Habemus Papam
<P>Nunca antes en la historia la proclamación solemne del cardenal Jean-Louis Tauran significó materialmente que "tenemos Papa" para un continente distante por muchas horas de vuelo de la Plaza de San Pedro. Por supuesto, falta todavía por saber quiénes serán sus colaboradores más cercanos, que son los que determinan, en una proporción muy significativa, el rumbo de la Iglesia.</P>
La elección del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio como nuevo Papa sólo pudo ser una sorpresa para quienes no conocíamos dos datos fundamentales: primero, que en el cónclave del 2005, cuando fue elegido el Papa Ratzinger, hubo una fuerte inclinación en favor del cardenal jesuita Carlo María Martini, que a sus 78 años pidió que no votasen por él debido a su salud quebrantada (murió en agosto pasado). El cónclave se movió entonces hacia el otro cardenal jesuita, Bergoglio, que obtuvo la segunda votación después de Ratzinger.
De modo que ya en el 2005 existía una cierta declaración de los cardenales en dirección a la Compañía de Jesús. Pero quizás en ese momento era un gesto demasiado fuerte. Pasar de un Papa tan proclive a los movimientos (Opus Dei, Legionarios, sodalicios y otros) como fue Karol Wojtyla a un Papa procedente de una congregación tradicional podía estar más allá de los ritmos transitivos con que se mueve la Iglesia Católica.
Los electores del miércoles pasado no fueron tan distintos de los que votaron el 2005: salieron algunos, entraron otros, pero el grueso del colegio cardenalicio estuvo integrado por cardenales creados bajos los papados de Wojtyla y Ratzinger. Estos cardenales vivieron la tormenta de los escándalos sexuales, las revelaciones financieras y la sorda y galopante demanda de mayor inclusión en todos los niveles de la feligresía, desde los laicos y las mujeres hasta los obispos y los cardenales.
Inclusión, en la jerarquía vaticana, significa colegialidad. Numerosos cardenales y obispos de todo el mundo han venido reclamando, por años, la recuperación del espíritu de diálogo del Concilio Vaticano II, luego de que el largo pontificado de Juan Pablo II retrotrajera las prácticas del gobierno de la Iglesia a una verticalidad similar a, digamos, las de Pío X, a inicios del siglo 20 (Pío XI y Pío XII fueron otra historia, porque afrontaron dos guerras mundiales).
Los primeros gestos del Papa Francisco, que se definió como "obispo de Roma" y no como "sucesor de Pedro" y que ha hablado una y otra vez de "mis hermanos cardenales y obispos", sugieren desde ya una sutil acogida a esas demandas. A decir verdad, la colegialidad hace tiempo que ya no amenaza a la doctrina, cuyos elementos esenciales, contenidos en las Escrituras, parecen estar a salvo de los apasionados debates de los años 60.
Sin embargo, la línea que separa a la doctrina de las prácticas humanas es siempre muy tenue, como se hace visible en aquellas cosas que a lo largo de los siglos se han calcarizado en la Iglesia sin formar parte de su tesoro primigenio: la naturaleza del sacerdocio, el carácter de la sexualidad, el papel de la mujer, la incorporación de la ciencia y la tecnología y, en fin, las dificultades de ser un reino sin fronteras y navegar a la cola de la modernidad.
Los últimos papas estratégicos, es decir, aquellos que concibieron una influencia decisiva de la Iglesia en la configuración del mundo, fueron, de modos casi contrapuestos, Pablo VI, con su encíclica Populorum progressio, y Juan Pablo II, con su empeño tenaz por derrotar al comunismo. ¿Seguirá el Papa Bergoglio esa senda monumental o aspirará, con más modestia, a estirar los pausados cambios internos que inició el Papa Ratzinger, su profesor y protector?
El territorio de prueba no será, como creen muchos en Roma, la Curia vaticana, sino América Latina. La verdadera bomba no es haber designado a un Papa no europeo -un continente donde se cierran más iglesias que las que se abren, donde la edad promedio de los sacerdotes sube y sube, donde las vocaciones decaen año por año-, sino haber escogido a uno del continente que aporta mayor número de católicos al conjunto de la Iglesia. Puede ser contrastante que provenga del segundo país más laico de América (después de Uruguay) y de una cultura que por 70 años ha sido labrada bajo el estridente anticlericalismo de Juan Domingo Perón, pero aun así es una decisión explosiva. Los gobiernos de la región, que por años han vivido convencidos de que el Vaticano prefería a los movimientos conservadores, tendrán que revisar con mucho cuidado cómo designan a sus embajadores en la Santa Sede. Y mirar con una nueva atención a los nuncios que lleguen a la región.
Nunca antes en la historia la proclamación solemne del cardenal Jean-Louis Tauran ("Habemus Papam") significó materialmente que "tenemos Papa" para un continente distante por muchas horas de vuelo de la Plaza de San Pedro. Por supuesto, falta todavía por saber quiénes serán sus colaboradores más cercanos, que son los que determinan, en una proporción muy significativa, el rumbo de la Iglesia.
La entronización del Papa Bergoglio es una noticia agria para la dinastía Kirchner, pero irrumpe con una luz inesperada en aquellos países como Perú, Colombia, México, Brasil e incluso Venezuela, donde la religiosidad popular se ha sentido asfixiada por las jerarquías locales y venía abriendo paso a las sectas y otras formas de expresión espiritual. Aunque el nuevo Papa no haga nada por ello, la Iglesia de América ya está viviendo una sacudida.
¿Y en Chile? Los jesuitas chilenos vieron con recelo la asunción del Papa Ratzinger, a quien consideraban algo así como el brazo armado de las líneas más conservadoras del Papa Wojtyla, pero el Pontífice alemán no cesó de asombrarlos con su profundidad -no agudeza- teológica y con pequeños gestos como reponer la tradición del vocero jesuita, en reconocimiento al carisma específico de la orden, el de vocear por el mundo la palabra de Cristo.
Los jesuitas chilenos no parecen especialmente cercanos al Papa Bergoglio, que en sus funciones de arzobispo se mostró más conservador de lo que acaso les gustaría, lo que por lo demás siempre ha ocurrido, casi a cualquier nivel, en la comparación entre las iglesias argentina y chilena. Tampoco abandonarán, porque iría contra su naturaleza, su posición como la congregación más crítica de la panoplia religiosa y hasta es posible que su voto de obediencia irrestricta al Papa les resulte ahora algo más incómoda que, por ejemplo, con su némesis Wojtyla. Pero han cambiado de posición en el mapa y no existe jesuita tan liviano como para no saberlo.
Otra cosa es la Conferencia Episcopal. La colegialidad de ese cuerpo está objetivamente dañada por la presencia de cinco obispos discípulos del sacerdote que mayor repudio ha concitado en la historia moderna de Chile, el párroco Fernando Karadima, y lo único que puede alterar ese orden es el nombramiento de nuevos obispos que ayuden a reparar un daño incalculable. A pesar de las sombras que aun flotan sobre muchos casos de abuso, la Iglesia chilena ya ha hecho la mayor parte de la tarea. Lo que queda corresponde al Vaticano. A un Papa que, por si del resto fuera poco, tendría que barrer esas casas cercanas que forman "el último rincón del mundo".
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