El libro que cuenta la verdadera historia sobre la droga que curó la tuberculosis

<P>El hallazgo de la estreptomicina significó el Nobel de Medicina para Selman Waksman. Pero eso no detuvo a Albert Schatz, el joven investigador que toda su vida reclamó ser el verdadero descubridor de la droga que acabó con la plaga blanca. Hoy, nuevos antecedentes le dan la razón. </P>




Era principios de la década del cuarenta y ya habían muerto más de dos mil millones de personas en todo el mundo. La gran plaga blanca, como se conocía entonces a la tuberculosis por la palidez que causa en los pacientes, había provocado demasiados estragos, acabando con poblados casi por completo en Europa, y sin que ningún fármaco hiciera efecto. Por eso, cuando en 1943 Selman Waksman, director del Departamento de Microbiología del Suelo de la Universidad de Rutgers, anunció que había aislado la droga correcta, nadie dudó en calificar la noticia como un "descubrimiento monumental". Pero la alegría del mundo científico chocaba con la desazón de un joven investigador estadounidense.

Albert Schatz había realizado su doctorado bajo la tutela de Waksman y dedicó su vida a tratar de convencer al mundo de que el verdadero responsable del descubrimiento de la estreptomicina era él y no Waksman. Lo logró parcialmente. Por lo menos, llegó a un acuerdo económico con Rutgers y Waksman después de algunos años. Pero la versión oficial nunca se corrigió. Hasta ahora. Porque un libro recientemente publicado, llamado Experimento Once, que recopiló antecedentes hasta la fecha inéditos, le da la razón a Schatz y lo señala como el verdadero descubridor de la estreptomicina. Lamentablemente, siete años después de su muerte.

La Batalla por los antibióticos

Era el cuarto verano de la guerra mundial y aunque la granja del Departamento de Microbiología del Suelo, en New Jersey, estaba muy lejos del frente de batalla, todo en ese lugar, desde las plantas en el invernadero hasta los microbios del suelo, estaba directamente relacionado con los objetivos de la guerra.

Albert Schatz había llegado a Rutgers para convertirse en agricultor, pero a sus 23 años y comenzando sus estudios de doctorado, le habían entregado una misión muy especial. En vez de encontrar microbios que pudieran tratar la tierra para hacerla más fértil, una tarea que realizaban muchos otros estudiantes, Schatz se convirtió en parte de una carrera científica para encontrar microbios capaces de producir nuevos y más poderosos antibióticos. El doctor y profesor de la Facultad, Selman Waksman, estuvo feliz de guiarlo en su investigación.

Para 1943, 11 compañías norteamericanas estaban produciendo penicilina, el primer antibiótico, descubierto por Alexander Fleming en 1928. Las primeras ampollas de la droga estaban siendo utilizadas en el frente de batalla para combatir las infecciones comunes de las heridas de guerra. Pero en este enfrentamiento, a diferencia de la Primera Guerra Mundial, había una nueva amenaza para la que Estados Unidos no estaba preparado: las armas biológicas. La inteligencia aliada había reportado que Alemania y Japón no dudarían en usar bombas y gérmenes mortales, como el ántrax, el cólera, el tifus o la tuberculosis. El descubrimiento estrella, la penicilina, no tenía ningún efecto sobre tales enfermedades.

El joven judío estaba fascinado con un microorganismo llamado Streptomyces griseus, un actinomiceto (un tipo de bacteria) que había encontrado en la tierra de la granja de Rutgers y al que había comenzado a dedicar completamente su tiempo. Estaba convencido de que en éste podía estar la clave de la cura para la tuberculosis. Y así fue: el 23 de agosto de 1943, Schatz logró aislar el mecanismo que permitía que este microorganismo se convirtiera en un antibiótico. En ese momento, Schatz no conocía la verdadera efectividad de la droga que estaba creando. Pero esa certeza llegaría sólo dos meses después, cuando fue capaz de comprobar que funcionaba para matar tanto la E. Coli como el bacilo de Koch, causante de la tuberculosis.

El 19 de octubre puso un cultivo en un tubo de ensayo, lo selló y lo guardó en su bolsillo. Ese mismo día, le mostró el tubo a Julius y Rachel, sus padres, y les explicó los detalles de su hallazgo. Rachel no había terminado el colegio y no comprendía lo que trataba de explicar un excitado Schatz. Su hijo simplemente le dijo que estaba seguro de haber hallado una cura para la enfermedad que había matado a tantos amigos y conocidos. Eso sí lo podía comprender.

El robo

Quien sí estaba completamente al tanto del alcance de este descubrimiento era el supervisor de Schatz, Selman Waksman. El estudiante le había entregado los resultados de su investigación para que los chequeara y editara. Sin decirle a Schatz, Waksman envió la publicación a la Clínica Mayo, donde realizaron pruebas en cobayas para probar los resultados in vitro de Schatz. Funcionó. La estreptomicina era capaz de curar infecciones, incluida la tuberculosis, que habían esquivado incluso a la penicilina.

A cambio, la Clínica Mayo le envió a Waksman muestras de la peligrosa cepa humana de la tuberculosis, la H37Rv, para que probara cómo reaccionaba frente a la estreptomicina. Sin embargo, el académico jamás se acercó al laboratorio, pues le tenía terror al contagio. Schatz realizó todas las pruebas de una investigación que aparecería publicada en noviembre de 1944. El nombre de Waksman estaba al comienzo; el de Schatz, al final.

A medida que se comenzó a correr la voz sobre el descubrimiento, los reporteros y especialistas volaron a Rutgers para registrar el impresionante evento. Pero contando y recontando la historia, el doctor Waksman comenzó a desplazar progresivamente el nombre de Schatz y a tomar todo el crédito del hallazgo. A la vez, hizo arreglos con Rutgers para recibir cientos de miles de dólares en regalías por la patente del fármaco. El estudiante no recibió nada.

Fue recién ahí cuando Schatz recordó una vieja historia que circulaba en Rutgers. Incluía a un estudiante ruso llamado Jacob Joffe, uno de los primeros estudiantes de Waksman. Cuando ese estudiante terminó su investigación sobre una bacteria que convertía los compuestos sulfuros en ácido sulfúrico, indispensable para liberar fosfato (un importante fertilizante natural), todos supieron inmediatamente que se trataba de un gran descubrimiento.

Waksman hizo con él lo mismo que haría después con Schatz: publicó los resultados poniéndose a sí mismo como autor principal. Joffe se quedó en Rutgers, convirtiéndose en profesor y autoridad en ciencia del suelo, pero la credibilidad de Waksman quedó mermada para siempre.

Schatz no podía dejar de estar shockeado: Waksman no sólo había sido su profesor, también se había convertido en una figura paterna, un guía y un mentor que no había encontrado en su infancia, en una sucia granja en Connectitut.

En 1950, Schatz demandó al doctor Waksman y a Rutgers, y luego de un año de batalla legal, el profesor y la universidad acordaron un arreglo que reconocía al doctor Schatz como "co-descubridor" de la estreptomicina y le daba derecho a cierta parte de las regalías. Sin embargo, dos años después, sólo Waksman recibió el premio Nobel por el descubrimiento. El doctor Schatz protestó, pero el comité del Nobel dictaminó que era un mero asistente de laboratorio trabajando para un eminente científico. Schatz desapareció para la academía del primer mundo. Un detalle, eso sí: entre 1962 y 1965 vivió en Chile y trabajó en distintas facultades de la Universidad de Chile. En 2005 murió en Filadelfia guardando la historia completa sólo para sí.

Eso hasta 2010, cuando investigando para su libro Experimento Once, el escritor Peter Pringle dio con una pequeña caja en Rutgers, que nunca había sido abierta.

Adentro estaban apilados cinco cuadernos marcados con el nombre de Albert Schatz. En el de 1943, en la página 32, el doctor Schatz había comenzado el experimento 11. En una meticulosa cursiva, había escrito la fecha 23 de agosto y el título: "Experimento 11 con actinomicetos antagonistas", una referencia a los extraños microbios filiformes encontrados en la tierra y capaces de producir un poderoso antibiótico. Quedaba por fin claro que el hallazgo era sólo suyo.

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