad. Al menos un tercio de ellos, según los sicólogos, parecía disfrutar con los castigos y practicaba conductas que los catalogaba como "sádicos". Un amplio número de supuestos carceleros solicitó realizar horas extraordinarias.

La siquis de los presos fue anulada. Casi todos sufrieron trastornos de comportamiento. Algunos fueron liberados antes de tiempo. Otros pedían la "libertad condicional", olvidando que podían irse cuando quisieran. Cuando les era negada, aceptaban el resultado con resignada pasividad. La situación llegó a ser tan dura, que 11 días antes de lo ideado se decidió terminar el experimento. En teoría, Zimbardo había demostrado la fuerza de la "obediencia debida", pero la idea previa de que sólo individuos con historiales violentos actuarían como verdugos quedó desestimada. Los protagonistas de aquella experiencia fueron seguidos durante años, a fin de detectar posibles cicatrices. Ninguno mostró desórdenes importantes ni incurrió en actos violentos, desarrollando sus vidas sin aparente problema.

La otra cárcel

Las investigaciones de Haslam y Reicher, sin embargo, refutan la tesis de la "obediencia debida". Los científicos decidieron volver a recrear la cárcel, con prisioneros y guardias. Esta vez, el experimento fue televisado por la BBC y los participantes no recibieron ninguna instrucción previa, a diferencia de como lo había hecho Zimbardo. Simplemente, se les pagó por representar su papel y nunca vieron a los investigadores. Es decir, no había un "Zimbardo" que seguir ni una misión que cumplir.

¿Los resultados? Completamente distintos. Mientras algunos guardias cuestionaron las normas, los presos se rebelaron generando un sistema más igualitario y de mejor trato. Más tarde, sin embargo, un grupo de carceleros que se había identificado con el experimento conspiraron para crear una nueva jerarquía mucho más draconiana.

"El estudio estuvo a punto de terminar como el de Stanford. Pero no fue la conformidad pasiva ni la obediencia ciega lo que llevó el experimento a ese punto. Fue sólo cuando los participantes se identificaron con los roles y decidieron ejecutarlos. Estamos probando que no existe la obediencia ciega, sino que se requiere que la gente crea en la importancia de lo que están haciendo", dice Haslam.

Una conclusión que, según el investigador, se aplica desde el experimento de Stanford hasta los crímenes nazis. "Las personas que hacen caso a la autoridad en estos actos, lo hacen por convicción, no por naturaleza; por elección, no por necesidad. Y deben ser vistos como seguidores comprometidos y no como conformistas ciegos", dicen Haslam y Reicher en su ensayo.

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