El vals chilote

<font face="tahoma, arial, helvetica, sans-serif"><span style="font-size: 12px;">Chiloé está de moda. Sus hoteles boutique en palafitos, sus iglesias, su artesanía y su naturaleza han atraído a miles de turistas e inversionistas de todo el mundo. Pero mientras los afuerinos hablan de lo mágico del archipiélago, los chilotes reclaman por el aumento de la industria que amenaza con destruir los encantos que el resto viene a ver. Este es un baile que se mece entre la abundancia y la sequía, entre lo nuevo y lo viejo, entre el boom y el olvido; con un toque de nostalgia.</span></font>




Cruzo a Chiloé por transbordador al atardecer. El viento está helado pero me quedo en la cubierta porque sé que es una experiencia que puede tener los años contados. El rojo del cielo se refleja en el canal de Chacao. Vengo expectante a esta isla que recuerdo como un paraíso de playas negras vírgenes, ostras y lana.

Al segundo día me pierdo por los caminos de Ancud hacia el Pacífico y termino en una caleta casi escondida, al lado de la enorme playa de Mar Brava. Un grupo de pescadores descargan sacos de almejas desde un bote. Sigo para mirar las cuevas. Hay familias recolectando algas. Hablo con un niño con fuerte acento chilote y casi no le entiendo. Le pregunto para qué usan las algas pero no sabe. Paso por segunda vez frente a los pescadores quienes me pasan un saco lleno de almejas. Un regalo de la caleta, dicen.

Chiloé mágico, pienso. El adjetivo que todos usan para hablar del archipiélago. Un adolescente con una sonrisa preciosa viene a decirme que me faltó ir a ver el muro de las rocas bonitas. Por un segundo desconfío, pero lo acompaño hasta un muro de piedra de unos veinte metros de alto con rocas octagonales de diferentes colores que forman una especie de puzle en suspensión. En la playa no hay nadie y la vista es gloriosa. Le pregunto a Cristopher si puedo acampar ahí. Me dice que sí.

El “boom” post aeropuerto

Chiloé ha crecido y ha cambiado en los últimos 10 años. Hay más industria, menos campo, está más seco y menos aislado. Se ven tejidos ecuatorianos en la feria de Castro y la empanada comienza a ganarle terreno al milcao.

El turismo, que ya venía aumentando con las mejoras en la carretera, dio un gran salto con la inauguración del aeropuerto a fines de 2012. Hoy, hay cuatro vuelos LAN Santiago-Castro-Santiago a la semana -cinco en temporada alta- desde 42.500 pesos. El paquete de cuatro días, desde 417.043 mil pesos, incluye un alojamiento en un todo incluido, un día en Dalcahue, Achao y Curaco de Velez, una excursión de día completo a Castro, sus iglesias patrimoniales y palafitos; y una visita al lago Huillinco y el Parque Nacional de Cucao.

Según cifras de Sernatur, la disponibilidad de camas de la isla creció en un 20 por ciento en 2014. El número de pasajeros que volaron en 2013 entre Santiago y Castro aumentó de un poco más de seis mil a 45 mil. La llegada de cruceros también creció un 144 por ciento entre una temporada y la otra.

Con el boom apareció un casino, el famoso mall, hoteles boutique, restaurantes fusión, tiendas y cafecitos, muchos de los cuales rescatan el valor patrimonial de Chiloé y su cultura. La oferta atrajo a un turista más acomodado, que encuentra que el archipiélago es mágico.

La mayoría del “enchulamiento” turístico está en Castro y sus alrededores. En Ancud este verano estaban recién instalando semáforos y en la isla Quinchao, donde se cultivan ostras japonesas, fue una odisea encontrar un lugar donde comerlas crudas.

Chiloé chic

En el Mar y Canela, restaurante ubicado en los palafitos de Gamboa en Castro, suena una canción de Billie Holiday y huele a café. Mientras pago, la mesera vestida de negro le trae una limonada de maqui y un plato de chancho con salsa de ruibarbo, puré de papas nativas y un cebollín asado a otro turista sentado en la terraza. Por el canal pasa un grupo de cisnes de cuello negro.

Cuando vine a Chiloé hace ocho años los palafitos solo se veían bien en las postales. La mayoría de ellos se estaban cayendo y la basura se acumulaba en todas partes. Hoy, son el símbolo del nuevo turismo boutique de Chiloé.

“Nadie daba un peso por la idea”, dice riéndose María José Lira, santiaguina quien junto a su marido, Samuel Velasco, compró un palafito abandonado. El dueño no entendía para qué lo querían pero se los vendió, según los rumores, en cerca de dos millones de pesos. Hoy, si hubiera uno vacío, costaría alrededor de 80.

La pareja abrió el hotel Palafito Azul, se hicieron una casa, unos amigos les pidieron una para ellos, abrieron una constructora, compraron otro palafito, entusiasmaron a otros a hacer lo mismo, inauguraron el Palafito Verde con una chilota como socia y hace dos años comenzaron un colegio Waldorf. “El aeropuerto fue lo que generó aquí el cambio brusco”, explica María José. “Aumentaron las ventas de terreno, proliferaron los hoteles y mucha gente empezó a tomarlo como una opción de verano o de venirse aquí por un fin de semana largo”.

Pablo Corvalán, santiaguino de 33 años, es uno de los últimos que abrió un hotel en un palafito, el Waiwén. “Castro es un destino tipo Pucón porque es un punto neurálgico para hacer turismo alrededor de toda la isla. Hay más inversión y las cosas se están haciendo mejor”, dice. “La isla invita, es un lugar mágico y es distinto al resto de Chile. Acá hay de todo”. Pablo incluso encontró pareja en la isla.

El aeropuerto también le dio un impulso al negocio inmobiliario y atrajo a otro tipo de inversionistas. “Ya no es el compadre que viene por la parcela de tres palos pagada en cuotas de cien lucas, sino alguien que viene a buscar un campito bonito porque la tierra es barata”, explica Felipe Vergara, dueño de la corredora Chiloé Propiedades. “Me piden que les busque algo simpático, de unos cien palitos, con borde mar. Todos quieren de 10 hectáreas para arriba con borde mar. Es gente con otra estética, que no bota el árbol sino que lo conserva y pone más. Entonces algunos lugares que estaban botados se están volviendo a hermosear porque es gente que invierte, no compra para dejar tirado”, dice antes de contestar el teléfono que no deja de sonar.

Su lista de compradores es larga y llena de nombres conocidos. Deja caer nombres de personas que han comprado tierras aquí, como Baltazar Sánchez, Coco Pacheco, Carlos Cardoen, Roberto Sumar y familias como los Batich y los Mekis. Los barrios más cotizados son los cercanos a Castro como la península de Rilán, Nercón y Putemún, y los precios han subido enormemente en los últimos años, aunque aún se encuentran algunas joyitas. Hoy en promedio una hectárea borde mar vale entre 20 y 80 millones.

“Hay toda una onda de gente de Santiago que ha llegado para acá y que son todos conocidos. Y llegas al aeropuerto y se están todos saludando y diciendo ‘ah es que me compré una cosita acá’, ‘ah mira tú, nosotros venimos a ver un campito’. Esto va a ser un pequeño Zapallar en un tiempo más, pero lo bueno es que tienes varios kilómetros para no verte todos los días”.

La fiebre de la tierra les llegó a todos. Hoy no es raro comenzar una conversación con cualquier chilote -pescador, recolectora de algas, campesino- y terminar viendo unas tierritas de su familia.

La indignación chilota

En la isla llueve 10 meses del año pero frente a la Municipalidad de Ancud pasan camiones aljibe repartiendo agua. “Nos estamos quedando sin agua”, me dice Marijke Van Meurs, directora del Museo de Ancud desde hace 13 años, que me explica que con la tala de bosques nativos y la destrucción de las turberas no hay cómo retener las aguas dulces. Un boletín de la Gobernación Provincial de Chiloé dice que se aprobó una “potente cartera de proyectos que superan los 800 millones de pesos” para “paliar el déficit hídrico en la provincia”.

“Los cambios más dramáticos en Chiloé en los últimos años son medioambientales”, sigue Marijke. “Chiloé es atractivo por su cultura y por su medioambiente y los dos elementos están en peligro gravísimo”.

Entre alegatos contra la industria extractiva en Chiloé -choritos, salmones, madera, proyectos mineros y energéticos- Marijke pregunta quién puede pensar que el desarrollo turístico va de la mano con un proyecto gigante de energía eólica en la playa de Mar Brava. “Es como bien raro”, me dice.

Como ella, hay varios chilotes enojados. Y están enojados porque sienten que nadie los escucha. Que se toman decisiones desde la capital sin preguntarles nada a ellos. La provincia tiene como pilar de desarrollo el turismo, pero ellos ven que al mismo tiempo aumenta la presencia de una industria que destruye y se lleva las riquezas de la isla sin dejarles nada que les guste. Y entonces está el puente. Un puente que vale 700 millones de dólares y que nadie les preguntó si querían. “Este gran puente no le da ninguna solución a los problemas reales del archipiélago. Chiloé necesita un hospital, una buena universidad, interconectividad interna y esto del puente es como una falta de respeto. Todos entienden que el puente es para beneficiar a la industria”, dice Marijke.

Continuamos la conversación en la plaza de Castro, donde ese viernes de fines de enero, se realizaba un encuentro convocado por diversos organismos culturales y medioambientales para discutir el futuro del archipiélago. El acto llamado “Para que Chiloé no deje de ser Chiloé” era un intento por llamar la atención del gobierno para que considere sus verdaderas necesidades. En corto, no al puente. “Nos preocupa el crecimiento de Chiloé porque se entiende como un crecimiento económico, pero no implica un desarrollo para la gente de acá”, explica Tarsicio Antezana, presidente de la Asociación para la Defensa del Ambiente y la Cultura de Chiloé, biólogo marino de la Universidad de Chile y doctorado en Oceanografía en la Universidad de California donde también es profesor visitante.

Según él, Chiloé está muriendo: “Lo que puede ver el turista todavía es el show, el show del curanto y de la minga. Pero el Chiloé del poncho, el gorro y las botas, ese ya no existe. El mar está sembrado de bollas naranjas, las playas están sucias y la gente dejó el campo por un salario mínimo”, dice. “El compromiso real de proteger el patrimonio no está”, dice Álvaro Montaña, geógrafo del Centro de Estudios y Conservación del Patrimonio Natural de Chiloé y agrega: “Los incentivos para que la gente viva bien en el campo y mantenga sus costumbres y oficios, no están. En salud y en educación tampoco. ¿Por qué el gobierno apoya un proyecto como el puente que no resuelve nuestra problemática diaria en vez de financiar proyectos que la isla necesita para sobrevivir?”.

Le repito la pregunta al gobernador de Chiloé, Pedro Bahamóndez, que escucha el acto desde su oficina frente a la plaza. “El puente es una oportunidad porque no compite con inversiones en salud, educación o interconectividad, que es el otro anuncio que la Presidenta hace en la provincia. Para nosotros el desarrollo es una oportunidad”, contesta.

Para la gobernación, dice Bahamóndez, el turismo es uno de los principales pilares de desarrollo de la isla por lo que se creó una oficina especial y se está trabajando un plan estratégico provincial. Pero el turismo y la industria corren por distintos carriles, dice, “y hay que tener los resguardos correspondientes”.

No sólo nostalgia

Me despierto a las 6 de la mañana para ver la llegada de las mujeres que vienen de las islas a vender al Mercado de Castro cada sábado. Vienen en las lanchas cargadas de flores y sacos rojos llenos de papas.

Dicen que algunas de ellas les cantan a las papas para que salgan más bonitas. “Uy, eso era antes”, me explica Erika Sánchez, una ex reportera de radio que dejó el periodismo porque las papas le dejan más. Pero de pronto, me dice: “esa abuelita le canta a las papas”.

María Norma Aguilar Alarcón es una historia aparte. Le bajó el amor por las papas cuando niña y comenzó a cultivarlas, coleccionarlas y a componerles canciones. “Cuando las cocinaba, me daba mucha lástima comérmelas”, dice y se tapa la cara. Tiene 70 años, se sabe los nombres de todas las variedades: la cigüeña, la morena, la cascabel, la cabrita. ¿Y por qué hay que cantarles a las papas? “Yo les canto porque las encuentro bonitas y les sacó canciones, po!”.

Dejo Castro para visitar a Elena Bochetti, quien se define como conservacionista y vive desde el año 91 en una acogedora casa de subsidio insertada en sus 11 hectáreas cerca del Lago Huillinco. Hace tres años abrió Bosque Piedra, un sendero que hizo con fondos de Conaf en el que hace visitas guiadas para los turistas extranjeros que le mandan desde los palafitos y desde el exclusivo hotel Tierra Chiloé en Rilán. “El turismo es nuestro futuro”, dice Elena mientras discutimos sobre la tensión entre conservación y desarrollo.

Su tesis es que el turismo es una industria limpia que puede beneficiar directamente a los locales si se hacen las capacitaciones necesarias para que se integren a la industria con calidad -actualmente casi el cien por ciento de la infraestructura turística es de afuerinos. Al mismo tiempo, el turismo promueve la conservación porque valora lo autóctono y necesita del patrimonio natural y cultural de la isla como atracción.

Pero conservar patrimonio tiene que ser rentable para todos. Si las hijas de las señoras que hacen tejidos con el proceso original -hilado y tejido a mano, uso de tinturas naturales - ven que sus madres venden en treinta mil pesos la frazada que les toma dos meses hacer, no van a querer aprender ese oficio, dice. “Los oficios no se pierden si se respeta el precio justo”, dice Elena. Lo mismo con las papas, las tejuelas, los bosques, los servicios, explica y agrega: “Hay mucha gente que está trabajando en esa línea y la verdad es que son exitosos. Los que ponen un hostal palafito les va bien, la que tiene un restaurante, aunque sea con nuevas recetas, pero con cocina local también. Entonces tenemos clara la respuesta del público. Para allá va la cosa”.

Regreso a Ancud. Han pasado ya casi dos semanas desde que llegué al archipiélago y mi auto está cargado de tesoros. Me detengo en el mercado para comprar dos kilos de ostras -a 1.200 el kilo- y seguir a Duhatao, una playa que se forma entre la desembocadura del río del mismo nombre y el Pacífico. Ahí la marea sube y baja y deja ver cuevas y playas llenas de conchas de locos. No hay turistas y cada tanto pasan familias a caballo recolectando algas. Muchos de los locales subsisten con la extracción de la Luga que les compran en 500 pesos el kilo y luego se exporta para cosméticos.

Camino de playa en playa con el agua hasta las rodillas admirando paredones de bosques nativos y el azul prístino del mar entre las rocas. Pasa un pudú y veo una vertiente que llega al agua. Cerca de mi carpa me encuentro con el dueño de las tierras y le digo que nunca he visto un lugar más lindo. “Yo vendo un campito por aquí”, me dice. Un par de horas después estamos en el terreno con vista al mar y le digo que lo quiero. T

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