La bitácora de una tragedia
<P>La madrugada del domingo 27 de enero, más de 200 jóvenes murieron asfixiados en una discoteca en Santa María, en el estado Rio Grande do Sul. Esa ciudad, de 270 mil habitantes, aún no se recupera. ¿Cómo transcurrieron las horas en esa noche de horror?, ¿qué pasó allí dentro?, ¿cómo han seguido adelante los padres que perdieron a sus hijos? Esta es la historia de la noche más negra de una ciudad tranquila en el sur de Brasil. </P>
Son las 9 de la noche del sábado 26 de enero. Las hermanas Francielli y Jennifer Vargas, de 27 y 23 años, empiezan su recorrido hacia el centro de Santa María. Su objetivo: la discoteca Kiss.
Las mujeres habían tardado un poco en salir, pues tuvieron que esperar a su hermana Camila, de 17, quien esa noche haría de babysitter y cuidaría a sus hijas: a Jennifer (7), hija de Francielli, y a Eduarda (4), hija de Jennifer.
Arregladas con cortos vestidos, ceñidos al cuerpo, y encumbradas en tacos altos, Francielli y Jennifer gastan 15 minutos caminando, mientras bajan un cerro. Ambas viven en Itaara, un barrio de clase alta ubicado a unos 20 minutos en auto del centro de Santa María. Pero ninguna de las dos es de clase acomodada ni tiene vehículo. Son hijas de Vladimir Vargas, un jardinero que presta servicios en el sector, y de Irasema Soares, dueña de casa. Las hermanas viven en una pequeña casa de madera, en el mismo terreno donde sus padres tienen la suya. El predio es boscoso, tropical y, aunque las casas son humildes, sobra espacio para que sus niñas jueguen.
Terminan de bajar la calle y toman un bus que en media hora las deja en el centro. Son casi las 10 de la noche. En la discoteca Kiss se celebra una fiesta de la Universidad Federal de Santa María, la más grande de la ciudad. La organizan las carreras de Agronomía, Veterinaria, Tecnología en Alimentos, Tecnología en Agronegocios y Pedagogía. Ni Francielli ni Jennifer son estudiantes de esa universidad ni de ninguna de las otras cinco que hay aquí. Francielli es secretaria en un centro de pilates; Jennifer, empleada de una casa particular. Ganan entre 500 y 600 reales al mes, unos 150 mil pesos chilenos. Son de esas chicas que trabajan para arreglárselas en la vida y darse pequeños gustos. Ir a bailar es uno de esos.
Cuando llegan al centro, falta una hora para que empiece la fiesta.
Sus padres no saben -ni nunca podrán saberlo- qué hicieron sus hijas para matar ese tiempo antes de entrar a la Kiss y pagar los 15 reales (unos $ 4.500) de la entrada. Las chicas pudieron vagar por la ciudad, ir a juntarse con amigos o comer un "xis" o un "cachorro", esos sándwiches llenos de calorías que se venden en carritos por toda la ciudad. Los más pedidos son los de corazón de vacuno o de pollo picado y frito.
En Santa María, una ciudad de 270.000 habitantes del estado Rio Grande do Sul, cerca del 20% de la población son estudiantes universitarios. Varios son de ciudades vecinas y se instalan aquí a cursar sus estudios superiores. Por eso es un lugar donde un panorama popular es salir a discotecas. Hay bastantes. Como Pingo, Macondo, Muse y Kiss, que es la más grande del centro.
En las afueras, en el Monet Plaza Shopping, está el legendario club Absinto, propiedad de uno de los dos dueños de Kiss, Mauro Hoffman, conocido aquí como el "rey de la noche", por llevar un par de décadas como empresario nocturno. La dinámica en Kiss y Absinto, como en los otros clubes, es similar: la noche empieza con música electrónica internacional y luego, alrededor de las dos de la mañana, se cambia a música brasileña, generalmente tocada por una banda en vivo. El estilo de moda es el sertanejo, ese que en el verano se hizo tan popular con el hit Ai, se eu te pego. Es bastante común que estas bandas que tocan en vivo acompañen sus canciones lanzando bengalas desde el escenario.
Esa noche en la Kiss no es la excepción.
La fiesta universitaria allí dentro está en su apogeo. Hay cerca de 1.200 estudiantes repartidos en los distintos ambientes que ocupan los 615 m2 del local. Son pasadas las tres de la mañana y sobre el escenario, ubicado al fondo de la discoteca, está el grupo Gurizada Fandangueira. De pronto, su cantante, Marcelo de Jesús dos Santos, lanza al aire una bola de fuego. En ese preciso instante comienza la tragedia, mientras la banda toca Amor de chocolate, de Naldo, otro cantante asociado al sertanejo. El soundtrack del desastre en la Kiss.
Versiones posteriores de sobrevivientes, de la policía y de los bomberos apuntarán a que esa bengala lanzada por Dos Santos prendió una espuma de aislamiento acústico que revestía el techo del lugar.
Cuando se percata del problema, un técnico de la banda trata de apagar el fuego, pero el extinguidor del local no funciona. La banda deja de tocar, mientras la espuma del techo sigue quemándose y una nube tóxica negra empieza a propagarse por el lugar. Viene el descontrol, la angustia, los intentos de huida. Los estudiantes, sintiendo que se asfixian, corren despavoridos a buscar la única salida de la Kiss. Muchos no la encuentran o no pueden ver, por la cantidad de humo negro en el aire, o no alcanzan a llegar, por la cantidad de gente que se pelea en la puerta y que se va desfalleciendo en el camino. Todo ocurre demasiado rápido.
Aún hay dudas sobre la hora exacta del incendio. Sin embargo, el Cuerpo de Bomberos de Santa María asegura que todo parte alrededor de las 3.15 a.m. Sus registros indican que a las 3.19 reciben la primera llamada de auxilio. A las 3.20 parte el carro con las 12 personas que esa noche están de turno. A las 3.23 se estacionan frente a la Kiss.
-Si hubiésemos llegado unos minutos más tarde habría muerto más gente -explica Lenine Maia, mayor del Cuerpo de Bomberos-. Con el nivel de gases y humo que había en ese lugar cerrado, sumado a la cantidad de gente, ningún ser humano aguanta tanto tiempo a la exposición de gases tan tóxicos. Son apenas cuatro minutos los que el cuerpo puede funcionar aspirando el humo; luego viene el desmayo, las personas aspiran el humo inconscientemente y en pocos minutos les viene un paro respiratorio. De ahí al paro cardíaco y la muerte, el lapso es muy corto.
Cinco días después del desastre, la cifra de muertos alcanza las 236 personas, en su gran mayoría, estudiantes de entre 18 y 30 años. Hay más de cien heridos, de distinta gravedad.
Los estudiantes, en su carrera por salvar su vida dentro de la Kiss, chocaron con los guardias parados en la única salida del local. Varios de los que sobrevivieron dirían después que no los dejaban salir: los acusan de cerrar la puerta de salida, al escuchar un gran tumulto corriendo hacia ellos.
Varias razones explican esa reacción. Una es que el fuego empezó en una zona del local que los guardias no veían, por lo que no sabían lo que realmente pasaba. Otra es que pensaron que había una pelea. Pero Rubén Martínez, estudiante chileno de Ingeniería que trabaja por el verano en una ONG de Santa María, parece dar con la clave: "Fui a la Kiss el sábado anterior al accidente y vi que el sistema de pago del consumo es similar al resto de los clubes acá. Uno compra su entrada y en la puerta te pasan un ticket con un número. Entregando ese número en la barra, uno consume durante la noche y cuando uno se va tiene que pagar en una caja al lado de la salida. Estoy seguro que el día de la tragedia los guardias cerraron la puerta porque creyeron que los clientes se estaban yendo sin pagar".
Como sea, algunos estudiantes logran salir a tropezones desde la discoteca hacia la calle. A esa hora, cerca de las 3.30 de la madrugada del domingo 27, Cristiano Machado, un taxista de 22 años, duerme una hora para luego continuar con su turno de noche. Está estacionado justo frente a la Kiss, en Rua dos Andradas, a media cuadra de avenida Río Branco, la principal arteria de Santa María.
Recuerda que el ajetreo lo despertó. Que de afuera no se veían llamas, pero no olvida a los jóvenes saliendo desesperados: "Fue como si el infierno se me hubiese venido encima, era como si esa pequeña salida escupiera personas. La gente que salía pasaba por arriba de los autos que estaban estacionados afuera del local. Yo estaba estacionado un poco más atrás y muchos llegaban gateando hasta mi auto".
Muchos cuerpos se desvanecen sobre la calzada. Llegan varias ambulancias, pero no dan abasto. Vehículos particulares las ayudan en su tarea y comienzan a trasladar heridos. Los primeros lesionados son llevados al hospital más cercano: el Caridade. Entre ese lugar y la discoteca hay sólo 10 cuadras.
El teléfono celular de Vladimir Vargas suena a las 4 de la mañana de ese domingo 27. Es uno de sus yernos, quien le avisa que había ocurrido un accidente en una discoteca y que era muy probable que sus dos hijas mayores estuvieran ahí. El padre parte a la casa vecina, donde Camila cuida a las hijas de sus dos hermanas. Con el pecho acelerado la despierta. Y le dice que tienen que ir al centro de Santa María, que ha habido un accidente en la disco Kiss y que sus hermanas podrían estar ahí. En medio de la noche, toda la familia Vargas Soares hace la caminata colina abajo. La misma que siete horas antes y con tacones puestos habían hecho Francielli y Jennifer.
Un poco antes, a las 3.30 am, había sonado el teléfono del mayor Lenine Maia.
En esa llamada sólo le dicen que tiene que ir al cuartel. Cincuenta minutos después, con ropa de combate al fuego, Maia sale rumbo a la Kiss. Es el tercer grupo de bomberos que parte para domar el incendio en la discoteca.
La escena que ve en la calle es caótica: cuerpos en el piso, personas llevando en andas a heridos y la gente, junto a algunos bomberos, haciendo boquetes en los muros de la disco para generar improvisadas salidas que ayuden a la evacuación de los jóvenes atrapados.
Lo que Maia ve adentro de la disco es mucho peor. No hay heridos, sino pilas de jóvenes muertos, unos encima de otros. Da tres pasos. Y entonces ve a un hombre, boca abajo, que está vestido parecido a su hijo que está en la universidad. La ropa -bermudas, polera-, el pelo negro ondulado y la edad calzan. El corazón le da un vuelco. Por un momento se olvida de lo que hay alrededor, del humo, de la muerte y se centra en ese cuerpo sin vida. Se agacha y le agarra la cabeza por el pelo. Aliviado, certifica que no es él. Recién ahí puede concentrarse en su trabajo y en el horror.
-En mis 30 años de servicio no vi ni el 10% de lo que vi esa noche -dice.
Alrededor de las 5 a.m., la familia Vargas Soares llega al hospital Caridade. La ecuación es simple: si ninguna de sus dos hijas está entre los heridos que han llegado hasta ese momento, las probabilidades de que hayan muerto son más altas.
Jennifer y Francielli no están entre los lesionados del hospital.
Una enfermera le dice a Vargas que los cuerpos de los fallecidos van a llegar al Gimnasio Municipal de Santa María, ubicado a unas cinco cuadras de allí. Vargas y su familia llegan a este lugar cuando recién empieza a amanecer. Por los alrededores se mueven cientos de familiares y amigos de las supuestas víctimas. Buscan respuestas, certezas.
A las 7.10 a.m. parte desde la discoteca Kiss el primer camión militar que lleva alrededor de 70 cuerpos. El camión entra a un predio contiguo al gimnasio. Adentro de éste, padres y madres desesperados por saber de sus hijos. Afuera, en el terreno vecino, los voluntarios separan los cuerpos entre hombres y mujeres y los ponen sobre una lona blanca. En el caso de los hombres, la identificación es mucho más fácil, ya que la gran mayoría porta sus identificaciones en los bolsillos de sus pantalones. En el caso de las mujeres, es más difícil: la mayoría porta sus carnés en las carteras que, en el tumulto de la salida, quedaron esparcidas por el local nocturno.
A los cuerpos de las mujeres, además, se los cubre con otra lona blanca desde la cintura hacia abajo. Muchas llevan minifaldas.
Los objetos personales, como billeteras, carteras o celulares, son puestos sobre el pecho de sus dueños. Mientras los voluntarios trabajan, los celulares de las víctimas no paran de sonar. Nadie está autorizado a contestarlos.
Los nombres de las víctimas se gritan a viva voz, para que los padres salgan al predio a reconocer a sus hijos. Ni Francielli ni Jennifer son nombradas. Vladimir se siente esperanzado, optimista. Todavía no se sabe el número exacto de víctimas y ya se han anunciado muchos nombres. Pero llega un segundo camión. Y Vladimir, ahora sí, escucha los nombres de sus hijas.
No tiene fuerzas para ir a reconocerlas. Le pide a su esposa que lo haga.
Vladimir sale del gimnasio y deja todos los trámites a cargo de la funeraria. Paga el servicio con los pocos ahorros de la familia.
Es lunes 28 de enero en la noche y el calor y la humedad no bajan en Santa María. Ese día, más temprano, se hicieron casi todos los funerales de quienes murieron en la discoteca. Una buena parte de los fallecidos fueron enterrados en el Cementerio Municipal de la ciudad, con padres acongojados portando coronas de flores.
Ahora, de noche, por las calles circulan miles de personas vestidas de blanco. Es una marcha para recordar a las víctimas, que comenzó frente a la disco y terminará, simbólicamente, en el gimnasio municipal.
Bajando por la avenida Presidente Vargas hacia el gimnasio, el contraste es fuerte. El dolor de los que caminan se contrapone con los que deciden tomarse una cerveza en algunos de los bares que hay a la orilla del camino. La mayoría de las tiendas del centro tienen paños negros sobre sus vitrinas, en señal de duelo. Domingo y lunes estuvieron cerradas.
Rubén Martínez, el estudiante chileno, es uno de los que va en la marcha. Dice que Santa María es una ciudad tranquila, en comparación con las grandes urbes brasileñas, especialmente respecto de Porto Alegre, la ciudad principal del estado de Rio Grande do Sul, que está a unas tres horas en bus. Toda esta zona del sur brasileño comparte fronteras con Uruguay, Argentina y Paraguay. Quizás por eso los santamarinenses tienen varias costumbres asociadas al Río de la Plata, como el gusto por el mate, los sombreros y las botas gauchas.
La ciudad, rodeada de montes verdes, está compuesta mayoritariamente por población blanca, reforzada por una fuerte inmigración italiana y alemana durante el siglo pasado. Aquí se ven mulatos o negros en forma ocasional. Santa María es una ciudad de edificios bajos y donde las construcciones más altas no superan los 20 pisos. Las calles generalmente son de dos pistas y van en un solo sentido. Sólo la avenida principal, Rio Branco, tiene una plaza con bandejón central. Allí se concentra el comercio del centro: principalmente, tiendas que dan a la calle y un par de galerías comerciales. A simple vista, la ciudad es tranquila.
A estas alturas del año, los estudiantes de las seis universidades de Santa María no deberían haber estado aquí. Pero un paro estudiantil de unos meses durante el año pasado hizo que las clases se alargaran hasta marzo del 2013. Por eso es que, de manera extraordinaria, se ven tantos universitarios dando vueltas a fines de enero. Varios de ellos estaban en la fiesta de la Kiss la madrugada del domingo 27.
Poco de eso, en todo caso, le importa a Vladimir Vargas. En la terraza de su modesta casa en las afueras de la ciudad y con una fogata hecha para espantar los mosquitos de la periferia, dice que sus hijas no volverán. Que sus muertos ya están enterrados. Camila, su tercera hija, hace una promesa frente suyo. Dice que ella se encargará de cuidar a las hijas de sus dos hermanas.
Con el paso de los días, en Santa María el dolor ha dado paso a la rabia. Frente a la disco Kiss se ha montado una suerte de memorial lleno de flores, pero los mensajes de cariño a las víctimas conviven ahora con carteles rabiosos, que increpan a las autoridades por la escasa fiscalización a estos locales. "Gobernador y prefecto impunes", "Un billón de reales en impuestos para qué" o "Y ahora, ¿cuál es la salida?" son algunas de las consignas escritas.
En estos días, las visitas al lugar han sido permanentes. Primero aparecieron los curiosos y los santamarinenses conmovidos por un drama que ha roto la calma de la ciudad. Las familias de los muertos se han demorado más en llegar hasta aquí. Recién el jueves 31 se ve a un par de padres. Como Adherbal Alves Ferreira, quien perdió a su hija Jennifer, de 22 años. Con el rostro de la joven estampado en una pancarta que cuelga de su cuello, dice que su lucha ahora es tener justicia: por eso, esta tarde recolecta firmas para enviar a organismos públicos que lo ayuden a que este caso no quede impune y siente precedentes.
No todos tienen esa fuerza.
Vladimir Vargas, el padre de Jennifer y Francielli, no ha sido capaz de venir a la Kiss.
Es que todo ha sido muy fuerte. Eso repite el mayor Lenine Maia, días después de la tragedia, sentado en su cuartel de bomberos. Y entonces recuerda una vez más esa madrugada del 27 de enero.
A las 6 de la mañana de ese domingo, el fuego fue controlado y bomberos comenzó el retiro de los cadáveres. Maia se dio tiempo para mirar a su alrededor y tomar una foto en uno de los baños, donde unos 60 cuerpos estaban apilados, muchos con el torso desnudo. Todos esos jóvenes pensaron que la puerta del baño era la puerta de salida que los salvaría.
Maia muestra ahora la foto, como queriendo compartir su pesadilla. Y dice que la noche siguiente al incendio, cuando finalmente descansó, al cerrar los ojos era esa la imagen que veía, porque lo que presenció en ese baño le quedó grabado. Dice que, acostado en su cama, abría los ojos, los volvía a cerrar y de nuevo veía la imagen.
-No otra. Sólo esa.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.