La búsqueda de Judith
<P>Jorge Luengo Espinoza quería dejar la ingeniería en Concepción y ser escritor en Isla Mocha. Su padre, Jorge Luengo Suazo, decidió acompañarlo en el viaje donde compraría el terreno. La avioneta que los traía de vuelta se perdió el 6 de octubre y aún no aparece. La madre y esposa de ellos, Judith Espinoza, ha tenido que encontrar fuerzas para mantenerse en pie durante este tiempo. Un mes después, este es su relato. </P>
"Quizás el último recuerdo que tengo de todos nosotros juntos es del 27 de septiembre. Ese día están de cumpleaños Jorge (28) y Paula (27), mis dos hijos. Siempre los hemos celebrado juntos. Hacemos algo en nuestro departamento. Jorge es ingeniero civil químico y Paula, kinesióloga. Ese viernes, mi hija había puesto globos y dos rosas, una rosada y otra celeste. También dos tortas. Mi hija las mandó a hacer con figuras de monitos infantiles. La de ella era de chocolate, con forma de Hello Kitty. A mi hijo le gustaba la torta de hoja. La suya tenía la forma de unos monitos que le gustaban cuando niño. El se reía, y decía que no quería mostrarla porque era de cabro chico.
El iba a cumplir dos años trabajando en una empresa de servicios de ingeniería llamada Parés y Alvarez. Vivía con nosotros en Concepción, igual que su hermana, que está haciendo un diplomado en Santiago los fines de semana. En algún momento de ese viernes nos sacaron una foto a los cuatro, con mis hijos y mi marido. Nunca pensé que sería la última. Nueve días después, el 6 de octubre en la tarde, mi hija empezó a gritar frente al computador. Mi esposo y mi hijo tenían que volver ese día de Isla Mocha y yo no había logrado comunicarme con ellos. La noticia que leyó mi hija hablaba de una avioneta perdida. Que adentro viajaban un padre y su hijo. Yo sólo pedía que eso no fuera verdad".
"El viaje lo habían programado hace tiempo. Tal vez unos dos meses. Mi hijo llevaba tiempo ahorrando para comprarse un terreno allá en la isla y con ese propósito partió el 4 de octubre. Aunque eso, quizás, no lo explica todo. Mi hijo siempre fue un buen lector y hace unos tres años, antes de que saliera de la universidad, empezó a escribir. Durante sus últimos años de estudios sufrió un vuelco. No es que haya tenido problemas con las notas, porque siempre fue un alumno destacado, pero tuvo una desilusión de la carrera. Entonces empezó a escribir. Tenía cuentos sobre la vida, que a mí me cuesta explicar. Eran cortos y los escribía en un cuaderno. Después los pasaba al computador. Recuerdo que uno partía con un epígrafe de Milan Kundera, que decía: 'El hombre atraviesa el presente con los ojos vendados. Sólo puede intuir y adivinar lo que de verdad está viviendo y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido'. También tenía una carta escrita para Mario Vargas Llosa. Le contaba que admiraba su trabajo, pero también le hacía sugerencias. Yo decía que se la enviara.
Mi hijo pensaba irse a escribir a Isla Mocha. Creo que quería estar en un lugar para inspirarse. Por eso quería comprar un terreno. Pero lo pensaba para más adelante. En unos dos o tres años más. El nunca había estado allá. Por internet vio sus paisajes. Por internet averiguó cómo irse, dónde alojar. El lo programó todo y todos lo íbamos a acompañar. Pero ese fin de semana a mi hija le tocaba irse a Santiago, por el diplomado. Entonces mi esposo me dijo: 'Déjame ir con él, que nos falta conversar a los dos'. Al principio, cuando recién nos enteramos de los deseos de mi hijo, con mi marido lo encontramos raro. Pero después lo apoyamos. Creo que algo de eso puede haber estado en la decisión de mi marido de acompañarlo. De que hicieran el viaje los dos. Aunque también era para asesorarlo en la parte legal. Mi marido es abogado y ya le habían contado cuánto podría valer una hectárea allá. Ellos eran muy cercanos. A veces, a pesar de su edad, mi marido aún iba a dejar a mi hijo al trabajo por las mañanas. De hecho, el viernes 4 de octubre, mi esposo lo pasó a buscar a las 13.30 al trabajo, porque a esa hora salía, y manejaron la camioneta por casi tres horas hasta el aeródromo de Tirúa, que es de donde salía la avioneta. La idea era que dejaran el auto ahí mismo para que el domingo, cuando regresaran, pudieran devolverse a Concepción. Yo los llamé ese día cerca de las 16.00. Mi hijo contestó y dijo: 'Mi papá va manejando, pero vamos llegando a Tirúa'. Yo les dije: 'Ya, que les vaya bien. Besitos'. Mi hijo se despidió con un 'ya, chao, mamá'. Fue lo último que me dijo. Lo último que escuché de él".
"Tendrían que haber regresado el domingo por la tarde. Ellos me habían comentado que el vuelo se demoraba entre 15 y 20 minutos, pero una vez que llegaron a la isla no pude volver a hablar con ellos. Intenté llamarlos ese mismo viernes en la noche y me di cuenta de que no tenían señal; si marcaba sus números me aparecía el buzón de voz. Lo mismo me pasó ese domingo. Pensaba que tipo 15.00 o 16.00 llegaban a Tirúa, entonces cerca de las 18.00 o 19.00 estarían de vuelta. Los llamaba y no conseguía tono. Eso me extrañaba, porque cuando mi esposo viene de alguna parte, siempre me avisa. Me dije: 'No tengo que pensar mal, deben venir en camino'. Mi hija estaba frente al computador. Fue ahí que empezó a gritar.
En la noticia que leía, los nombres de los pasajeros estaban mal. Hablaban de un Jorge Espinoza y, por eso, yo sólo quería que esto no fuera verdad. Creo que a las 21.00 nos llamaron para confirmar que la que se había accidentado era la avioneta de ellos. Sólo sé que recibimos la información. Pero no recuerdo de quién.
Al día siguiente viajamos a primera hora a Tirúa, porque el domingo en la noche no tuvimos las fuerzas. Ya a las 7.00 estábamos en la carretera. Durante el camino iba pensando que podían estar vivos. Tenía esa ilusión, de que pudieran haber llegado a tierra y sólo estuvieran heridos. Incluso les llevaba ropa por si los encontraban. En Tirúa pasamos todo el día en el aeródromo y la gente de la municipalidad nos ofreció una casa donde quedarnos.
Todos los días partían con esperanza. Me levantaba pensando que los iba a encontrar vivos. Que estaban por ahí, en algún lugar. Pero ya en la noche estaba tan mal, que tomaba cosas que me ayudaran a dormir. Era, digamos, un sueño inducido. Allá hicimos de todo para que no se suspendiera la búsqueda. Llamamos a los medios de comunicación, al ministro de Defensa, les pedíamos ayuda a los pescadores. De hecho, todos los días un representante de cada una de las familias de los pasajeros de la avioneta se subía a las lanchas. Yo los miraba desde arriba, en un cerro, donde los botes se veían pequeñitos y el mar tan grande. Cuando caminábamos por la playa nos dábamos cuenta de lo complicado que era el clima. Por las marejadas, por las corrientes, por el viento.
La mochila de mi hijo apareció el 13 de octubre, no en el mar, sino que en la playa. Por eso pensaba que aún podían estar vivos. Sabían que era de mi hijo porque dentro de ella encontraron dos libros que había firmado con su nombre: uno de Vargas Llosa, que no recuerdo, y el Libro de Manuel, de Cortázar. También encontraron un pendrive. En él estaba guardado su currículo. Lo último que había dentro de la mochila era una cámara fotográfica análoga. Después de que los peritos desarrollaron el rollo, me dieron las fotos. Eran cerca de 20, la mayoría de paisajes. Pero también había una de mi marido caminando a lo lejos, y otras de mi hijo en un mirador, en un faro y andando a caballo. Después de tenerlas, fui a Isla Mocha por una tarde, con mi hija, en un avión de la Fach. Quería recorrer los lugares donde ellos habían estado, ver lo que habían visto. Supe que a la persona que los recibió allá, mi esposo le ayudó a arreglar un tractor. Y que le hablaba de siembra. También me mostraron cuál era el terreno que más les había gustado. No estaba muy lejos de la playa, sobre una loma. Tenía vista a un faro. Me dijeron que mi hijo lo había elegido. Podía imaginarlo escribiendo ahí".
"El cansancio de estar buscando a tus seres queridos durante un mes existe, pero allá, en Tirúa, no se sentía, porque el único objetivo de nosotros era saber de ellos, encontrarlos. Una se siente cansada, pero tiene también las fuerzas para seguir. Aunque cuando ya pasaron semanas, empecé a perder la esperanza. Y la verdad es que ha sido muy, pero muy difícil. Con todo lo que he visto y recorrido, creo que están cerca de la costa, en algún lugar difícil de buscar. Lo que pido es que se hagan las pericias correspondientes. Que no se detengan hasta encontrarlos. Aunque a lo mejor, a esta altura, rescatar la avioneta del fondo del mar sea muy difícil.
Yo tenía mucho miedo de volver a Concepción. Al departamento. Porque está lleno de recuerdos. Yo trabajo como profesora en una escuela y siempre trataba de entender a las mamás que perdían a sus hijos. Y la verdad es que es un dolor desgarrador. No creo que exista otro más grande.
Finalmente, regresé a mi casa el lunes pasado, porque el miércoles se cumplía un mes desde el accidente. Como somos católicos, organizamos una misa en memoria de ellos. Este fin de semana mi hija tiene que retomar su diplomado en Santiago. En honor a su papá, ella quiere ir. Porque siempre él la apoyó.
Hay momentos en que me pregunto cómo lo voy a hacer. Porque no sé vivir con este dolor. Trato de estar más fuerte por mi hija, pero hay momentos en que es superior y hemos llorado harto. Esta semana he hecho trámites, como pagar cuentas impagas. Y es difícil caminar por el centro. Un día tenía que ir a la oficina de mi esposo y no pude. No fui capaz. No sé si eso se me quitará algún día". S
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