Fin del mito: los tramposos no sienten culpa

<P>Hasta ahora se pensaba que después de engañar, todas las personas eran aquejadas, en mayor o menor medida, por un cierto remordimiento. Pero un estudio demuestra que es todo lo contrario: ser poco éticos acarrea emociones positivas. </P>




El primer tramposo en lograr una medalla de oro fue el carpintero Fred Lorz en la maratón de los Juegos Olímpicos de 1904 en Saint Louis. Aquejado por fuertes calambres durante la competencia, abandonó en el kilómetro 15 de los 42, por lo que su entrenador lo acercó en auto al estadio donde estaba la meta con tan mala suerte que quedaron en pana a 10 kilómetros del lugar. Ahí Lorz, ya recuperado, decidió llegar al estadio trotando. Cuando entró al recinto, el público comenzó a vitorearlo, entendiendo que se trataba del ganador, y él decidió no corregir a nadie. Mientras estaba fotografiándose con Alice Roosevelt (hija del Presidente) y dando entrevistas, alguien denunció su trampa. Reconoció, pero agregó que todo era una broma y que no tenía la intención de engañar a nadie.

Cualquiera podría pensar que fue golpeado por el remordimiento. Y puede que haya sido así, pero probablemente más porque lo descubrieran que por haber sido deshonesto. Y es que así pasa siempre con los tramposos, según un estudio publicado en la revista de Personalidad y Psicología Social, que echa por tierra la creencia de que hacer trampa trae culpabilidad y remordimiento. La investigación "Los tramposos arriba: los inesperados beneficios afectivos del comportamiento poco ético" concluyó, por primera vez, que quienes engañan se sienten mejor que quienes no lo hacen. "La buena sensación que algunos experimentan cuando hacen trampa puede ser una de las razones de por qué las personas no son éticas, incluso cuando la recompensa es pequeña", dijo Nicole Ruedy, investigadora de la U. de Washington, sobre el estudio que lideró.

Vencer al sistema

Los investigadores sometieron a mil personas en Estados Unidos e Inglaterra a experimentos donde se les daba la oportunidad de hacer trampa en juegos de palabras o rompecabezas, presentados como pruebas de inteligencia, o donde se ofrecían recompensas monetarias por ser deshonesto (por ejemplo, se dejaba ver las respuestas de la pruebas y después utilizarlas para mejorar la nota o sumar horas extras en trabajos para recibir bonos). Los resultados mostraron que los tramposos autorreportaron emociones positivas, como felicidad y satisfacción, en mayor medida que "los honestos". "Parte de esta emoción viene de 'vencer al sistema'. Cuando se toma algo de una tienda, se puede haber burlado un sistema diseñado para evitar trampas. Cuanto mayor es la 'realización', mayor es la emoción", dice a Tendencias Maurice E. Schweitzer, investigador de la Escuela de Negocios de la U. de Pensilvania, que participó del estudio.

Aunque hay matices: la investigación precisa que las sensaciones positivas sólo se experimentan cuando la trampa no tiene una víctima identificable. Es decir, cuando se burla a una gran empresa (en el uso ilegal de un software o descargando música) o al Gobierno (entrando al Metro sin pagar). "Cuando el engaño perjudica a una persona en particular y se puede observar su sufrimiento, el engaño evoca emociones negativas", dice Schweitzer. Esto también pasará si la gente que rodea al tramposo desaprueba su conducta. Casos de este tipo son costumbres que se han estigmatizado, como tirar basura en la calle o fumar en espacios cerrados.

Aunque, claro, la pregunta cae de cajón: ¿por qué esto no se había descubierto antes? Por una razón sencilla. El estudio midió las emociones acarreadas por la trampa de forma inmediata y, admiten los investigadores, el remordimiento quizás llegue mucho después. También está el hecho de que no se ve bien socialmente reconocer sentirse bien luego de timar al resto. Esas mismas convenciones llevan a que a la persona que observa a un tramposo le cueste aceptar esa conducta. Aunque depende de quien se trate. "Si es un miembro de un grupo externo, puede evaluar su actitud muy negativamente. Pero cuando es alguien que respeta, puede que sea más propenso a emular ese comportamiento", explica Schweitzer.

Aunque, ojo, la honestidad no deja de estar sobredimensionada. Un estudio dirigido por Bella DePaulo, sicóloga de la U. de California en Santa Barbara, mostró que la honestidad no es lo nuestro: la mayoría de la gente miente entre una o dos veces por día. Según la investigadora, las mujeres lideran el conteo de "mentiras blancas", mientras que los hombres lo hacen para reforzar su imagen. Así, una conversación entre dos amigos tiene ocho veces más mentiras propias que sobre terceros. Pero hay impunidad, en el estudio de DePaulo sólo un quinto de las mentiras fueron descubiertas y, en parte por eso, 75% de los mentirosos estaba dispuesto a volver a hacerlo si se presentara la oportunidad.

Creativos y tramposos

Otro estudio, de Francesca Gino (Escuela de Negocios de la U. de Harvard) y Dan Ariely (U. de Duke), descubrió que las personas más creativas son coincidentemente las más deshonestas. ¿La razón? Están más liberados de convencionalismos y no les importa lo que el resto piense de ellos. "Nuestra evidencia sugiere que, además, los creativos son más capaces de justificar sus malas acciones, siendo capaces de llegar a más razones de por qué son moralmente aceptables", dijo Gino a Tendencias.

Quien tampoco ganó en muy buena lid fue el triunfador de la maratón de los Juegos Olímpicos de 1904: el payaso de profesión Thomas Hicks. Durante toda la carrera estuvo acompañado por amigos que, cuando lo veían flaquear, le inyectaban sulfato de estricnina (estimulante que hoy se utiliza como pesticida para matar animales) y le daban brandy. Llegó a la meta envenenado, tambaleándose y cuando la cruzó se desplomó casi en coma, transformándose en el ganador de una maratón olímpica más lento de la historia. "Es más difícil ganar una carrera así que ser presidente de Estados Unidos", dijo una vez recuperado, feliz e impune.

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