El futuro de un ex Presidente
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El ex Primer Ministro español Felipe González decía que los ex presidentes eran como un gran jarrón de porcelana en un departamento pequeño: nunca se encontraba el lugar preciso donde ubicarlo.
Le ocurrió al propio González, quien luego de completar 12 años en el gobierno, le siguió una prolongada y errática trayectoria política hasta finalmente jubilarse (más bien terminó jubilado por sus propios camaradas). Hoy se dedica con la misma pasión de siempre a la orfebrería. Según consigna una revista, una fina joya elaborada por él puede llegar a costar 6.000 euros.
Por su parte, José María Aznar hasta hoy constituye un dolor de cabeza para los actuales líderes del Partido Popular (PP), y cada vez que éste inicia uno de sus largos periplos por el mundo, se comenta que la derecha española respira aliviada.
Hace unos días, un reportaje del diario El País concluía que definitivamente España no había resuelto bien el tema de qué hacer con sus ex presidentes (a los casos de González y Aznar, sumaban el de Adolfo Suárez), y alababa cómo los norteamericanos resolvían este tema, al transformar a éstos en una suerte de "padres de la patria" en vida. Cabe añadir, eso sí, que la otra cara de esa medalla la constituye el cierre definitivo de la carrera política de estos ex mandatarios, luego de un período de cuatro años con reelección, es decir, su mandato dura hasta un máximo de ocho años.
En Chile, este tema se encuentra institucionalmente mal resuelto. Lo ha estado desde el 90 y ha ido a peor: hoy tenemos un período presidencial relativamente breve, de cuatro años sin reelección, pero con la posibilidad de reconcursar en el período presidencial subsiguiente. Así, el incentivo para demoler al Presidente saliente está servido: constituye un enemigo potencial a cuatro años plazo para el bando contrario, y en el bando propio siempre hay nuevos aspirantes que miran con recelo las proyecciones del mandatario saliente.
De esta manera y de la noche a la mañana, el otrora Presidente de Chile vuelve al estado llano; sus colaboradores se dispersan y buscan nuevos horizontes; comienzan las conferencias en el extranjero; tal vez un libro; pero ya son pocos los verdaderamente motivados a defender a ese ex mandatario y a su administración. Incluso, escasean aquellos capaces de ensayar un juicio históricamente equilibrado mientras éste se mantenga políticamente vigente.
Esto ha ocurrido paradigmáticamente con el ex Presidente Lagos, quien dejó una herencia de restauración republicana y una obra modernizadora fundamental para el país y a quien se ha atacado sin pausa y más allá de lo razonable. Se observa también hoy con la Presidenta Bachelet y la manera cómo se extrema la crítica al manejo de las múltiples y complejas situaciones derivadas del terremoto, luego de haber sorteado con éxito la crisis económica mundial más importante en 60 años, no sólo sin quitar un derecho social, sino agregando unos cuantos más. Le ocurrirá también a Piñera el 2014, especialmente si termina razonablemente bien su mandato y comienza a mirar, él o esos entusiastas partidarios que nunca faltan, el 2017.
El tema no es de fácil despacho, y las soluciones institucionales son tan evidentes como difíciles de implementar. Por lo pronto, tal vez bastaría con guardarles a estas figuras un cierto respeto, conservar con ellas una discreta distancia, nada exagerado, por cierto, ni fuera de una sana horizontalidad republicana. Sólo lo justo y necesario. Tal vez la razón para ello podría ser que en su momento fueron elegidos democráticamente y entregaron de igual manera el poder. Parece poco, pero no lo es.
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