Equivocado rol del Senado
EL JUICIO que se llevó a cabo en el Senado, en el cual se resolvió condenar al ministro de Educación acusado de infringir la Constitución, presentó aristas político-institucionales que evidentemente no fueron bien comprendidas por los intervinientes, desde el rol distinto que están llamadas a desempeñar ambas cámaras, hasta el hecho que para un senador actuar como jurado era sinónimo de ser “imparcial”, o incluso que podía dividirse la condena de la sanción.
A los senadores les correspondía decidir en conciencia, sin que estuvieran obligados a justificar su voto. ¿Se sigue de esto que podían resolver discrecionalmente o por simple consideración política? Ciertamente, no. Veamos las razones. En primer lugar, porque dictar fallo en un proceso de esta naturaleza es pronunciarse sobre la responsabilidad de un acusado, pronunciamiento que en los jurados es dicotómico: culpable o inocente, no hay términos medios. Y para condenar a alguien se requería un alto estándar de convicción a la luz los antecedentes y argumentos. En caso de duda razonable no procedía la condena, pues ella, finalmente, es el ejercicio de una función jurisdiccional puesta en manos de un órgano legislativo.
En segundo lugar, porque el Senado no estaba para repetir lo actuado por la Cámara. No era una segunda instancia, sino más bien la única. Si resulta comprensible -aunque discutible- que en la Cámara de Diputados se decidiera la procedencia de la acusación bajo el prisma de la opción política, ello no era aplicable respecto de la actuación del Senado, que dictó un fallo que afecta -en forma inapelable y de modo muy grave- el prestigio y los derechos de un individuo, incluso más allá del cargo que ostentaba.
Por último, el Senado renunció a su rol y se transformó en una cámara política, lo que constitucionalmente no es procedente. Por esa razón es que de acuerdo con nuestro ordenamiento institucional, sólo la Cámara de Diputados tiene facultades fiscalizadoras, y al Senado se le prohíbe fiscalizar; es la Cámara la que acusa y el Senado el que resuelve. Esta diferencia de función, como “Cámara Alta”, se ratifica en otras atribuciones, como emitir su dictamen ante una consulta presidencial y aprobar nombramientos de ciertas autoridades, de las que carece la “Cámara Baja”. Si no hubiera tales diferencias, no se entendería la razón de existir del sistema bicameral.
Hay aquí, por lo tanto, una lógica, un rol y una responsabilidad constitucional que el Senado rehuyó: se le entregó a la Cámara Alta un papel de mesura y de decisiones de carácter republicano y no meramente político. Al votar a favor de la acusación, sin convicción absoluta o por solidaridad con la coalición a la que se pertenece -como se ha dicho que sucedió con algunos diputados-, significó no sólo la desnaturalización de las atribuciones constitucionales del Senado y faltar al deber de resolver conforme a la propia conciencia, sino también un incierto precedente para futuras eventuales acusaciones. Después de todo, en democracia nunca una asamblea política puede tener la facultad de aplicar condenas personales, de las que hay triste recuerdo en la historia de la humanidad. La destitución del ministro Beyer fue una más de aquellas.
Rodrigo Delaveau
Profesor de Derecho Constitucional U. Católica
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