La brecha de la confianza
<font face="tahoma, arial, helvetica, sans-serif"><span style="font-size: 12px;">Si usted es mujer, lea este artículo. Si usted es hombre y tiene mujer, léalo igual. Si usted quiere tener mujer, lo mismo. Si usted trabaja con mujeres, revíselo también. Katty Kay y Claire Shipman explican qué está deteniendo hoy a las mujeres. </span></font>
Las mujeres hemos tenido logros innegables. En Estados Unidos, conseguimos más títulos universitarios que los hombres. Media docena de estudios globales han revelado que las compañías que contratan más mujeres superan a sus competidores en todos los ítems de rentabilidad. Nuestras habilidades nunca han sido más obvias. Y aún así, los hombres siguen siendo ascendidos más rápido y ganando mejores sueldos. Las estadísticas son conocidas: en las cúpulas, las mujeres estamos casi ausentes.
Algunos dicen que los hijos cambian nuestras prioridades y hay verdad en eso. Otros apuntan a barreras culturales e institucionales que frenan el éxito femenino. También es verdad. Pero estas explicaciones pierden de vista algo más básico: la aguda falta de confianza de las mujeres.
La esquiva naturaleza de la confianza nos ha intrigado desde que comenzamos a trabajar en Womenomics, nuestro libro de 2009 que analizó los muchos cambios positivos que se estaban desarrollando para las mujeres. Pero a medida que hablábamos con docenas de mujeres, todas con logros y credenciales, seguía habiendo un punto negro que no podíamos identificar. Alguna fuerza estaba, claramente, empujándolas hacia atrás.
Escribimos un libro sobre el tema, con un fuerte interés en saber si la falta de confianza las estaba reteniendo. Descubrimos que nuestra sospecha original era cierta: existe una gran brecha de confianza que separa a los sexos. Comparadas con los hombres, las mujeres no se consideran listas para los ascensos, creen que lo harán peor en las pruebas y generalmente subestiman sus habilidades. Cada vez hay más evidencia de lo devastadora que es: el éxito se relaciona tanto con la confianza como con las habilidades. Esas son las malas noticias. Las buenas son que con trabajo se puede adquirir confianza, y que la brecha se puede cerrar.
La escasez de confianza femenina ha sido crecientemente cuantificada y bien documentada. En 2011, el Institute of Leadership and Management, en el Reino Unido, entrevistó a gerentes ingleses sobre cuán confiados se sentían respecto a sus profesiones. La mitad de las mujeres reportó dudas sobre su desempeño, comparadas con menos de un tercio de los hombres entrevistados.
Linda Babcock, profesora de Economía de la Universidad Carnegie Melon y autora de Women Don’t Ask ha descubierto que los hombres inician negociaciones sobre su sueldo con el cuádruple de frecuencia que las mujeres y que cuando éstas negocian, piden 30% menos de sueldo que sus pares masculinos.
¿Y los hombres?
¿Dudan los hombres de sí mismos algunas veces? Por supuesto. Pero no con la misma insistencia. Además, no dejan que las dudas los detengan, como les ocurre a las mujeres.
El exceso de confianza nos puede llevar lejos. En 2009, Cameron Anderson, un sicólogo que trabaja en la Escuela de Negocios de California, hizo novedosos experimentos para comparar los valores relativos de la confianza y las habilidades. Le dio a un grupo de 242 estudiantes una lista de nombres y eventos históricos y les pidió que marcaran los que conocían. Entre los nombres había algunos notoriamente falsos y el experimento era una forma de medir el exceso de confianza. El hecho de que algunos estudiantes marcaran los falsos en vez de simplemente dejarlos en blanco sugería que creían saber más de lo que realmente sabían. Al final del semestre, Anderson les pidió que se evaluaran unos a otros en una encuesta diseñada para medir la relevancia social de cada uno en el grupo. Los estudiantes que habían marcado una mayor cantidad de nombres falsos también habían alcanzado un estatus más alto.
La confianza, dice Anderson, importa tanto como la competencia. Dentro de cada organización, algunos individuos tienden a ser más admirados y escuchados que otros. No son necesariamente los que saben más o los más capaces, sino los que tienen mayor autoconfianza. “Cuando las personas tienen confianza, independiente de qué tan buenas sean, muestran un comportamiento verbal y no verbal confiado”, dice Anderson. Se trata de un lenguaje corporal más expansivo, un tono de voz más grave y una tendencia a hablar antes que los demás. “Si son buenos o no, es relativamente irrelevante”. Increíblemente, la falta de competencia no tiene, necesariamente, consecuencias negativas. Entre los estudiantes de Anderson, aquellos que mostraban mayor confianza que competencia eran admirados por el resto del grupo y se les asignaba un estatus social más alto. “Entre más confiada parecía la gente, era considerada como más querida dentro del grupo”.
El perfeccionismo es otro asesino de la confianza. Estudio tras estudio ha confirmado que este es un asunto mayoritariamente femenino y que se extiende a lo largo de toda la vida. No respondemos hasta que no estamos completamente seguras, no enviamos un ensayo hasta que lo hayamos revisado hasta la náusea y no nos anotamos para una triatlón a menos que sepamos que somos más rápidas y estamos en mejores condiciones que el promedio. Observamos a nuestros pares masculinos tomar riesgos, mientras que nosotras esperamos hasta saber que estamos perfectamente listas y calificadas.
¿Dónde comienza todo esto? La simple sugerencia de que los cerebros de hombres y mujeres puedan ser diferentes y funcionar de manera distinta ha sido un tema tabú entre las mujeres, debido al miedo de que cualquiera de esas divergencias pudiera ser usada en nuestra contra. Por décadas -siglos- las diferencias (reales o imaginarias) fueron usadas en nuestra contra. Así que seamos claros: los cerebros femeninos y masculinos son más parecidos que diferentes. No se pueden ver escáneres de dos cerebros aleatorios e identificar cuál es de un hombre y cuál es el de una mujer. Más aún, el nivel de confianza de cada individuo está influenciado por una serie de factores genéticos que no tienen nada que ver con su sexo.
La pregunta que aún debe ser respondida es hasta qué punto las diferencias entre hombres y mujeres son inherentes a su sexo y hasta dónde son el resultado de las experiencias de la vida. La respuesta no es fácil, pero nuevos trabajos en plasticidad cerebral están mostrando que nuestros cerebros sí cambian en respuesta al ambiente. Incluso los niveles hormonales pueden estar menos predeterminados de lo que uno podría suponer: los investigadores han encontrado que los niveles de testosterona en los hombres declinan cuando pasan más tiempo con sus hijos.
Para algunas pistas sobre el rol que la naturaleza juega en la brecha de la confianza, miremos algunos lugares formativos: la sala de clases de una escuela básica, su patio o su cancha. La escuela es donde muchas veces las niñas son retribuidas por primera vez por ser buenas, en vez de enérgicas, traviesas o incluso agresivas. Pero si bien ser una “buena niña” puede tener beneficios en la sala de clases, no nos prepara muy bien para el mundo real.
Es más fácil para las niñas que para los niños comportarse: ellas comienzan la escuela con ventaja en el desarrollo de algunas áreas clave. Tienen tiempos de atención más largos, habilidades verbales más avanzadas, mayor motricidad fina, además de más competencias sociales. Generalmente, ellas no corren por los pasillos como animales salvajes ni se meten en peleas en el recreo. Pronto aprenden que son más valoradas cuando hacen las cosas de la manera adecuada: pulcramente y en silencio. “Ellas son muy alabadas por ser perfectas”, dice Carol Dweck, profesora de sicología en la Universidad de Stanford y autora de Mindset: The New Psychology of Success.
El resultado es que muchas evitan tomar riesgos y cometer errores. Esto les juega en contra: muchos sicólogos creen que tomar riesgos, fallar y ser perseverantes son rasgos esenciales a la hora de construir confianza. En tanto, los niños tienden a acumular más regaños y castigos y en el proceso aprenden a tomar con calma el fracaso. “Cuando observamos las salas de clases de las escuelas básicas, vimos que los niños reciben ocho veces más críticas por su comportamiento que las niñas”, escribe Dweck en Mindset. “Los errores de los niños son atribuidos a falta de esfuerzo”, dice, mientras que “las niñas tienden a ver sus errores como reflejo de sus cualidades más profundas”.
Los niños también se benefician de las lecciones que aprenden -o, más específicamente, las lecciones que se enseñan entre ellos- durante los recreos y después del colegio. Desde el kínder en adelante se meten en peleas, se molestan entre ellos, apuntan a sus limitaciones y se llaman imbéciles y patanes. En el proceso, sostiene Dweck, tales evaluaciones “pierden mucho de su poder”. Entonces, los niños se hacen más resilientes. Otros sicólogos creen que esta mentalidad de patio de colegio los alienta más tarde, como hombres, a hacer que los comentarios agresivos de otras personas les resbalen. De manera similar, en el campo de deportes aprenden no sólo a saborear los triunfos, sino también a superar rápidamente los fracasos.
Los estudios que evalúan el impacto del gasto equitativo en deportes, independiente del sexo, han encontrado que las niñas que juegan en equipo tienen más posibilidades de graduarse de la universidad, encontrar trabajo y hacerlo en industrias dominadas por hombres. Y aún así, menos niñas que niños participan en competencias atléticas y muchas de las que lo hacen, lo abandonan pronto. De acuerdo con el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, las niñas son seis veces más propensas a dejar los equipos deportivos, con la caída más profunda en la participación durante la adolescencia. Esto es probablemente porque las niñas sufren una mayor caída en su autoestima durante ese tiempo, comparadas con los niños.
Qué círculo más vicioso: las niñas pierden confianza, de modo que dejan de competir, privándose de una de las mejores formas de recuperarla. Salen del colegio llenas de interesantes hechos históricos y elegantes subjuntivos en inglés, orgullosas de su habilidad para estudiar y obtener las mejores notas y determinadas a complacer a los demás. Pero en algún lugar entre la sala de clases y la oficina, las reglas cambian y ellas no se dan cuenta. Se enfrentan a un mercado laboral que no las recompensa por su deletreo perfecto y modales exquisitos. Los requerimientos para el éxito adulto son diferentes y su confianza recibe una paliza.
¿El miedo a caer mal?
Sí, las mujeres sufren consecuencias por su falta de confianza, pero cuando se comportan más expresivamente, pueden sufrir otras consecuencias, unas que los hombres típicamente no experimentan. Las actitudes hacia las mujeres están cambiando, pero la investigación muestra que aun así ellas pueden pagar una pena social e incluso profesional más pesada por actuar de una forma vista como agresiva. Si una mujer entra en la oficina de su jefe con opiniones que nadie le pidió, habla primero en las reuniones o da consejos a sus superiores, corre el riesgo de no caer bien o incluso, seamos honestos, de ser etiquetada como una perra. No es sólo su competencia la evaluada, es también su carácter.
En la Escuela de Negocios de Yale, Victoria Brescoll ha probado su tesis de que mientras más alto llega una mujer, más trata de hacer un esfuerzo consciente para disminuir su veleidad, de manera muy contraria a los hombres. En los primeros dos experimentos, le pidió a 206 participantes, hombres y mujeres, que se imaginaran como la figura con más o con menos poder dentro de una reunión. Luego les preguntó cuánto hablarían. Aquellos hombres que se imaginaban a sí mismos como los más poderosos decían que hablarían más; los que elegían la posición de menor rango hablarían menos. Pero las mujeres que seleccionaban el rol de más poder decían que hablarían la misma cantidad que aquellas que se veían como la de más bajo grado.
Cuando se les preguntaba por qué, decían que era porque no querían caer mal o porque les parecía inapropiado.
Cuando nos embarcamos en esta búsqueda, teníamos un pequeño conflicto de interés. Como periodistas, nos estimulaba el rompecabezas de por qué a las mujeres exitosas les faltaba tanta confianza, pero como mujeres, estábamos tristes. Ahondando en investigaciones y entrevistas, más de una vez nos preguntamos si todo el sexo femenino estaba destinado a sentirse poco confiado en sí mismo. La biología, la crianza, la sociedad: todo parecía estar conspirando en contra de la confianza femenina.
Pero comenzamos a ver los bosquejos de un remedio. La confianza no es, como alguna vez creímos, simplemente sentirse bien sobre uno mismo. Quizás la más clara y más útil definición con la que dimos fue la de Richard Petty, un profesor de sicología de la Universidad Estatal de Ohio que ha pasado décadas en el tema. La “confianza”, nos dijo, “es aquello que transforma las ideas en acciones”.
La noción de que la confianza y la acción están interrelacionadas sugiere un círculo virtuoso. La confianza es la creencia en la capacidad de cada uno de tener éxito, una creencia que estimula la acción. Así, tomar medidas refuerza la propia habilidad para alcanzar el éxito. La confianza se acumula, al igual que el trabajo duro, a través del éxito, e incluso a través del fracaso.
Encontramos la ilustración más notable de este fenómeno en Milán. Allá localizamos a Zachary Estes, un investigador especializado en la disparidad de la confianza entre hombres y mujeres. Hace algunos años, les dio a 500 estudiantes un serie de tests que involucraban reorganizar imágenes 3D en la pantalla de un computador. Cuando Estes les pidió a los estudiantes que resolvieran una serie de puzzles espaciales, las mujeres obtuvieron peores resultados que los hombres. Pero cuando miró los resultados con más cuidado, encontró que las mujeres lo habían hecho mal debido a que ni siquiera habían intentado resolver varias de esas preguntas. Así que repitió el experimento, esta vez diciéndole a los estudiantes que al menos tenían que tratar de resolver todos los puzzles. Y adivinen qué: el puntaje de las mujeres mejoró notoriamente, equiparando al de los hombres. Enloquecedor. Pero aún así, esperanzador.
El trabajo de Estes ilustra un punto clave: el resultado natural de la falta de confianza es la falta de acción. Cuando las mujeres no actuamos, cuando dudamos porque no estamos seguras, nos quedamos atrás. Pero cuando actuamos, incluso si es porque estamos forzadas a hacerlo, nos desempeñamos tan bien como los hombres.
Estos resultados no podrían ser más relevantes para comprender la brecha de confianza y tratar de averiguar cómo cerrarla. Lo que condenó a las mujeres en el laboratorio de Estes no fue realmente su habilidad para hacerlo bien en estos tests. Eran tan capaces como los hombres. Lo que las retuvo fue no intentarlo.
El consejo implícito en tales hallazgos es que para tener más confianza, las mujeres necesitan dejar de pensar tanto y simplemente actuar. Casi diariamente, nuevas evidencias emergen sobre cuánto pueden cambiar nuestros cerebros en el curso de nuestras vidas, en respuesta a cambios en los patrones de pensamiento y comportamiento. Si seguimos en eso, podemos hacer que nuestros cerebros sean más proclives a la confianza. Lo que los neurocientíficos llaman plasticidad, nosotros le llamamos esperanza.
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