El perdón en la historia
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La historia no es muy proclive al perdón. Si lo fuese, no registraría tanta ira, sed de venganza, rencores sin reposo o resentimientos, ni siquiera apaciguados por actos de justicia correctivos. Y, aunque la crueldad evidentemente no es el eje que mueve al mundo, suponer que la humanidad se haya impuesto o pueda llegar a reinar algún día, es cándido, por decir lo menos. Según cálculos algo gruesos que le leí a un historiador alguna vez, de 3.421 años de historia escrita, sólo 268 no consignan guerras.
El viejo proverbio que solemos repetir en palabras de Alexander Pope -"errar es humano, perdonar es divino"- no es tan viejo. Data del muy moderno siglo XVIII, es decir, de anteayer. El mundo clásico o antiguo que, en muchos sentidos, es más "histórico" que nuestra época, sólo manejaba la primera parte del refrán. "Errare humanum est" es todo lo que Séneca, al parecer, sabía. Fue necesario que emergiera el cristianismo para completar la frase.
Ciertamente, los griegos y los romanos registran actos de magnanimidad en sus libros, por ejemplo, dando cuenta de vencedores que se muestran benévolos con los derrotados. Es sabido también que simbolizaban la paz o las treguas admitiendo la posibilidad de "renacer" o partir de nuevo, purificados, regenerados, ofreciendo ramas de olivo o de laurel. Sin embargo, la falta de dioses suficientemente misericordiosos que sirvieran de arquetipo ideal les impidió imaginar lo que hoy entendemos por perdón en el sentido de absolver, indultar, amnistiar, disculpar u olvidar.
Esto último atendible en pueblos tan sensibles a la historia. Desde luego, la idea misma de olvidar como una manera de perdonar -que en lenguas como el inglés son muy próximas ("forgive" y "forget")- riñe con lo que persigue toda historia, que es recordar, invocar, volver a narrar, acordarse o recapitular. Por eso, Séneca se muestra algo escéptico cuando afirma: "Fácilmente perdona el que perdón necesita". En otras palabras, son proclives a olvidar y perdonar quienes no soportan que se les recuerde.
En cambio, no borran ni dejan pasar agravios ajenos quienes no pueden sino hacer presente la afrenta cometida. No porque sean tan vulgares y mezquinos que se encaprichen en vengarse, sino porque la iniquidad cometida, aunque se perdone, no se olvida. "El castigo se puede perdonar, pero la culpa es eterna", sostiene Ovidio. Ni el paso del tiempo ni un acto de autoridad posterior puede hacer como si lo ocurrido no haya ocurrido; podemos perdonar, pero ello no excluye guardar la correspondiente consideración hacia las víctimas (Vladimir Jankélévitch). De igual manera opera y entendemos el indulto, en el que si bien se perdona la pena, el delito subsiste, no se anula.
En el fondo, lo que hace el derecho, siempre un tanto torpe y limitadamente, es volverse salomónico. Ya el muy católico Medioevo alternaba esquizofrénicamente entre penas muy severas, a menudo crueles, compensadas con arranques de piedad no menos exagerados. Johan Huizinga (El otoño de la Edad Media) cree ver en estas manifestaciones de gratuidad compasiva principesca (remedos de un Dios al que se le concibe omnipotente e indulgente) atisbos de nuestra época más tímida y vacilante, dudosa de la responsabilidad del criminal, inclinada a pensar que la sociedad es "cómplice", aprensiva ante la terrible posibilidad de que se haya cometido un error judicial (el atropello máximo) y, en consecuencia, sugestionada a favor de eventuales reformas, antes bien que infligir sufrimientos adicionales.
El enredo puede ser aun más complicado. ¿Cómo interpretamos las mínimas sanciones impuestas en la Alemania reciente? De los ocho millones de militantes nazis al final de la Segunda Guerra Mundial, sólo 5.200 fueron arrestados, y a no más de 76 se les había aplicado la pena máxima de por vida hacia 1970. Algunos de los juicios por crímenes en contra de la humanidad se iniciaron tan tardíamente como 1963. ¿Qué está operando aquí? ¿Impunidad, inconveniencias en poder hacer efectivas responsabilidades a tan grande escala, legítimos esfuerzos por perdonar?
Y, por último, ¿qué pasa cuando los culpables, ya sea que lo admitan o no conscientemente, quieren ser penados, castigados, pero son la sociedad y sus autoridades las que no se atreven a admitir su propia connivencia? ¿Cómo interpretamos, entonces, las "razones de Estado" en paralelo a una lacerante, aunque sorda, mala conciencia colectiva? ¿Cómo un favor mal concedido, una mala decisión, un error? No, la historia es cruel: no olvida ni perdona.
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