El lumpen en sus orígenes
<P>La novela <I>Una vida violenta</I>, recién reeditada por Seix Barral, se publicó en Italia hace 50 años y marcó el paso de Pier Paolo Pasolini de la narrativa al cine. Es un documento de época magistral y se mantiene absolutamente actual: permite comprender a los marginales de la sociedad contemporánea con una profundidad pocas veces vista.</P>
La misma noche en que fue asesinado, el poeta, cineasta e intelectual italiano Pier Paolo Pasolini declaró en una entrevista con Furio Colombo: "Todos estamos en peligro". Era un comentario respecto de las variadas amenazas que había recibido desde el estreno de la polémica Saló o los 120 días de Sodoma, que inquietaba el ambiente cultural italiano por sus imágenes de perversión y su feroz crítica histórica y política. Situada en la república fascista de Saló que los nazis custodiaron en el norte de Italia, en Brescia, hasta la caída definitiva del Duce y de Hitler, la película muestra torturas y horrores sexuales para hablar del poder y el mal.
Esa noche de comienzos de noviembre de 1975, a última hora, Pasolini murió golpeado y luego atropellado con su propio auto en Ostia, zona popular cercana a Roma. El supuesto asesino, un joven de menos de 20 años, dijo que se había defendido de las propuestas sexuales del escritor. Inmediatamente cundió la duda: los hechos forenses mostraban que el crimen tendría más de un autor y la extrema violencia sugería una causa más profunda. Pero no hubo mayor investigación, el joven cumplió su condena, y hoy, 35 años después, aún existe la posibilidad de abrir el proceso judicial: el joven habría sido manipulado y los asesinos serían otros, motivados por el odio político. Homosexual, izquierdista, crítico del poder, el dinero y el consumo, la película Saló colmó la paciencia de sus enemigos.
Una de las cosas que hicieron más increíble y paradójico el crimen es que Pasolini, como toda Italia sabía, conocía perfectamente bien el mundo del lumpen, al que había retratado en forma brillante desde hacía tres décadas. Sus mejores actores y amigos eran muchachos que venían de ambientes como el de su supuesto asesino: los hermanos Citti, Nineto y Davoli. Cuando Fellini, por ejemplo, necesitó diálogos de las prostitutas de la calle para su película Las noches de Cabiria, llamó a Pasolini, el único que conocía su forma y su léxico y que era capaz de retratarlo poéticamente, es decir, en su esencia y singularidad. Sus dos primeras novelas, que escribió en los años en que llegó a Roma desde Bolonia en 1949, retratan a esos muchachos de los extramuros de la ciudad. En la primera, Ragazzi di vita (traducida como Chavales del arroyo), aún está presente la guerra y la sobrevivencia material es la fuerza más potente. La segunda, Una vida violenta, se trata más bien de la miseria existencial en que quedan lanzados estos hijos de nadie, sin destino, sin cultura, deshechas sus relaciones con el lugar que habitan, con la palabra, con el prójimo. Son jóvenes de 17 años que viven en descampados, donde la única opción es intentar aparecer como lo que no son: personas que pueden ir al cine, andar en Vespa, comer hasta hartarse. Quieren ser fuertes y por eso añoran la potencia fascista; quieren ser alguien, como cualquiera, y no tienen cómo. Delincuentes de cuarta categoría, están expuestos a la inclemencia de un mundo que no los necesita ni como obreros.
Una vida violenta es mucho más que una obra neorrealista, más que el retrato del dolor y la miseria. Es la narración de una soledad por venir, de una disolución social y ética en ciernes. Escrito con lenguaje de calle (uno de los problemas de esta traducción, demasiado llena de españolismos), sus descripciones y voces son cinematográficas, veloces y detalladas. Los enormes eriazos y los vericuetos romanos no distan tanto de los escenarios teatrales de horror que, 30 años después, en Saló, mostrarían la abyección en la que caen los desvalidos. En Una vida violenta, los inocentes se convierten a la primera oportunidad en saqueadores o en agitadores de una masa incontenible, aunque Pasolini logra verlos fuera de esa uniformidad que todo lo borra para encontrar su precaria individualidad.
Este libro que no envejece tiene otra virtud: mostrar a Pasolini como un autor inscrito en la historia y la cultura, no como una suerte de especimen condenado a "lo pasoliniano", a la excepcionalidad de la creación múltiple y de creer aún en lo sagrado que habita en lo popular, en su mitología y su pobreza. Por cierto, Pasolini es excepcional, pero no es excéntrico: está completamente imbuido de la vida de los que nadie quiere ver y que siempre está a punto de extinguirse en su violencia.
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