El sastre más cotizado del centro de Santiago
<P>Desde hace seis décadas, Rafael Pauli confecciona trajes a medida. Llegó de Italia a bordo de un barco, con una máquina Singer, tijeras y una huincha. Hoy, es de los pocos sastres que quedan en la ciudad. </P>
Esta historia tiene todos los elementos de una gran aventura. Una guerra, un viaje al fin del mundo, un romance, una cuota de suerte y el destino de un hombre forjado gracias a sus manos. Es la historia de Rafael Pauli, uno de los pocos sastres que van quedando en las galerías del centro de Santiago. Su odisea la cuenta con acento italiano, en medio de varias telas importadas, una huincha, tijeras y una vieja máquina de coser Singer.
Rafael tiene 81 años y la estampa de un caballero. De esos de antaño. Lleva puesto un impecable traje de lana inglesa de un sutil tono azul pizarra y hecho a la medida, que el mismo confeccionó hace 15 años. "Ojalá yo me mantuviera tan bien como este traje", dice, entre risas, mientras saca del bolsillo de su chaqueta un pañuelo de tela para limpiar su cara. Es uno de esos pañuelos que ya casi no se ven por ningún lado y que también son de antaño.
Sentado en una de las dos sillas que decoran el interior de su taller -ubicado en la galería La Merced, en la esquina de Huérfanos con Miraflores-, Rafael recuerda los inicios de su oficio en la capital, que se remontan a fines de los años 50. Sobre la vitrina del local se lee: Sastrería Trieste. Corte italiano, Damas y Caballeros.
"Aprendí esta profesión el año 46. Acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial y había que buscar algo que hacer para subsistir", cuenta Rafael, quien hizo sus primeros cortes en Trieste, su ciudad natal. Primero, bajo el alero de un sastre que le había hecho un traje a él, luego con otro. "Llevaba tres años aprendiendo y me sentía 'capo'", dice.
Pero fue la mala suerte de otro sastre la que le bajó los humos de la cabeza. "Estuve ocho meses trabajando con un sastre que había sufrido una parálisis cerebral y no podía mover la mitad del cuerpo", recuerda. Rafael, entonces, se convirtió en las manos del maestro y aprendió la técnica al detalle.
Mientras se instruía, Trieste quedó dividida en dos zonas, una italiana y otra yugoslava, donde estaba su casa. "Mi abuelo, mi padre y yo nacimos en el mismo hogar. Pero, por cosas de la guerra, mi abuelo fue austro-húngaro, mi padre italiano y yo yugoslavo", dice. También por esas cosas de la guerra, Rafael se vio obligado a migrar: "Después de dos años de ocupación, los norteamericanos e ingleses se fueron. Y con ellos mis clientes".
Primero, intentó partir a Australia, pero su solicitud no fue aceptada. "Buscaban trabajadores, no profesionales", cuenta. Las otras opciones eran Colombia y Chile. "No sabía nada de estos países, así que me informé". Su decisión lo llevó hasta el fin del mundo.
Antes de partir, Rafael conoció al cónsul chileno en Italia. "Me dio una carta de recomendación y me dijo que fuera a una antigua casa de modas santiaguina: Falabella", explica. El sastre viajó un mes sobre un barco, mitad carguero y de pasajeros, en un trayecto que recuerda como el más mareado y difícil de su vida.
Llegó a Santiago en febrero de 1955, con su flamante Singer, sus tijeras, tizas y una huincha. "Era pleno verano y fui a Falabella, sin saber una palabra de español. Todavía estoy esperando que me llamen de vuelta", se ríe.
A partir de entonces, las coincidencias y el boca a boca forjaron su camino como sastre en la ciudad. "Trabajé un mes para un sastre. Gané $ 4.000 y mi pensión costaba $ 4.500. Esto me impulsó a independizarme", explica.
A pocos pasos de esta pensión, en San Ignacio con Alonso de Ovalle, los dueños de un almacén le dieron sus primeros encargos. "Terminé vistiendo a los parientes y amigos. Fueron 84 días de trabajo", dice Rafael, quien confeccionaba los trajes en el dormitorio de la pensión universitaria sólo para señoritas. "La dueña de casa me aceptó sólo con la condición de ni siquiera saludar a la chiquillas. Pero ella salía y todas las niñas me rodeaban, curiosas de este extranjero", dice.
El problema era que ahí no podía recibir a sus clientes. Luego de dos años en Santiago, en 1957, Rafael abrió su primer taller en un local subterráneo de la Galería Astor, en Huérfanos con Estado, donde contrató a un ayudante.
Hasta ahí comenzaron a llegar los banqueros y ejecutivos que trabajaban en el centro. "Trataron de convencerme para que me fuera a trabajar a la sastrería de un banco. Pero ya había probado durante un mes a ser empleado y dije que nunca más", afirma. Según él, no le iba mal, pero recuerda su estadía de 20 años en este primer taller como "una mina, oscuro y en una galería que con el tiempo se puso muy mala".
Desde hace 36 años, Rafael atiende a los pocos clientes que le van quedando en la galería La Merced. "La crisis del 82 y la producción en masa fueron una guillotina para los sastres", explica. Según él, los que aún buscan sus servicios son gente que puede pagar los $ 450.000 que cuesta el traje más barato, fabricado con telas nacionales. "Son las telas que todavía me quedan de Bellavista Tomé. Así de lento va la cosa", asegura. Los más caros, confeccionados con telas italianas e inglesas, pueden llegar a costar hasta $ 750.000.
"Algunos prefieren que les tome las medidas detrás de la cortina y en privado; otros, en cambio, se hacen ver", dice Rafael. Lo primero, eso sí, es elegir la tela. Luego, se mide el largo de la espalda, el ancho de los hombros, el largo del codo, la manga, el tórax. Después el pantalón. Y su huincha recorre la cintura, la cadera, el largo de las piernas y el ancho del tobillo. Es un ritual de pies a cabeza que, entre pruebas de calce y hechuras, puede tardar hasta 25 días.
Rafael está casado con una chilena, tiene tres hijos y un nieto "superdotado que está estudiando en Italia". El año pasado, en vista de los buenos resultados que obtuvo en la universidad, viajó con su nieto a las costas de Dalmacia. "Ahora puedo morir tranquilo, porque ya vi lo que quería", dice.
Pero Rafael está lejos de eso. Todos los días, a las 9 de la mañana, llega a su sastrería, vestido de traje impecable y con un pañuelo en el bolsillo. "No puedo quedarme en mi casa. Eso sí que sería morir", asegura. Por ahora, su oficio sigue vivo en una galería del centro.
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