Hijas de la revolucion siria

<P>Rabia es una niña de 12 años que vivía en una casa de dos pisos con su familia, en Damasco, Siria. Hoy comparte una carpa con sus siete hermanos y sus padres, en un campamento de refugiados en el Líbano. Es una de las 800 mil personas en esa condición en la frontera entre ambos países. En esos campos las niñas no juegan ni van al colegio. Allí, las opciones son recoger papas o un marido.</P>




Cuatro millones de niños están atrapados por la guerra en Siria. La niña de 12 años, Rabia, es una de ellas. Alta y desgarbada, balanceándose al borde de su femineidad, se sienta temblando, vestida con una camiseta amarilla en el Al Marj, cerca de la frontera sirio-libanesa.

El hogar para Rabia fue alguna vez una casa de dos pisos, cerca de Damasco. Hoy es una carpa, que comparte con sus siete hermanos y sus padres.

El rostro de Rabia está marcado por el polvo y ella está cansada y con frío. Acaba de terminar su jornada de trabajo recogiendo papas, que caen desde un camión. Su día típico comienza a las 4.00 am y trabaja un doble turno, que dura cerca de 16 horas, acarreando papas en sacos. Por esto a ella le pagan alrededor de US$ 8 al día.

El trabajo le significó a Rabia dejar el colegio. Lejos, en su villa, Hara Al-Awamed, ella era la mejor de su clase y buena en todo. Sus materias favoritas eran Literatura Arabe y Matemáticas.

Pero, como muchos niños viviendo en los campamentos -no hay cifras oficiales de los campos de refugiados en el Líbano-, esa es la vida antigua de Rabia. La vida antes de la guerra, antes de que su familia tuviera que relocalizarse cinco veces para escapar de los bombardeos, antes de tener que abandonar su dormitorio, sus juguetes y sus amigos sin empacar ni un bolso, antes del movido viaje en camión hasta el Líbano.

Antes de que "la mitad de las personas que conozco" estuvieran muertas. Antes de que su padre fuera herido por una metralleta que le rompió el cráneo.

En su antigua vida, ella reía con su hermana Wala. Pero Wala, de 14, se casó hace dos días con un libanés de 18 años. Rabia está feliz por su hermana. La vida en el campamento es dura: los niños no tienen dónde jugar, las instalaciones de baños y sanitarios son pobres y el abuso sexual está descontrolado. No se puede culpar a los padres -muchas veces confundidos, analfabetos y pobres- que quieren casar a sus hijas. Ellos temen por su seguridad.

Son cada vez más las amigas de Rabia que están contrayendo matrimonio. Hubo una época en la zona rural de Siria en que las niñas se casaban a los 16. Según señala la Unicef, la edad hoy está bajando a los 12 o 13 años. No es secreto para nadie que los hombres libaneses quieren casarse con las niñas sirias refugiadas. Ellas trabajan duro y no piden nada.

Como la mayoría de los refugiados en el chiita Valle de Bekaa, Rabia es musulmana sunita. Los chiitas, usualmente, han apoyado el régimen de Bashar Assad, pero incluso su propia familia está dividida ahora.

Los adultos resuelven sus diferencias políticas con violencia y los niños siguen el ejemplo, lanzándose piedras entre ellos. La pequeña escuela de campaña, levantada por Beyond, una organización de beneficencia libanesa, suele transformarse en un partido donde los niños se enfrentan a gritos unos contra otros.

En el sistema escolar libanés no hay cupo para los niños sirios refugiados. Las escuelas ya no pueden recibir a tantos recién llegados.

Rabia no tiene tiempo para ir a la escuela, pero a veces, cuando tiene un solo turno de trabajo, corre hasta su casa, para luego asistir a una lección en árabe.

"Es tan triste y frustrante", dice la profesora Maria Assi. "Estos niños quieren ir al colegio. Ellos vienen corriendo desde el campo para asistir a clases. Pero para cuando llegan, generalmente, ya hemos terminado". Algunas veces, Assi se queda hasta más tarde, "para que estos niños puedan aprender".

En este asentamiento, como en muchos otros en Líbano, los niños sirios son una gran fuente de mano de obra barata. Ellos son el principal sostén económico, ya que hay menos hombres que antes. Algunos de esos hombres murieron en el conflicto de Siria, en marzo de 2011. Otros están heridos y otros han regresado para pelear. Algunos les temen a los servicios de seguridad que hay en Líbano, por lo que se esconden, mientras los niños caminan arduamente por los campos.

"Cuando llegas a un asentamiento durante el día, no hay niños", dice Soha Boustani, de Unicef. "Entonces preguntas, ¿dónde están todos los niños?".

Manejando por los campos verdes y ondulados de Beeka, Boustani dice: "De pronto ves estos colores maravillosos en el campo. Piensas que son flores. Después te acercas. No son flores. Son niños trabajando". El trabajo infantil es ilegal en el Líbano, pero la ley no se hace valer.

El trabajo que los niños hacen es peligroso. Rabia corre detrás de un camión recogiendo papas, pero el conductor no puede verlos. "Si el camión retrocede arrolla a los niños", dice Assi.

Dentro de Siria, una de cada cinco escuelas ha sido destruida desde que la guerra comenzó en 2011. Muchos niños dejaron de ir al colegio en cuanto comenzaron los combates. Los padres que tenían suficiente dinero educaron a sus hijos en casa. Otros, simplemente dejaron de educarlos. Como resultado, una generación completa de jóvenes sirios está congelada.

"Mi preocupación es que no sólo están perdiendo su inocencia e infancia, sino también su educación", dice Maria Assi.

Actualmente, de los 779.000 refugiados sirios registrados en la Alta Comisión de las Naciones Unidas para Refugiados en el Líbano, más de la mitad son niños. El gobierno afirma que hay 1,3 millones de refugiados esparcidos a través del país, un poco más de un cuarto de la población del Líbano.

Algunos libaneses empiezan a sentir resentimiento por la llegada de los sirios, pues compiten por trabajos con bajos sueldos. Como reportó el Banco Mundial, la semana pasada, los refugiados están exacerbando una economía que estaba en crisis. El turismo está en baja, las rutas comerciales están interrumpidas y no hay suficientes empleos.

"Desde que explotó la guerra civil en Siria, el gobierno del Líbano ha lidiado con las consecuencias económicas y sociales", dice Samir el Daher, un consejero económico del primer ministro libanés.

Al final, los que sufren son los niños. En el polvoriento asentamiento, donde los refugiados pagan hasta US$ 200 al mes para levantar una tienda de campaña, la vida familiar está cambiando drásticamente. Los niños se están poniendo cada vez más radicales, llenos de odio y sentimientos de venganza quieren pelear contra el enemigo. Las niñas se están convirtiendo en obreras y novias prematuras.

Rime Dagher, una amiga de Rabia, que tiene 12 años y trabaja junto a ella en el campo, viene de Homs. Tiene una trenza larga que corre por su espalda y pecas alrededor de la nariz. Se ve como una niña hasta que abre su boca y suena como una anciana.

Rime no ha ido al colegio en tres años, desde el día en que una bomba cayó cerca de su casa. Está terriblemente consciente de su propia pérdida.

"¿He perdido mi futuro?", se pregunta a sí misma. "No me gusta trabajar. Preferiría estar en la escuela. Pero tenemos que ser fuertes con lo que enfrentamos. Si somos fuertes, podremos superar esto".

Desde Al-Majr se pueden ver las montañas que separan Líbano de Siria, pero los hogares de los refugiados parecen demasiado lejos. Homs, de donde viene Rime, es ahora una ciudad fantasma, donde toda familia ha perdido a un integrante por luchar, por enfermedad o por la guerra. Pero Rime, al igual que Rabia, quiere volver.

Sólo que ella es realista. "Si alguna vez regreso a casa, ¿qué encontraré? No será lo mismo. La gente está muerta. Mi colegio está destruido. Sé que nunca encontraré lo que dejé atrás".

Otra de sus amigas, Layal, de 11 años, llega con una bolsa con fruta. Cuenta que lo que más extraña de su hogar en Salamiah es su perro. "Ese perro era felicidad", dice Layal. Recogiendo su bolsa para regresar a trabajar, mira hacia atrás y dice: "Aquí no hay felicidad".S

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.