Fumar en Nueva York

<P> Este martes se lanzará en la Feria del Libro el texto <I>Crónicas para perdedores</I>. Se trata de una selección de los trabajos del periodista Guillermo Hidalgo, colaborador de Reportajes hasta su muerte, en 2009. El siguiente texto, incluido en la recopilación, fue publicado en 2003 en la desaparecida revista Fibra .</P>




Hasta hace algunos años, podía verse en Nueva York a elegantes secretarias y ejecutivos fumando afuera de los gigantescos edificios de vidrio de las grandes corporaciones, donde no se permite ni el vapor de las teteras. Pero desde marzo de este año, el alcalde Michael Bloomberg -ex fumador- extendió la prohibición a prácticamente todos los lugares públicos cerrados de la ciudad. Gracias a esta medida, muchos neoyorquinos creen que la Gran Manzana dejará de ser lo que era: un sitio donde se respetaban todas las libertades y desde cuyos bares humeantes ha surgido buena parte de la creatividad norteamericana.

Ya no sólo afuera de las corporaciones se puede ver a los fumadores echándose humo en los pulmones. Ahora están afuera de todos los sitios: afuera de las librerías, de los billares, de los hipódromos, de los estadios, de los bares, e incluso afuera de las afueras de los restaurantes, en cuyas terrazas tampoco está permitido fumar. La ley impide fumar "en cualquier sitio al aire libre en donde haya una mesa y un quitasol", según el dueño de un bar que permite fumar en su local, y que no da su nombre por temor a las multas. El locatario se queja también contra las autoridades por el alza de los impuestos a los cigarrillos, que a fines de este año podrían encarecer el producto hasta un dólar por paquete. Una cajetilla de Marlboro cuesta hoy en cualquier tienda de la ciudad entre seis y 7,50 dólares (unos cinco mil pesos chilenos).

Durante el primer tiempo de la puesta en marcha de la prohibición, no sólo se multaba a los locales por albergar a gente fumando: también se lo hacía por tener ceniceros en las mesas o simplemente por no contar con carteles de no fumar repetidos en las murallas. Nueva York se convirtió así en el tercer estado del país en establecer estas estrictas restricciones. Se habían adelantado California y Ohio. La situación preocupa a uno de los tantos meseros de la ciudad, quien dice que ésta promete convertirse rápidamente en un lugar tan aburrido y soso como Cleveland.

Las excepciones son pocas y la ley es muy específica; es decir, que si un bar quiere tener un sitio para fumadores, éste tiene que estar completamente apartado del resto, con una ventilación especial. Una de las excepciones es el Oak Bar, del Hotel Plaza, donde los fumadores pueden echar humo a gusto en los llamados cigars bars.

De manera que para un fumador como el que escribe esta crónica, la ciudad se vuelve una especie de imposible. A Dios gracias que Nueva York es una de las ciudades caminables más grandes del mundo. Y aunque ya no está el horizonte de las Torres Gemelas que hacía más llevadero el desplazamiento por sus calles, ir andando y fumando tranquilamente entre los acelerados neoyorquinos es un placer.

En los hoteles hay piezas para fumadores y otras -la mayoría- para no fumadores. Desgraciadamente, una de éstas me tocó a mí. Pero, a pesar de la señal de no fumar marcada a hierro en la puerta, me salté la prohibición y hasta me fumé algunos habanos, en venganza por todo lo que no había podido fumar durante el día, después del almuerzo, durante el desayuno y después de comida, los mejores cigarrillos del día para un fumador. Porque no es lo mismo fumárselos durante la sobremesa que afuera, como un delincuente y una vez que el café ha bajado por el estómago.

El presidente de la Sociedad del Cáncer de Estados Unidos, Tom Glynn, ha dicho que las medidas no son contra los fumadores, sino que son una oportunidad para todos aquellos que llevan mucho tiempo tratando de dejar el cigarrillo y no lo consiguen. Y en cierto sentido tiene razón, porque la prohibición hace sentir a los fumadores como ciudadanos de segunda clase. Aun en los exclusivos clubes de espera en los aeropuertos, las salas de fumadores son lugares oscuros y tristes, mientras que el resto del sitio está lleno de color y luz.

Una noche, en un horario inusual de comida para los norteamericanos -las nueve y media de la noche-, pasamos a comer con un par de amigos a un restaurante francés del Soho. Terminada la cena, ya pasadas las 10, preguntamos si nos podíamos fumar un cigarrillo y el garzón nos dijo que estaba prohibido y nos dio las mismas explicaciones que dan en todas partes: al que le cursan la multa no es a usted, sino al local.

Luego apareció el dueño, un francés de pañuelo rojo al cuello que en su pésimo inglés nos habló largamente del asunto, después de prendernos sendos cigarrillos y fumarse él mismo uno. Se supone que la medida es para proteger a los trabajadores de los diferentes locales, pero muchos de ellos fuman. Al salir, nos despidió con un cordial: "Si esto sigue así, me voy a Brasil".

El francés tiene razón. A la salida de la librería de viejos Strand, una chica me pidió fuego y luego desapareció. Al poco rato, otra chica me pidió fuego nuevamente, y esta vez le comenté sobre lo terrible del asunto de no poder fumar en ningún sitio, y ella me respondió que así eran las cosas, y que, bueno, que disfrutara el cigarrillo. Después de apagar la tercera colilla, entrar en la Strand y comprar algunos libros, en la caja me esperaba la primera chica que me había pedido fuego. "Creo que nos hemos visto antes", ensayé con tono de humor neoyorquino, y me respondió con un desganado: "Oh yeah".

A un mes de ponerse en práctica la prohibición, el gobierno municipal de Bloomberg ofreció 35 mil parches de nicotina para los fumadores. Según cifras de la New York City Health and Hospital Corporation, el tabaco mata a 10 mil neoyorquinos al año. Es decir, tres veces más que el alcohol, los asesinatos o los suicidios. "Espérense que los fumadores comiencen a matar gente", fue lo que se me ocurrió pensar cuando leí la noticia en un gigantesco café internet en Times Square, poco antes de salir a fumar un cigarro a la calle. Y ya ocurrió un caso. Dana Blake, vigilante de la discoteca Guernica, murió acuchillado mientras intentaba hacer cumplir la nueva ley. Blake detectó a un hombre fumando dentro de la discoteca y le pidió que apagara el cigarro. Como el cliente, Johnathan Chan, se negara, el guardia lo tomó por el cuello y lo arrastró hacia la puerta. El hermano de Chan, Ching, junto con dos personas, se sumó a la pelea y alguien le dio a Blake una puñalada en el estómago. Y a pesar de ser un hombre de alrededor de dos metros de altura y unos 144 kilos de peso, "no pudo resistir la lucha contra cuatro personas", dijo el dueño del club, y luego añadió: "¿Quién va a buscar refuerzos cuando está pidiendo a alguien que apague su cigarro?".

Ya casi acostumbrado a las prohibiciones, emprendí viaje hacia el norte del país. Cuando llegó la hora de almorzar, paré en un restaurante caminero. Sobre la mesa había un cenicero plástico lleno de marcas de cigarrillos apagados y al fondo un lugar para no fumadores. Había salido del estado de Nueva York y estaba en Massachusetts o Nueva Jersey. Aunque el café no era bueno y el restaurante tampoco, pude entonces, por fin, fumar en paz.

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