Irregular destitución del presidente de Paraguay

La remoción de Fernando Lugo comprueba que en muchas democracias latinoamericanas la formalidad cuenta más que el respeto a los principios.




EL PROCESO que acabó, el viernes pasado, con la destitución del presidente de Paraguay resume los problemas de fondo que afectan a varias democracias latinoamericanas, donde el mero cumplimiento de procedimientos formales ha reemplazado el respeto a aspectos básicos, que son los que verdaderamente imprimen el carácter democrático a un régimen político.

Parece innegable que en el caso del juicio que sacó del poder a Lugo no existió, como han criticado con acierto el Primer Mandatario y el canciller chilenos, el respeto a normas mínimas del debido proceso. La acelerada maniobra política llevada a cabo por el Congreso, primero en la Cámara de Diputados y luego en el Senado, no cumple estándares básicos, pues la rapidez con que se ejecutó no entregó la posibilidad al acusado de conocer con tiempo los cinco cargos presentados contra él y, por lo mismo, no le permitió organizar su defensa de manera adecuada. Tampoco es posible pensar que los legisladores tuvieron tiempo para sopesar adecuadamente las acusaciones o las pruebas acumuladas contra el mandatario.

Más allá de que, probablemente debido al escaso manejo político del Presidente Lugo y la pésima gestión que llevaba adelante, existían fundamentos para llevar adelante una acusación constitucional seria en su contra, la forma en que se desarrolló el proceso no corresponde a un sano procedimiento democrático. Al actuar de la manera en que lo hizo, el Congreso paraguayo cumplió la letra de la ley, en cuanto se ciñó a los protocolos establecidos, pero hizo caso omiso al espíritu de la misma y pasó por encima de derechos y garantías fundamentales que está obligado a resguardar.

No se trata de una conducta nueva en América Latina, una región donde muchos gobiernos han utilizado la formalidad democrática para actuar de manera autoritaria, vaciando la institucionalidad y utilizándola para aumentar el poder de sus gobiernos, perjudicando los derechos ciudadanos y limitando las posibilidades de alternancia en el poder. Esto, que es muy notorio en países como Ecuador, Venezuela o Bolivia, en buena medida fue también un rasgo de la gestión de Lugo, quien no titubeó en amparar ocupaciones ilegales de tierras, permitió la actuación de grupos que pretendían politizar a las Fuerzas Armadas, tuvo una actitud ambigua (sus opositores dicen que favorable) hacia la guerrilla terrorista del Ejército del Pueblo Paraguayo, y generó un ambiente de inseguridad jurídica y ciudadana. Dado lo anterior, resulta a lo menos paradójico que sean justamente los gobiernos que han hecho de estas prácticas semiautoritarias una costumbre que debilita la democracia en la región los que hoy se ubiquen en primera fila para condenar la acción del Congreso paraguayo, propongan aplicar duras sanciones y se nieguen a reconocer al nuevo presidente.

Ante esta situación, Chile debe mantener una posición de prudencia y responsabilidad, que en ningún caso ceda ante el ánimo revanchista de quienes promueven duras represalias contra Paraguay, pero no respetan los procedimientos democráticos al interior de sus propias fronteras. La posición chilena debería estar enfocada en buscar una solución que, por un lado, minimice las amenazas para la paz social en Paraguay y, por otro, proteja los principios del gobierno democrático.

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