El último habitante del Palacio Pereira

<P>Hace 33 años, Marcos Lelas llegó a cuidar la derruida casona con su esposa. Mientras por fuera la construcción parece un cadáver, adentro ellos duermen, cocinan y festejan cumpleaños. </P>




La luz es tan mínima, tan mínima, que incluso cabe en un encendedor café, remedo de Zippo. El aparato le sirve para encender sus cigarros, pero también como linterna. Con esa escasa iluminación, Marcos Lelas (51) logra ver los pasillos de la mansión donde vive y aclarar las escaleras que llevan al segundo piso del Palacio Pereira. Todas las noches hace rondas por este edificio de Huérfanos con San Martín.

El es el cuidador de la casona que data de 1872 y que fue mandada a construir por el abogado y político conservador Luis Pereira Cotapos, al arquitecto francés Lucient Henault. El edificio es ahora un muerto en los huesos. Los escombros lo rodean todo, los adornos de yeso penden de un hilo. Pareciera ser un vestigio de guerra.

Después de que Pereira dejara la casa, la cronología del caserón sufrió una serie de vaivenes: fue comprada por el Arzobispado, luego fue liceo, estuvo unos años en las manos del MIR y después fue allanada. En 1981, la inmobiliaria Raúl del Río la adquirió y ese mismo año fue declarada Monumento Nacional. Ahora, el proyecto del arquitecto Gonzalo Martínez, financiado por esta empresa, busca rescatar no sólo su fachada, sino su interior.

Al mirar la casona por dentro, uno puede pensar que es simplemente una locura tratar de revivir un cadáver. Pero más difícil es entender que alguien lo habite. Ya en el segundo piso, Marcos alumbra las paredes y revela la enorme cantidad de grietas. Son muchas. Todas marcadas con tiza. Así, él va señalando cuántos centímetros crecen con cada temblor.

Hace 33 años que recorre esta mansión derruida. Aquí ha visto crecer a sus hijas, ha soportado los movimientos de la tierra y la invasión de okupas. El Palacio Pereira, con sus fantasmas y cornisas, ha sido el patio de su casa.

"Hemos hecho nuestra vida acá", dice Marcos, mientras su esposa, María León (56), amasa pantrucas en la cocina y no quiere dar ni media declaración a la prensa, porque no confía en los periodistas. Su casa de tres dormitorios y dos pisos está en el sector norte del palacio. Se construyó en una de las remodelaciones para cobijar un liceo. "Antes tenía tres pisos, pero con el terremoto se nos vino al suelo el último. Las niñitas se salvaron de milagro", cuenta Marcos, y enciende un cigarro.

Marcos sabe de memoria dónde pisar y dónde este mismo acto se volvería un peligro. Las micros circulan por calle San Martín y todo se cimbra, levemente, pero él no teme. Y eso que el peligro lo ha acechado. A los 13 años cayó de 17 metros mientras cortaba las ramas de un árbol. El golpe le voló casi todos los dientes. Ahora le quedan tres, además de las muelas.

Su esposa, María León, es la cuidadora oficial y la inmobiliaria le paga por ello, pero es Marcos quien recorre la casa y sigue el proceso de envejecimiento día a día. Además, se encarga de limpiar los autos que se estacionan frente al palacio. "Yo no sé leer ni escribir, porque cuando chico me dio meningitis y no pude ir al colegio, pero la vida me ha enseñado todo lo que sé y hemos salido adelante", dice, mientras enciende un nuevo cigarro.

Su preocupación actual es saber dónde reclamar, porque para Año Nuevo el palacio recibió una serie de petardos desde los edificios contiguos. "Los vecinos llegan y lanzan cosas nomás. Imagínese si esto se quema. Ahí sí que nos metemos en el medio forro", reclama.

Marcos posa para la fotografía principal de esta nota y recuerda: antes se podía caminar sin miedo a los derrumbes. Paseaban libremente. Sus hijas aprendieron a andar en bicicleta en los anchos pasillos, pero a mediados de los 90 el solar comenzó a agonizar.

En la noche, suelta a sus nueve perros para ahuyentar a los extraños. "Hace dos meses nomás vinieron unos okupas. Han entrado un montón de veces, pero llamamos a Carabineros y los controlamos".

El plan del arquitecto Gonzalo Martínez para este edificio es hacer dos salones que se convertirán en grandes galerías. Además, habrá un café en el patio y un edificio de oficinas. La idea ha generado polémica. Hay quienes, como el Colegio de Arquitectos, creen que este es un atentado a la "herencia patrimonial de Santiago". Otros, piensan que es la única forma de evitar el derrumbe. La restauración costará US$ 4 millones.

En su pequeña casa, Marcos convive con murciélagos y fantasmas. "Pasan cosas raras acá", dice. "Nos apagan las luces, se sienten pasos en la escalera, se escucha gente conversar en el centro del palacio. Una vez, estábamos con más personas y todos vimos cruzar a dos monjes franciscanos. Salimos corriendo", cuenta muerto de la risa. Ni él ni su familia les tienen miedo a los fantasmas. Es la única vez que María deja las pantrucas a un lado para opinar: "Ellos estaban antes que nosotros, por eso los respetamos".

Alentado por su hija menor, Tania, Marcos pone en el DVD una película corta que hizo otra de sus hijas como tesis de su carrera. Se llama "El laberinto del pasado" y muestra una de las certezas de la familia: que aquí penan.

En plena grabación se cruza la sombra de una señora con un amplio traje antiguo. "Por ese fantasma le pusieron buena nota a mi hija", cuenta, como si hablara de algo cotidiano, aunque la escena le para los pelos a cualquiera.

Marcos tiene una máxima: “Yo sólo me preocupo del presente”, dice cuando piensa en sus años en la casa y en la obligación de tener que marcharse cuando se convierta en un edificio. A pesar de que el Palacio Pereira es parte de casi toda su vida, él prefiere imaginarlo renovado, con sus fantasmas, las piletas y los cristales de la nave central. Si no teme a que el palacio se le venga encima, tampoco le tiene miedo al futuro.

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