El rabino de La Moneda
<P>Cumple un año como el primer capellán judío del Palacio de Gobierno. Argentino, 57 años, casado, padre de cuatro hijos, contador y licenciado en Administración, sobrevivió azarosamente el atentado a la Amia en Buenos Aires en 1994. Cada tres semanas se reúne con los 15 judíos que trabajan en La Moneda. Para el rabino Eduardo Waingortin, su cargo es mucho más que un símbolo de integración.</P>
El hombre de barba y que usa la tradicional gorra judía kipá se sienta a la cabeza de una mesa para unas 15 personas en uno de los salones de La Moneda. Es la sala de reuniones del subsecretario de la Secretaría General de la Presidencia (Segpres), Claudio Alvarado. Habla de los tiempos en que los cadáveres de quienes no eran católicos se lanzaban por la cara norte del cerro Santa Lucía, a un basural, para que se los devoraran los perros. Eran los disidentes, que no tenían derecho a ser sepultados. En la soledad de la sala, explica que eso ocurrió hasta 1854, cuando se creó un espacio especial en el Cementerio General para enterrarlos. La figura del hombre contrasta con los cuadros que representan imágenes lacustres chilenas del siglo XIX: en aquellos años, por ser judío, no habría estado en el Palacio de Gobierno, sino que sería parte de aquella minoría sin derecho a una tumba digna.
La escena es virtualmente nueva: el hombre que habla, Eduardo Waingortin, hace un año fue nombrado por el Presidente como el primer capellán judío en la historia de La Moneda, el hombre que ahora se encarga de la dirección espiritual de los funcionarios de la Casa de Gobierno que profesan su religión.
Waingortin nació hace 57 años en Lanús, una de las ciudades del Gran Buenos Aires. De esos 57 años, 25 los ha vivido en Chile, donde llegó para ser el rabino de la Comunidad Israelita de Santiago. Por eso habla con un leve acento transandino cargado de chilenismos, similar al de Claudio Borghi, ex DT de la Selección. En su país se graduó de contador público y licenciado en Administración. Su trabajo profesional en una comunidad judía de Villa Crespo, en la capital argentina, lo hizo entender que estaba en una posición propicia para lograr cambios, por lo que se decidió a seguir los estudios rabínicos. En Argentina alcanzó a ejercer como rabino dos años, cuando le ofrecieron trasladarse a Santiago. De los 20 mil chilenos que profesan la religión judía, cuatro mil pertenecen a la comunidad de Waingortin, la más grande del país. Llegó con 32 años a la antigua sinagoga que la Comunidad Israelita tenía en calle Serrano, en el centro. Un rabino, que es el equivalente de un sacerdote en el catolicismo, dirige oficios, se encarga de liderar su comunidad y actúa como guía espiritual, pero a diferencia de sus pares católicos, debe estar casado para ejercer. De hecho, Waingortin está casado con la bióloga Graciela Chichotky, con quien tiene cuatro hijos.
Alto y de barba cana, viste un terno negro impecable. Su único elemento diferenciador es la kipá azul que lleva sobre su cabeza. Su llegada a La Moneda se había pavimentado el 2009, cuando el abogado Gabriel Zaliasnik, como presidente de la Comunidad Judía, empezó las gestiones con la administración de Michelle Bachelet para tener un capellán en Palacio. Desde 2001 había uno evangélico, además del católico, y la comunidad sentía como un paso lógico que se agregara un representante de su fe. "La capellanía no sólo tiene que ver con una sensación de los judíos de haber adquirido un estatus de ciudadano más igualitario, sino que también a una sensación de reparación, porque hay un dolor muy grande que compartimos todos", remarca Waingortin en referencia al holocausto y a la discriminación que han sufrido a lo largo de la historia.
El 11 de octubre de 2012, el Presidente Piñera anunció la creación del cargo en la Tefilá, el tedeum judío. El encargado de concretar esta capellanía fue el ministro de la Segpres, Cristián Larroulet. La primera reunión oficial en La Moneda -donde debutaron los encuentros para la colonia dentro de Palacio- se realizó el 29 de noviembre pasado. Fue el propio Larroulet quien dio la bienvenida a los funcionarios judíos.
Desde entonces, una vez cada tres semanas se realizan las reuniones de estudio con el capellán, en la misma sala de reuniones de la Segpres del subsecretario Alvarado. Se juntan de 9 a 10 de la mañana. A estas citas el rabino lleva un texto que se lee, generalmente de la Torá, que son los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, y se discute. Los temas van desde qué significa el conocimiento a la condición de la fortaleza interior. Rodrigo Terc, un economista asesor del Ministerio de Energía, se organiza para asistir a cada uno de estos encuentros. Dice: "Hay temas que nos tienen tan apasionados, que la discusión se extiende unos minutos más. Al final, los que pueden se quedan a una oración. El rabino nos presenta un texto de la Torá y nosotros vamos argumentando. El funciona como un moderador. A veces hay posturas desafiantes, pero se puede disentir con el rabino. El debate es alentado".
La comunidad judía ha tomado como un tremendo avance la realización de estos encuentros. A Yael Korol, quien trabaja en la división de coordinación ministerial de la Segpres, Larroulet le encomendó hacer un catastro de todos los funcionarios judíos que trabajan en el Ejecutivo. La lista alcanzó las 50 personas. "De ellos, alrededor de 15 llegan a los encuentros", comenta Korol. La mayoría del grupo trabaja en La Moneda, pero también vienen de entidades públicas cercanas, como el Banco Central o el Ministerio de Relaciones Exteriores.
El funcionario público más reconocido de religión judía, el ministro de Defensa, Rodrigo Hinzpeter, nunca ha podido asistir a estas reuniones. "Su agenda no se lo debe permitir", dice Waingortin, quien es cercano a la madre del secretario de Estado.
Además de oficiar los encuentros de estudio y asistir espiritualmente a los funcionarios judíos que lo requieran, su cargo de capellán implica presenciar promulgaciones de leyes, la cuenta anual de los ministros y cada acto oficial al que los representantes de los católicos y evangélicos son invitados. Su relación con estos dos capellanes, Luis Ramírez y Alfred Cooper, respectivamente, consiste en encontrarse en estas grandes ocasiones. El pasado 9 de septiembre, por ejemplo, los tres fueron invitados especiales de la ceremonia de conmemoración de los 40 años del Golpe en La Moneda.
Pero lo que lo conmovió fue estar presente en el anuncio de la Ley Zamudio. Como miembro de una comunidad que ha sentido la discriminación, dice Waingortin. El rabino ahora espera el siguiente paso: que se apruebe la ley en contra de la incitación al odio que ahora está en el Congreso y que ha sido defendida por su colonia.
Julio de 1994. Waingortin está de vacaciones de invierno en Buenos Aires con su señora y sus hijos. El lunes 18 de ese mes tenía agendada una reunión con Ramón Goodman, el director del departamento de servicios sociales de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA). Waingortin debía estar ahí a las 10 de la mañana.
La bomba que mató a 85 personas y dejó a otras 300 heridas detonó a las 9.53. El atentado, atribuido a una organización islámica, hasta hoy no tiene culpables ni condenados. Waingortin no estuvo ahí.
Ese mismo día, casi en la madrugada, el rabino había recibido una llamada de su hermana. La mujer necesitaba hablar sobre la situación de sus padres, a quienes los dos ayudaban económicamente, y le proponía que se juntaran a tomar un café para conversar. "El único momento que tengo es hoy a las 9", le dijo ella. Waingortin le contestó que no podía, que tenía una reunión en la AMIA a las 10. "Pásala para otro día, no tengo otro momento". El rabino llamó a Goodman, quien le dijo que se juntaran a la misma hora el día siguiente. Fue su salvación:
-Estábamos en la cafetería con mi hermana cuando escuchamos un tremendo temblor. Nos extrañamos, porque en Buenos Aires no hay temblores. Estábamos a 10 cuadras de la AMIA. A los dos minutos vemos en televisión que hay un atentado en la sede. Caminamos hacia el lugar, con una multitud de gente que salió de sus oficinas, sus negocios. Cuando llegamos, la escena era fantasmagórica: una nube de polvo que todavía no bajaba, gente herida que salía del edificio y se abrazaba de nosotros.
El rabino no sabía qué hacer. Comenzó a sacar piedras, que venían con pedazos de vidrio. La gente se cortaba al intentar llegar hasta los que estaban enterrados. Su suegro, que era proveedor de artículos industriales, llevó cien pares de guantes para los rescatistas. Fueron días identificando cuerpos y asistiendo emocionalmente a las familias. Susy Kreiman, la esposa del rabino Kreiman, que estuvo muchos años en Chile ejerciendo el mismo cargo que Waingortin, murió en el atentado. Ella se sentaba al lado de Ramón Goodman, el hombre que se iba a reunir con Waingortin, que finalmente logró salir con vida.
"Estaba tremendamente mal herido, pero sobrevivió. Fue muy duro todo. Durante días y días no pude dejar de llorar en privado", recuerda el rabino de La Moneda.
A veces se trata de sobrevivir, como a Waingortin le pasó en el atentado a la AMIA. Ese instinto de sobrevivencia también permea a los funcionarios públicos de la colonia. Waingortin recuerda uno de los primeros encuentros: cuando una funcionaria reflexionó sobre la importancia de estar en La Moneda como ciudadanos chileno-judíos. El rabino parafrasea lo que ella dijo en esa oportunidad:
-En la Europa de hace 70 años, reunir a judíos en una pieza cerrada hubiese implicado llevarlos a matar. Hace 30 años, en Chile, cuando alguien entraba al servicio público y se le preguntaba si era judío, algunos contestaban que sí, pero muchos otros, por temor, todavía lo negaban. Que hoy estemos aquí juntos, honrando nuestra condición de judíos-chilenos es un regalo. Ojalá mi madre viviese para verlo.
Waingortin termina de parafrasear con cierta emoción. Para él, su capellanía es mucho más que un símbolo de integración. S
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