La ciencia detrás de nuestros raros comportamientos

<P>Parecen innecesarias y muchas veces nos avergüenzan, pero manifestaciones físicas como las lágrimas, los bostezos o el hipo cumplen una función fisiológica y social tan relevante, que la evolución se ha encargado de mantenerlas en nuestra vida cotidiana.</P>




LOS SERES humanos hemos llegado a la Luna y a Marte. Hemos diseñado robots tan complejos como nunca se pensó y podemos curar casi cualquier enfermedad. Quizás por eso, intentamos esconder todo aquello que nos recuerda la pequeñez, la bajeza tan distante de nuestro lugar en la cima de la evolución y que se muestra tan nítidamente cuando, en la mitad de una seria conversación, nos da hipo.

Pero Robert Provine no solo quiso validar la existencia de estas manifestaciones físicas, sino también explicar su relevancia. El neurocientífico y profesor de la Universidad de Maryland, en Baltimore, escribió su libro Curioso comportamiento, precisamente para tratar de explicar acciones tan "raras" y aparentemente innecesarias como los eructos, las lágrimas de emoción o el contagio de los bostezos. Y tras su investigación se dio cuenta de una cosa: la función fisiológica que cumplen no es la única razón por la que la evolución las ha mantenido junto a nosotros. Muchas también cumplen relevantes funciones de socialización, que, en el pasado, podrían haber marcado el carácter social que distingue a los Homo sapiens.

Por ejemplo, el caso del bostezo. Esta acción cumple con varias funciones fisiológicas importantes, como abrir la trompa de Eustaquio (para quitar la molesta sensación de los oídos tapados), inflar los pulmones o estimular la producción de lágrimas lubricantes en los ojos. En la etapa prenatal, incluso, se ha comprobado que el bostezo puede ayudar a desarrollar el movimiento de bisagra de la mandíbula o permitir el ingreso de líquido amniótico a los pulmones del feto, para así contribuir al desarrollo de este órgano.

Sin embargo, dice Provine, hay un aspecto que, por su carácter anecdótico, no ha sido acabadamente estudiado: los bostezos se contagian. Ver a otro bostezar o, como se habrá dado cuenta, incluso leer sobre bostezos, puede hacernos imitar esta acción.

La capacidad de responder al contagio aparece relativamente tarde en el desarrollo humano. Según los estudios, los niños no imitan el bostezo antes de los cinco años. Esto llamó la atención del especialista, para quien lo más probable es que hayamos desarrollado este comportamiento como una forma de empatizar con otros.

A través del bostezo no solamente podemos darnos cuenta de que alguien está aburrido y, a partir de eso, tratar de entretenerlo, sino que al imitarlos sin darnos cuenta, también empatizamos físicamente con las personas a nuestro alrededor, un acto que promueve, según Provine, la confianza social. Por eso no resulta raro que investigadores del Birkbeck College de la Universidad de Londres demostraran que los niños autistas, de quienes se sabe de su incapacidad para empatizar y formar lazos emocionales con otras personas, se contagian mucho menos los bostezos.

Algo muy parecido ocurre con las lágrimas. Estas son las encargadas de lubricar y sanar los ojos, ya que contienen lisozima, un antibiótico natural del cuerpo capaz de destruir las células bacterianas. Sin embargo, no es precisamente en quitar infecciones en lo que pensamos cuando, involuntariamente, lloramos de tristeza o felicidad. Este comportamiento, relativamente nuevo en la historia del ser humano, podría haber sido uno de los que marcó el carácter social distintivo del Homo sapiens, señala Provine.

En varios experimentos, el especialista fue capaz de comprobar que las lágrimas ayudan a un observador a desambiguar el rostro de las personas tristes. En uno de ellos, comparó cincuenta imágenes de rostros de personas llorando de tristeza con otros cincuenta a los cuales, a través de un programa de edición de imagen, se les habían removido las lágrimas. Provine comprobó que la gente percibía mucho más claramente la tristeza en el rostro de quienes mostraban lágrimas. Para los seres humanos, esto es crucial, ya que solo en la medida en que otra persona sea capaz de darse cuenta de que alguien atraviesa por un estado vulnerable, será capaz de ofrecerle cuidado, compañía y comprensión, indispensables para la supervivencia. Es más, un estudio realizado por el Instituto Weizmann, en Israel, comprobó que las lágrimas incluso tienen componentes químicos que favorecen la socialización. El experimento descubrió que cuando los hombres olían las lágrimas de sus parejas, bajaban sus niveles de testosterona y disminuía su deseo sexual, algo que no ocurría cuando olían una solución salina que imitaba a las lágrimas en el rostro de las mujeres.

LOS MAS VERGONZOSOS

Que algo pique es una respuesta natural del cuerpo. Cuando un tejido se daña o ingresa un agente desconocido, los vasos sanguíneos se dilatan y el cuerpo produce histamina, un mediador químico encargado de generar picazón para que tomemos conciencia de la situación. Sin embargo, nada de esto quita que nos dé vergüenza rascarnos en público. Y lo peor es que en muchas ocasiones, basta que veamos a otro rascarse la cabeza para que, súbitamente, sintamos un incómodo escozor en todo el cuerpo.

Usualmente le atribuimos esto a la sugestión, pero evolutivamente, este comportamiento tiene todo el sentido del mundo: la infección o los mosquitos que pueden ocasionar la picazón de alguien cercano, perfectamente podrían saltar hacia nuestro cuerpo, lo que pone en marcha inmediatamente el sistema de defensa humano.

Y si la vergüenza de la picazón compulsiva no le parece suficiente, piense en el hipo que, objetivamente, no cumple ninguna función en nuestra vida, salvo incomodarnos. Pero hay que apreciarlo no por lo que es, sino por lo que fue. El hipo, señala Provine, no es sino un vestigio de nuestra vida dentro del útero, donde actúa como un poderoso regulador del comportamiento rítmico, que luego nos permite realizar funciones vitales, como succionar o respirar. De hecho, en el vientre, el hipo es uno de los movimientos fetales más comunes, que aumenta entre las ocho y las trece semanas, declina fuertemente hasta poco antes del nacimiento y con mucha más fuerza después de salir del útero.

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