El último arriero de Santiago

<P>Arriba en la cordillera. Galopar en la montaña y arrear hasta 800 cabezas de ganado es una labor que está en extinción. En la Región Metropolitana sólo quedan 30 arrieros, uno de ellos es Manuel Gana, quien lucha por mantener su oficio e incentivar a los más jóvenes para que sigan sus pasos. </P>




LA primera vez que subió a la montaña tenía ocho años. Manuel Gana, arriero por más de tres décadas, recuerda ese momento mientras se monta sobre Cambalache, su actual caballo. "Fui con mi papá, que también era arriero. Desde entonces, casi todos los veranos de mi vida los he pasado arriba, cuidando ganado", explica. Gana es un hombre delgado, con manos ásperas y chupalla inmóvil, pese a moverse siempre al galope. Es, a sus 49 años, uno de los últimos representantes de este oficio en Santiago. De hecho, no quedan más de 30. Todos familiares o conocidos que, al igual que él, aprendieron la labor de sus padres y viven en Villa Matilde o Montenegro, dos caseríos rodeados de montes, a la altura del kilómetro 11 del camino a Farellones.

Cuando Gana dice "arriba" se refiere al Valle de Olivares, un sector a 3.500 metros de altura, ubicado a un costado del río Colorado, a corta distancia de la frontera con Argentina. En época de deshielos, a fines de septiembre, hasta que caen los primeros copos de nieve, en abril, recibe 800 cabezas de ganado -que el resto del año pastan en las llanuras de Santiago- con el encargo de llevarlos hasta aquel recóndito lugar donde sobran pasto y silencio y escasea todo lo demás.

"Es un aislamiento absoluto, no se escucha ningún ruido, salvo el de los cóndores. A veces me topo con otros arrieros, pero hablamos poco. Estar arriba es puro trabajo, porque no se puede perder ningún animal", dice.

Al valle se accede en un viaje de dos días a caballo, en una ruta que no es tal sino una mezcla de senderos, desfiladeros, piedras y que sólo la experiencia la hace algo expedita. "Hay varias paradas hasta llegar al valle. Espino Grueso, Piedra Larga, Manzanitos, La Quesería, El Paico... Lo más complicado es El Paico, porque el camino es pedregoso y se te puede caer un ganado al desfiladero", cuenta. "Si te agarra una neblina o el viento blanco (una ventisca de nieve fina que enceguece) es mejor no moverse. Conozco gente que se ha perdido semanas por porfiada. A mí nunca me ha pasado", advierte.

¿Provisiones? Cuando Gana parte a la montaña siempre carga un 'macho' (una mula) con sus pertenencias. Pocas, en todo caso. Dos frazadas, un buen poncho, la chicotera (rebenque) y su escopeta por si aparecen depredadores como el cóndor o el puma. También varios kilos de harina para amasar pan, té y café. "Arriba duermo en un refugio y de cuando en vez cazo una liebre. No hay mucho tiempo para aburrirse, pero a veces hago lazos con la piel de las vacas", relata.

En su periplo no puede faltar el fiel perro, fundamental para mantener a todos los animales caminando juntos. "Subo con tres o cuatro y cualquiera que aguante el tranco es bueno. Los finos, como un pastor alemán o un policial, aguantan poco, eso sí. Los quiltros, que son más rústicos y más astutos, dan la pelea", comenta.

En el Valle de Olivares las vacas y ovejas pastorean libremente. Gana, junto a sus canes, debe evitar que se dispersen. "Cuando llega marzo y se acaba el pasto, muchas vacas se devuelven. Se saben el camino y quieren bajar. Ahí se complica la cosa, porque son testarudas", relata.

Es una misión fundamental volver con la misma cantidad de ganado con el que se parte. Si desaparece uno, hay que justificarlo. La máxima es: un ejemplar aparece vivo o muerto. "Si un animal se muere hay que llevarle una marca al patrón. Generalmente le cortamos la oreja, para que sepa que no se vendió por otro lado", cuenta.

En la montaña, Manuel también oficia de veterinario. En caso de que una vaca comience a parir, él debe ayudarla -aplicando cuchillo si es necesario- y cuidar al novillo recién nacido. "El cóndor siempre sobrevuela el campamento, pero sólo ataca a los novillos. Por eso hay que estar cerca, con la escopeta a mano por si acaso", explica.

En caso de enfermarse el arriero, el panorama cambia. Entre ellos hay una receta para el dolor de estómago o la migraña que ha pasado de generación en generación: la agüita de culo. "Es bosta de animal hervida en agua. Es medicinal e infalible. Una vez no sé qué me cayó mal, pero la tome y sirve. Es una tradición", confiesa.

Entre risas, Gana dice que técnicamente nunca ha bajado de la montaña. En Santa Matilde vive y además trabaja cuando no está arreando, pues ahí administra la medialuna del lugar. Santiago es algo lejano, al que evita ir. "Una vez al mes vamos a comprar mercadería para la casa al barrio Mapocho, donde hay una distribuidora. No conozco los supermercados. Vamos por el día y nos volvemos altiro, no me hallo en la ciudad", dice.

Dos de sus hijos van al colegio, la mayor trabaja en la capital y el mayor de los hombres, con 18 años recién cumplidos, se marchó a Porvenir para hacer el servicio militar. "A él lo llevaba a arrear conmigo, pero se fue, como varios jóvenes. Ojalá se especialice en algo relacionado con la montaña", cuenta.

Gana dice que el oficio está muriendo. Tiene su tesis. "La gente nueva que sube a la montaña es floja, se quedan en el ruco (el campamento base) mientras pasta el ganado sin hacer nada. Por eso se aburren. No aguantan una semana", relata.

Sin embargo, el gran peligro para el arriero es la parcelación de los pocos fundos que quedan en Santiago. Muchos empresarios optan por dividir las tierras para comercializarlas como parcelas de agrado y venden el ganado a otras regiones del país. Según el último Censo Agropecuario, realizado en 2007, en la Región Metropolitana hay 107.599 cabezas de ganado vacuno, un tercio menos de lo que había en 1997.

"El mismo patrón mío terminó el vacuno y se quedó con puras ovejas", se lamenta Gana. Este arriero aún sube a la montaña, aunque cada vez por menos tiempo. "Hace dos años que no paso cuatro meses arriba, pero al menos voy por semanas. Las ovejas se quedan menos tiempo arriba", dice. Lo peor es que no está seguro hasta cuándo seguirá ejerciendo su oficio entre piedras y cerros.

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