El samurái y la ceiba

<P>Hace 50 años, el 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway se voló los sesos con su escopeta. Ya lo había anunciado a sus amigos de Finca Vigía, en Cuba, donde guardaba multitudes de amuletos africanos.</P>




Ocurrieron dos cosas cuando Heming- way se suicidó en una cabaña de Ketchum, Idaho, la mañana del domingo 2 de julio de 1961. Lo primero es que muchos pensaron que podía ser otro error. Los redactores de obituarios se acordaron de los accidentes de Africa y consideraron conveniente esperar la confirmación. Lo segundo es que los familiares, Mary especialmente, se empeñaron en la idea de que Hemingway había sido víctima de un accidente. Los hechos, sin embargo, no daban lugar a ninguna otra hipótesis que la de la autodestrucción.

No es sólo que un hombre acostumbrado al uso de armas de fuego casi durante toda su vida trate de limpiar una escopeta cargada: la prensa informó que no se había encontrado material alguno para la limpieza de armas en el lugar y que la muerte fue instantánea. El informe policial, así como el certificado de defunción, dicen: «Herida de bala en la cabeza producida por el fallecido». El sheriff dijo que la herida era «de la boca hacia arriba» y que ambos cañones de la escopeta habían sido disparados. No quedó más que la boca, la barbilla y las mejillas.

Hemingway -«experto en métodos para producir la muerte»- sabía que la más segura es la que se produce disparándose un tiro en el cielo de la boca. La mecánica de tal operación, incluyendo la opresión simultánea de los dos gatillos de la escopeta Boss, excluye la hipótesis del accidente.

En oportunidades diversas había anunciado a sus amigos de Finca Vigía que iba a matarse con sus propias manos, que era algo que él iba a «decidir» y que no le daría la oportunidad a la vieja puta -una de sus referencias a la muerte- de decidirlo a su voluntad. Llegó a ensayarlo en presencia del médico Herrera Sotolongo. Se sentaba descalzo en su poltrona, colocaba la culata de la Mannlicher Schoenauer 256 sobre la alfombra de fibra de la sala y se inclinaba para apoyar el cielo de la boca en el cañón del fusil. Oprimía el gatillo con el pulgar del pie derecho hasta que escuchaba el chasquido. Levantaba la cabeza entonces, sonriente, triunfal.

-¿Qué te parece la técnica del haraquiri con fusil? -preguntaba a un Herrera Sotolongo regularmente aburrido, que solía presenciar «las sesiones de suicide training» degustando una sólida copa de Rioja añejado en las bodegas del escritor.

-Interesante -respondía el médico.

-All right, kid, ¿cuál es la parte más blanda de la cabeza? -preguntaba Hemingway-. El paladar, kid. Recuerda eso. Puede resultarte un dato útil en el futuro, créeme.

-Ujum -asentía el displicente galeno-. Se toma nota del asunto.

Pero el objetivo de sus armas eran principalmente los animales. Preferiblemente las piezas de caza mayor. En algunas de las fotografías tomadas por Roberto Herrera se le puede ver en la proa del Pilar con una escopeta de calibre reducido. Está tirándoles a las aves costeras. Es una forma que tiene de calentar el brazo y afinar la puntería. En otras oportunidades se desplaza hacia el Club de Cazadores del Cerro, cerca de Finca Vigía, con el mismo propósito. El arsenal de escopetas y pistolas que conservaba en su casa y las docenas de cabezas y pieles disecadas hablan con elocuencia de su historia como cazador.

La crítica ve una metáfora: Ernerst Hemingway buscaba el Ngàje Ngài, La Casa de Dios. Son críticos severos y se pronuncian a distancia. El esqueleto seco y helado de un leopardo en las proximidades del monte Kilimanjaro simbolizaría el propósito del escritor. Se trata, en todo caso, de un interés habitual en la literatura al que Hemingway no se refirió jamás en broma. No le dedicó una sola de sus famosas boutades: la inmortalidad.

Mas había otras posibilidades de obtener ese estado de laxitud inmemorial a la que han aspirado tantas generaciones (no sólo de poetas) y que ciertas informaciones recientes nos permiten decir que fueron tentadas por el a todas luces duro Hemingway. Tiene relación con los múltiples amuletos africanos que se encuentran en Finca Vigía, de San Francisco de Paula, al sudeste de La Habana, y que Mary, su mujer, comedida y anglicana, describía a sus visitantes como suvenires de los safaris.

Lucía Castillo Cabrera afirmaba otra cosa mucho más categórica. Que Hemingway «creía». En el habla popular cubana significa que una persona se ha iniciado en alguna de las religiones sincréticas que pululan en la isla. Con fuertes ingredientes católicos, las deidades y ritos cristianos sucumben, no obstante, a las motivaciones y necesidades culturales de la masa de esclavos negros traídos a Cuba durante cuatro siglos. Despreciados y hasta perseguidos por el fariseísmo de las clases dominantes, los santeros cubanos debían refugiarse en una actividad semiclandestina.

Juan Pastor López Gómez, que murió exactamente a las 12 de la noche del 7 (¿o el 8?) de septiembre de 1967, decía haber conocido dos afectos verdaderos en su vida: el de Lucía Castillo Cabrera, su mujer, y el de Ernest Miller Hemingway, su patrón. Lucía declaraba que fue la muerte de Hemingway la que provocó la de su marido. Juan Pastor nunca fue el mismo desde el fallecimiento de Hemingway. Antes, según la descripción de Lucía, había sido «un negro hermoso, de cachetes rosados, muy elegante con su traje gris y su corbata negra». Conoció la noticia de la muerte de Hemingway y le entró una especie de estado depresivo permanente. Luego lo agarró un cáncer. Hemingway había dejado en herencia a su antiguo chofer dos auténticos tesoros: su Buick y su Chevrolet pick-up.

En cierta ocasión, hacia los años 50, cuando la muerte aún no asomaba por los vergeles de Finca Vigía, cuando las fiestas parecían interminables y las guerras eran cosas remotas y ajenas y se vivía para escribir y para recibir los homenajes y Mary cuidaba los rosales, Hemingway creyó reconocer la primera señal, apenas perceptible, subyacente, silenciosa. Hemingway llamó a su chofer y preguntó, con la voz paternal de estas situaciones:

-Juan, tengo entendido que su señora está enferma y que no encuentra alivio. ¿Es cierto?

Juan dijo que sí. Lucía estaba enferma, pero «sólo un poquito». Estaba yendo al médico. Nada grave. Bueno, pensaba que no era nada grave. Cierto que nadie descubría el origen de la enfermedad. Pero las cosas seguían su curso.

-No, Juan. No es así. Debes llevarla a una persona. Yo no tengo que decirte quién.

Era Arsenio, uno de los santeros residentes en la villa de Guanabacoa, tirando al noroeste de San Francisco de Paula, ahí cerca. Su reputación como santero que obraba auténticos milagros llega a nuestros días. Anteriormente, había consultado al mismo Hemingway y lo había sacado de algunas depresiones. Pero un «tratamiento» de esta clase solía ser caro, máxime para gente de escasos recursos. En el requerido por Lucía, se trataba de una secuencia de ceremonias para iniciados que incluye llevar durante varios meses ropa y calzado blancos y que en la Cuba de entonces salía en unos 1. 000 pesos -una verdadera fortuna.

La suma es considerable todavía hoy. Hemingway desembolsó todo. Debía aceptarse como un regalo a Juan y su familia. No le afectó el modesto salario a su chofer, 120 pesos mensuales. Sólo le dijo, en el estilo habitual: «Ella ha visto a quien tenía que ver. Ha hecho lo que tenía que hacer.»

Para los probables escépticos, Lucía tenía algunas preguntas. Era de su máximo interés que se transmitieran. ¿Por qué la casa llena de amuletos africanos? ¿Por qué la devoción hacia la ceiba que crecía en el jardín de su casa? ¿Por qué escribía descalzo sobre una piel de lesser kudú?

La ceiba se convirtió en una especie de símbolo de Finca Vigía por cerca de un siglo; aparecía en todas las fotos, robusta y chaparra, justo a la izquierda de la puerta revestida de tela metálica. La ceiba es el árbol sagrado de las religiones afrocubanas, en la que se le llama arabba. Hemingway había dicho a sus amigos en muchas ocasiones que le gustaría que lo enterraran al pie de este árbol. Consideraba que era un sitio apropiado para su tumba, sin lápidas ni túmulos. Sólo la ceiba y él.

El respetable árbol fue protagonista, o la base argumental, de ciertos conflictos acaecidos hacia los años 50.

El problema es que una de las raíces, que pareció ser particularmente sedienta o intranquila, y muy fuerte, se alargaba en busca de agua. En su rastreo, cruzaba por debajo del piso de la casa y había comenzado a levantar las losas. Hemingway dio una de sus órdenes terminantes y enarboló la teoría de que las plantas debían crecer sin limitaciones. Esto, que podía pasar para el común de los mortales como una de sus extravagancias, tenía un significado claramente identificable para Lucía.

-A mí sí que no se me hacen cuentos -afirmaba la dulce, venerable anciana-. El americano sabía lo que estaba haciendo.

Al parecer, el audaz que se decida a talar una ceiba debe prepararse a sufrir una avalancha interminable de desgracias -él y toda su familia.

Sus negocios quebrarán, se quedará impotente (o estéril, según el sexo), sus hijos -tenidos antes de la tala, claro- se volverán idiotas, rayos y centellas caerán sobre su casa, la comida escaseará. Es espantoso todo lo que puede ocurrir a causa de una ceiba talada o desterrada.

Bien, Hemingway dijo que la raíz retrocedería cuando no hallara agua, y las losas regresarían a su lugar de origen. Pero Mary había pensado distinto que su marido y contrató un jardinero. Esperó una mañana que Hemingway saliera para La Habana y, cuando el automóvil dobló la esquina, ordenó al jardinero que pasara. El inocente levantó las losas del llamado Cuarto Veneciano, desplazó la tierra alrededor de la raíz, sacó sus instrumentos, un machete y un hacha, y procedió contra la raíz. Rato después, estuvo en sus manos. Ceiba mutilada. Y Ernest Hemingway mirando al jardinero y a Mary, que estaban absortos en su tarea.

Cuando sintieron la presencia y levantaron la cabeza y escucharon el consabido «Ujum», lo que tenían encima era a Hemingway con una de sus Rémington de dos cañones, calibre 12.

He aquí uno de los usos eventuales, por parte de Hemingway, de su arsenal. Mary se quedó en el cuarto, sudorosa y petrificada. El jardinero saltó por la ventana y salió corriendo, aún con la raíz en la mano. No la soltó hasta la mitad del jardín, al mismo tiempo que trataba de ganar la puerta. Hemingway, que le pisaba los talones, hizo los primeros disparos al aire.

Una noticia de alguna manera imprescindible en este contexto es que en 1983 la administración socialista del Museo Hemingway, de La Habana, se vio en la penosa necesidad de talar la ceiba debido a que se encontraba «enferma». Un doctor en botánica determinó que tenía más de 150 años y que ya no aguantaba más. Era una especie de ceiba melancólica y solitaria que estaba pudriéndose. A la administración se le ofreció la gran oportunidad. Se acababan los problemas de rehabilitación de los cimientos y pisos de la instalación. Las raíces nunca encontraron agua, pero tampoco retrocedieron. Una ceiba joven y de escaso metro y medio de estatura fue plantada en el mismo lugar. De esta forma se transfirió a la administración del año 2120 el problema de las raíces y las losas.

Sin embargo, una cosa a seguir de cerca será el destino de los cinco fornidos, saludables y despreocupados taladores de la Empresa de Jardinería y Botánica H-17, perteneciente al Poder Popular de Ciudad de La Habana, que tuvieron a su cargo la tarea de convertir en leña el árbol bajo cuyos ramajes desnudos Hemingway quiso dormir el sueño eterno.

Una pesquisa en profundidad permite inventariar los siguientes objetos conservados en Finca Vigía: entre la sala y el comedor, en una repisa, hay varias tallas africanas en madera. En otra repisa, un pájaro tallado en cuerno de antílope africano. En la biblioteca, frente a la sala, candelabros dorados con forma de cabezas de ángeles. En la misma biblioteca, la alfombra del sofá es una pieza auténtica usada para sus oraciones por los musulmanes en Mombasa. En la habitación de Hemingway, colocada sobre el escritorio, una piel de kudú. En la misma habitación, frente al buró, cuchillos y bastones regalados a Hemingway por jefes de tribus massai y wakamba. Entre los objetos sobre el buró se encuentran tallas religiosas de Machakos, Africa oriental. En el Cuarto Veneciano, encima del librero de los bolsilibros, hay una máscara ritual de ceremonias de los wakamba, otra máscara tallada en madera, un colmillo de jabalí, brazaletes de cuentas regalados por las mujeres wakamba cerca de los pantanos de Kimana, Kenia, un tocado ceremonial de cuentas de los massai y un cuerno en forma de riñón que se usa para transportar fuego en la estación lluviosa.

Todo esto era símbolo inequívoco de una filiación para Lucía Castillo Cabrera. No sólo enaltecía ante ella al padrino-escritor, sino que le servía para identificarse con él. Y dondequiera que Hemingway se encuentre ahora (que no es, por cierto, entreverado en las raíces de su vieja y robusta ceiba) debía saber que hubo un vaso de agua y una plegaria a su nombre en la casa y en los labios de una humilde negra cubana. Humilde, pero a la que no se le hacían cuentos.

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