Foster Wallace: la gran tristeza americana
<P>Ingenioso, sarcástico y conmovedor, era el autor más brillante de la última generación norteamericana. Con una voz torrencial, retrató la ansiedad y amargura que esconde la sociedad de la entretención en <I>La broma infinita</I>. Y el 12 de septiembre de 2008 se suicidó. "David no soportaba los EEUU de hoy", dice su biógrafo, DT Max.</P>
Los días buenos los marcaba con una B. En la semana previa al 12 de septiembre de 2008, David Foster Wallace había anotado varias B. Pero dos días antes, su esposa, la artista Karen Green, percibió algo extraño. Ella le había pedido que no intentara matarse otra vez, que no la convirtiera en "la Yoko Ono del mundo literario, la mujer peluda que lo domesticó y mira lo que pasó". Esa tarde, Karen salió a preparar una exposición en Claremont, a 10 minutos de San Francisco, donde vivían. Volvió a las 21.30 horas. Vio luz en el garaje; allí encontró una nota y un manuscrito perfectamente ordenado. Wallace estaba en el patio: colgaba de una viga.
La muerte de David Foster Wallace, a los 46 años, generó desazón en el mundo literario. Su pérdida se sintió de EEUU a Chile. "Era enormemente talentoso, nuestro escritor más afilado", comentó Jonathan Frazen. "Me impresiona y me entristece", anotó en su blog Alberto Fuguet.
Acaso el narrador más brillante de su generación, Foster Wallace era un escritor dotado: heredero del gesto vanguardista de Pynchon y Vonnegut, ingenioso, sarcástico y conmovedor. Autor de dos novelas, un puñado de cuentos y algunas de las mejores crónicas de los últimos 10 años, patentó el hiperrealismo narrativo y trazó un retrato grotesco y descarnado de EEUU. Fue el gran cronista de la ansiedad y la amargura de la sociedad de la entretención americana.
A su muerte dejó una novela inconclusa, El rey pálido, en la que trabajó intermitentemente durante la última década. La novela será publicada el próximo año por el sello Little, Brown. "No sé si él habría querido publicarla así, era muy perfeccionista. Pero lo que sí sabemos es que había preparado una gran parte para que su agente la enviara a su editor", cuenta a La Tercera el escritor y periodista DT Max, autor de un notable perfil de Foster Wallace publicado por The New Yorker y quien trabaja en su primera biografía, agendada para 2011.
El país de la adicción
La única vez que DT Max vio a Foster Wallace fue en 1996, en el lanzamiento de La broma infinita. Era un salón grande, lleno de gente, y Wallace miraba de lejos, con la cabeza cubierta por un pañuelo, que sería su armadura distintiva para enfrentar el mundo. "El parecía muy incómodo, casi espantado", recuerda Max.
Foster Wallace había debutado en 1987, con una novela de 500 páginas, The broom of the system, escrita en su segundo año de universidad, bajo la influencia de Pynchon y Don DeLillo. Continuó con los cuentos de La niña del pelo raro (1989), una colección de historias que se alimentaban de la cultura pop. Pero su gran golpe al tablero fue La broma infinita, una novela de más de mil páginas, excesiva, monstruosa y a menudo genial, plagada de digresiones y notas a pie de página, donde cruzaba historias y lenguajes. De un centro de rehabilitación a una academia de tenis, por ella transitan adictos, cineastas y un grupo separatista canadiense.
El libro "se convirtió en un tótem para los lectores jóvenes", atestigua DT Max. Mientras críticos y lectores celebraban su talento, Wallace sentía que el poder de la novela estaba en el retrato de la tristeza ambiental de EEUU, así como en el tema de la adicción: "La adicción como síntoma del malestar de la sociedad capitalista": de las drogas a la TV.
Con el genio y la sensibilidad de un tipo demasiado inteligente, Foster Wallace tenía ya un historial depresivo. Hijo de un profesor de Filosofía y una maestra de lenguaje, fue un chico intelectualmente deslumbrante, pero emocionalmente frágil. Amante de los animales, campeón de tenis juvenil, desde fines de la secundaria sufrió ataques de ansiedad. Estudió Filosofía y Literatura y, contra el minimalismo de Carver, Ford y compañía, propuso una voz torrencial y desesperada.
En la universidad se hizo adicto a la marihuana. Una noche de 1989, después de ver un documental sobre Carol King, la cantante suicida, tomó una sobredosis de pastillas. Fue su primer intento de suicidio.
Estuvo en rehabilitación y comenzó a tomar un antidepresivo. Aunque mejoró, se sentía literariamente frustrado. A principios de los 90, le escribió a Jonathan Franzen: "Ahora mismo soy un patético y muy confundido jovenzuelo, un escritor fracasado de 28 años, tan celoso, tan enfermizo y febrilmente celoso de ti y de (William) Vollmann y Mark Leyner e incluso del tonto del culo de David Leavitt y de cualquier otro tipo de joven que esté ahora mismo produciendo páginas con las que puede vivir". Descubrió que se sentía mejor entre los ex alcohólicos y adictos que en ambientes más intelectuales. Recogió esas historias y las incluyó en La broma infinita. La novela fue un hito. Los medios lo perseguían, pero toda la exposición no le sentó bien.
El rey pálido
"Hay algo ineludiblemente bovino en un turista americano avanzando como parte de un grupo. Hay cierta placidez codiciosa en ellos. En nosotros, mejor dicho". Foster Wallace se embarcó en un crucero en Florida y escribió una de sus mejores crónicas para la revista Harper's, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. "Casi nunca he salido de Estados Unidos, y nunca como parte de un rebaño con ingresos altos, y en puerto (incluso aquí arriba de todo, en la cubierta 12 y limitándome a mirar) soy nueva y desagradablemente consciente de ser americano, del mismo modo que siempre soy consciente de ser blanco cuando estoy rodeado de gente no blanca".
Crítico e inseguro de su obra, se sentía cómodo en la no ficción. Retrató a David Lynch orinando a la orilla de un camino, criticó la crueldad de cocinar langostas vivas y compuso un memorable retrato de Roger Federer en Wimbledon, acaso la tarea que más disfrutó. Por entonces ya estaba embarcado en El rey pálido.
Ambientada en una oficina de impuestos del Medio Oeste, la novela se centra en un grupo de funcionarios de vidas grises. "Su trabajo es tedioso, pero su insulsez, sugiere el libro, al final los hace libres", escribió DT Max. En ella, Wallace intentaba un nuevo estilo. Quería transmitir emociones tranquilas al lector. Aunque puso mucha energía en ella, a veces se cansaba "de mis asociaciones mentales, de mis sintaxis, de mis hábitos verbales, de todo aquello que fue un descubrimiento y hoy es un tic".
Su vida personal, en cambio, iba bien. Según su biógrafo, era feliz con Karen Green. Después de casi 20 años de antidepresivos, en 2007 decidió limpiarse. Fue una decisión peligrosa: se descompensó. Fue internado y le dieron nuevos medicamentos. Pero no logró estabilizarse y a principios del año pasado se tomó otra sobredosis. Recibió 12 descargas de electroshocks. Y no le hicieron efecto.
La tarde del 12 de septiembre, Wallace corrigió las páginas que enviaría a Michael Pietsch, su editor en Little, Brown. Eran unas 200 y las dejó ordenadas en el garaje, donde solía trabajar, con las paredes pintadas de negro e iluminado por su colección de lámparas.
"A mi juicio, es una novela interesante e innovadora. Los personajes resultan atractivos", cuenta DT Max, pero no tiene un argumento claro. Entre sus papeles encontró "muchas páginas de ejercicios y pensamientos pero hasta donde yo sé no había ninguna otra novela o libro perfilado". Y detrás de su armadura de chico terrible y a veces irritante, descubrió a un tipo dulce y bondadoso, dice.
¿Qué lo atormentaba tanto? "Sin duda había un componente genético, pero también otro cultural. David no soportaba los Estados Unidos de nuestros días", afirma. Lo dijo Jonathan Franzen en su funeral: quienes piensan que Wallace se mató por un desequilibrio químico, "no necesitan las historias que David escribió".
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