Haneke, favorito al Oscar extranjero: "No me gusta el cinismo de Tarantino"
<P>Ganador del Globo de Oro, el director austríaco logró cinco nominaciones con <I>Amour</I>.</P>
Una mañana de Todos los Santos, cuando sólo tenía 10 años y su familia estaba en el cementerio, Michael Haneke escuchó algo en la radio, algo que cambiaría su vida. Aquel sonido, el Mesías de Haendel, fue una epifanía que despertó su infinita devoción por la música. Puede que incluso sus lazos con lo espiritual. A partir de ahí quiso ser pianista, compositor, pastor, crítico de cine y finalmente cineasta. No hay nada que deteste más que esto: dar pistas sobre su vida para entender su obra. Lo odia. Pero su obra es tan oscura que los destellos de su biografía son una luz irresistible para llegar a puerto. El único problema es que no existe ningún puerto.
Hoy Michael Haneke (Munich, 1942) es uno de los intelectuales más respetados de Europa. En EE.UU. están a punto de rendirle la pleitesía correspondiente con cinco nominaciones a los Oscar por Amour, su último desgarro cinematográfico. A la espera de esa simbólica confirmación, prepara el estreno de Così fan tutte mañana sábado, en el Teatro Real de Madrid. Se lo perderá. Azote del confort burgués y sus culpables miserias, vuela ese día rumbo a Los Angeles.
"No hablo de religión"
El cineasta lleva en Madrid desde diciembre preparando el proyecto. No lee periódicos, no va a museos. No permite distracciones ni intromisiones en su trabajo. Se mueve entre su apartamento, el Teatro Real y el supermercado. Pese a su imagen, a los 70 años conserva una pose y unos andares juveniles.
Pero sorprenden otras cosas. Haneke detesta la violencia y su representación cinematográfica como forma de consumo. No le gusta el cine de Tarantino. Tampoco piensa ir a ver La noche más oscura, de Kathryn Bigelow. En cambio, algunos evitan ver Amour, precisamente, para no verse arrasados por un relato tan real y doméstico como la degradación del ser humano en la enfermedad. Y eso le cabrea. "Tengo una reputación de director a quien hay que temer. Pero hago películas realistas que hablan de cosas serias. Estamos muy acostumbrados a ver mentiras sosteniendo que todo irá bien. Yo no soy un hombre brutal. Van a ver otras películas más violentas, pero hay un contrato que le dice al espectador que no es la realidad. Por eso el cine americano tiene tanto éxito. Yo hago películas que conciernen al espectador. Si no, me parece una pérdida de tiempo".
La brutalidad, tan explícita como en Funny games, o latente como en La cinta blanca o Caché, impregna toda su obra. Una investigación casi documental sobre el egoísmo, el dolor, la culpa y el mal. Y al final, la imposibilidad de la gente normal de defenderse de él. "Claro que existe el mal. Se puede ver desde el punto de vista católico, pero también sin ideología. Todo ser humano sabe cuándo lo practica. Pero cada acto violento es fruto de una herida. Nadie por sí mismo quiere dañar a nadie. Sólo los niños, cuando se pelean por cuestiones egoístas. Mire, para existir en una comunidad son necesarias reglas. Y el deber básico del ser humano consiste en reducir sus egoísmos para existir en esa comunidad. La ley es necesaria porque limita nuestro egoísmo, aunque no quiere decir que la que tenemos sirva para mantener el bien y eliminar el mal. Los abogados son maestros en alterar eso. El mal es lo que quita al otro la posibilidad de vivir como yo. Esa es la frontera".
Tampoco traga con la violencia para defender esa "comunidad". Por eso no verá la película de Bigelow sobre la caza de Bin Laden -tampoco ninguna de las que rivalizan con Amour en los Oscar-. "¿Estamos al cien por cien seguros de que con las torturas se pueda evitar otra cosa peor? Si existe la mínima duda, no se puede hacer. No he visto la película y no la veré porque no quiero ver cómo torturan a gente. Pero es una cuestión muy importante. Son los límites de nuestra sociedad, si perdemos eso, lo perdemos todo".
Así también, rechaza la violencia transformada en entretenimiento. "A veces la violencia se consume con cierto gusto; eso me parece asqueroso. No me gustan mucho las películas de Tarantino; sabe hacer muy bien lo que hace, no hablo de su calidad. Es su cinismo respecto al espectador. Me parece inhumano".
Quizá ya preocupado por los confines de la moral, Haneke quiso ser pastor a los 14 años. También se entregó al piano como primer impulso artístico e hizo sus pinitos como compositor. Hasta que su padrastro, director de orquesta, "afortunadamente", se lo quitó de la cabeza. La música ya jamás le ha abandonado. Ignoramos, eso sí, si por el camino dejó de creer en Dios. "No hablo de mis hábitos sexuales ni religiosos. Demasiado íntimo. Rechazo hablar de mí porque siempre he tratado de borrar unas posibles instrucciones de uso sobre mi obra. Rechazo por sistema preguntas que puedan servir para explicar lo que hago. Y la religión, por supuesto, serviría para eso".
Después de 20 años haciendo cine y TV, Haneke se dio a conocer en 1997 para el gran público, con Funny games. Un recital de torturas y humillaciones a las que dos sádicos adolescentes someten a una familia. El filme pretendía denunciar la banalización de la violencia, especialmente en Hollywood (donde él mismo hizo un remake). Muchos se fueron del cine. Pero para otros se convirtió en una película de culto con el efecto contrario. "Es el mismo problema que tuvo Kubrick con La naranja mecánica. Quizá esa falsa comprensión de Funny games me hizo tan conocido. Hay gente un poco perversa. La película se hizo para impactar y arrebatar al espectador el placer de consumir la violencia. Pero en algunos habrá generado el efecto contrario. Al final la alternativa es no hablar de la violencia".
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