El secreto mejor guardado de los organilleros santiaguinos

<P> Aunque parezca increíble, hay una soterrada disputa en la cultura popular de los organilleros de Santiago. Unos respetan la tradición y otros la traicionan con la tecnología. Saber distinguir cuál es cuál, requiere paciencia, observación y muchas monedas para hacerlo sonar. </P>




CAE una moneda rodando al pavimento ardiente y el organillero Juan Trincado se agacha a recogerla quejumbroso. Lleva seis años en el oficio. Antes fue gásfiter. Y antes de eso, funcionario municipal. Apenas se asoma en la Plaza Brasil empujando su pesado artefacto con ruedas, un coro de niños diciendo "ohhh" se reúne a estirar las manos hacia los remolinos de "la piña" (un manojo de totora donde van clavados). Pero la música de su organillo suena algo desabrida: las flautas que producen el sonido están sujetas con huincha y la manivela tiene pesadas soldaduras.

A medida que recorre el barrio, entra en confianza. Hasta que lanza un dato inesperado: "La familia de Manuel Lizana arrienda todos los organillos de la capital. Ellos son dueños de todos los organillos de Santiago. Tienen un montón, y los arriendan súper caros, a $ 60.000 la semana". Según cuenta, el oficio no deja tanto, "cerca de $ 10 mil diarios en propinas". Pero hace un tiempo, Juan encontró una solución: ahora arrienda un "organillo adaptado", que es de otra familia, de los Castillo, en Vivaceta. Le cuesta menos, $ 15.000 a la semana. "Al parecer, tienen cerca de 50 y aunque no suenan a las mil maravillas, al menos suenan".

Trincado lleva una hora tocando en la Plaza Brasil. Intempestivamente la música se detiene del todo. En seco. Se queda dando vueltas a la manivela en banda. "Se acabó el casete...", dice, y se le salen algunos garabatos. Levanta el respaldo del organillo y asoma el panel de una radio de auto, una batería y un parlante mediano. Mira para todos lados y se decide a apretar rewind. Luego stop. Y luego play. Y comienza a darle de nuevo a la manivela como si no hubiera pasado nada. El sonido sordo de las flautas vuelve a retumbar por el parque. "No le cuente a nadie", dice.

En una casa que está junto a un taller mecánico, en Vivaceta, niegan arrendar organillos o cualquier otra cosa. Pero Manuel Lizana, el verdadero capo di tutti de este negocio, cuenta lo que sabe: "Hacen esos engendros porque un organillo de verdad cuesta $ 10 millones", dice. El es el último reparador y fabricante de organillos. Vive en San Ramón. Los suyos tienen un bello y complejo mecanismo de madera por dentro, que le toma medio año hacer. Tienen un sistema de fuelles en la base, que expulsa el aire a través de una serie de flautas de bambú siguiendo la pista de un cilindro con la partitura. "Todo hecho de maderas finas, de haya, de pino oregón... El sistema entero se mueve con la manivela", promete Lizana.

Desde 1990 que está en una cruzada contra los organilleros falsos. Por eso es que creó la Corporación de Organilleros de Chile en 2001. "Hay más copias que originales. Son alrededor de 100 las imitaciones y sólo van quedando 30 verdaderos", acusa. A estos últimos los ubica con nombre y apellido: nueve están en manos de su familia, cinco con los Chávez, cinco más con la familia Lara, dos los tiene Manuel Lira, y cuatro Gustavo Núñez. Del resto sabe la ubicación geográfica: cinco también en Valparaíso, dos en Argentina (uno en Luján y otro en San Telmo). En Brasil, en Realeza, también hay uno, y en México quedan unos 100, pues tuvo su propia industria de organillos en la década del 30. Tres meses del año, Manuel se los pasa reparando y afinando organillos al Distrito Federal. Allá les llaman "cilindreros". También ha viajado a Nueva York, Francia y Canadá. Y estuvo en el festival de organología de Triber, ciudad donde se inventaron estos aparatos a comienzos del siglo XIX.

¿Los organillos falsos están ganando la batalla? "No creo, con todo esto del patrimonio se ha revitalizado la tradición", afirma. "Hemos ganado un par de proyectos gubernamentales para restaurar organillos y, así, los viejos no se los vendan a los falsos". Es su batalla personal. Su cruzada. Aprendió carpintería por sí solo, a armar los complejos cilindros de música con ayuda de un musicólogo, y a afinar los organillos de oído. Ha vuelto a la vida 23 ejemplares desde 1990.

Durante años hubo un solo reparador en Chile, Enrique Venegas, y cuando murió en 1980, no dejó aprendices. Muchos organillos murieron. Como eran muy curados, los aparatos se les pasaban cayendo o se los robaban. En vez de reparar los que se echaban a perder, a alguien se le ocurrió una vez abrir unos ejemplares dañados y ponerles una radio dentro. "Fue un divorcio sin vuelta atrás. Rompieron la tradición, le causaron un gran daño al oficio", piensa Lizana. Por eso, hoy se preocupa de que nadie grabe sus melodías y así no llegue a manos de sus enemigos. Sabe que ellos hablan mal de él, pero decidió ignorarlos.

Organilleros falsos y verdaderos se conocen entre sí. Pero se dividen las calles y plazas para no toparse. Los verdaderos tienen los mejores barrios -Las Condes, Ñuñoa, plazas importantes- y los falsos caen a su suerte. Si llegan a toparse, ni el lorito adivino se salva de la trifulca.

También hay otros divorcios en esta cultura popular. Antes el organillero tocaba junto al chinchinero. "Uno es la melodía y el otro la percusión del mismo tema", dice Lizana. Andaban siempre juntos. "Hasta que en los 80 Pedro Lara, hijo de un organillero famoso, rompió también su organillo. Como era buen chinchinero salió solo a la calle". De ahí prendió la moda y hoy ambos oficios andan por separado.

Manuel y su hijo Juan José Lizana quieren volver a unirlos. Salen los fines de semana a las calles de Las Condes, Guardia Vieja, Isidora Goyenechea, El Golf. Van con sombrerito tanguero, chaleco de levita y zapatos brillantes. Manuel al organillo y Juan José, al chinchín. La lorita María José mira desde su jaula. Y las monedas caen rodando a la vereda desde los edificios brillantes.

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