La historia de la mujer que logró cambiar su cerebro

<P>Hasta los 25 años, Barbara Arrowsmith escribía al revés, no controlaba el lado izquierdo de su cuerpo y tenía problemas severos de aprendizaje. Pero su intuición la llevó a convertirse en la primera persona en comprobar en la práctica lo que la ciencia demostraría años después en los laboratorios: que la estimulación puede crear redes neuronales. </P>




ERA 1957 en Ontario, Canadá. Barbara Arrowsmith Young recuerda con claridad la escena. Tenía seis años y acompañó a su madre a una reunión con su profesora, que la había citado para discutir sobre el preocupante desempeño escolar de su hija. "Barbara tiene un bloqueo mental", le escuchó decir a la maestra. Fue la primera vez que oyó algo parecido y el primer alivio de su corta vida: existía una explicación para todas las dificultades que experimentaba diariamente.

Y no sólo en el colegio.

Hasta los 25, Barbara no era capaz de entender las diferencias temporales (ayer, hoy, mañana, por ejemplo) ni mucho menos de ver la hora en un reloj análogo. Una suma simple de dos dígitos era una tortura, porque su cerebro no procesaba todos los números, sino que los elegía al azar para realizar la operación y siempre llegaba a resultados diferentes. Como muchos otros niños, era tímida y callada, pero sus motivos eran diferentes: le daba miedo jugar con otros, ya que no era capaz de controlar bien la parte izquierda de su cuerpo y no comprendía las conversaciones ni las reglas de los juegos más básicos.

La historia que Barbara Arrowsmith narra en su libro La mujer que cambió su cerebro, que acaba de ser publicado, puede ser angustiante. Pero también es un relato de cómo la desesperación y la intuición llevaron a un ser humano a comprobar en la práctica lo que la ciencia tardaría años en demostrar en los laboratorios: la plasticidad del cerebro. Es decir, que una variedad de estímulos ambientales pueden generar nuevas redes neuronales.

El caso del soldado ruso

Pese a que en el colegio era residente habitual de la sección de las "tortugas", esa en que colocan a los niños que aprenden más lento y que suelen recibir las burlas de todo el mundo, Barbara logró terminar la secundaria. ¿Cómo? Por alguna razón que tampoco entendía, tenía una memoria auditiva y visual privilegiada. Todo lo que veía, escuchaba o leía se fijaba en su memoria y era capaz de repetirlo casi sin equivocarse. Lo que sus profesores no sabían era que no comprendía absolutamente nada de lo que estaba recitando. Una habilidad que incluso le permitió ingresar a la universidad, aunque allí comenzaría un nuevo calvario. Porque todo lo abstracto se le escapaba. Mientras sus compañeros interpretaban a Moby Dick como un símbolo de la obsesión de un hombre, ella sólo podía ver a una ballena. Nada más.

El estrés era intolerable y muchas veces pensó en suicidarse. Pero, por ese tiempo (1977) cayó en sus manos un libro del neurosicólogo ruso Aleksandr Luria. En El hombre con un mundo destruido: La historia de una herida en el cerebro, Luria relata la historia de Zazetsky, un soldado que recibió una bala en el cerebro y sufría graves trastornos cognitivos.

"El soldado se describía a sí mismo, pero también me describia a mí. Ninguno de los dos podía entender la hora. Así como una bala había dañado el cerebro del soldado, el mío había llegado al mundo dañado, como parte de mi carga genética", dice Arrowsmith. Ese momento fue crucial: "Había evidencia de que mis problemas de aprendizaje eran físicos. Esto me hizo pasar de la desesperación a la caza de una solución de lo que ahora sabía que era un problema de mi cerebro".

En efecto. El problema de Arrowsmith, como descubriría poco tiempo después con la ayuda de especialistas, estaba en una zona del hemisferio izquierdo, donde se conectan tres regiones: el lóbulo temporal (ligado al sonido y al lenguaje), el occipital (relacionado con la vista) y el parietal (responsable de las sensaciones kinestésicas). Barbara veía y escuchaba bien; el problema era que no podía hacer asociaciones lógicas entre esos estímulos. Por ejemplo: no era capaz de entender las metáforas o las analogías. Y ni hablar de la ironía. El humor era un recurso desconocido para ella, que no lograba entender ni elaborar. También carecía de razonamiento espacial: no podía leer mapas o imaginar espacios de tres dimensiones.

Las manillas del reloj

El libro de Luria había calmado su desesperación, pero fue sólo cuando se enteró de la investigación de Mark Rozenweig, de la Universidad de California, en Berkeley, que se abrió ante sus ojos una solución real. Hacía poco que este sicólogo había demostrado que el cerebro de las ratas podía cambiar en respuesta a la estimulación. "Si una rata puede hacerlo, probablemente un ser humano también", pensó Arrowsmith. Y en esa tarea se embarcó.

Creó un ejercicio para fortalecer el área que sabía dañada en su cerebro, sin tener ninguna idea de si funcionaría. Un amigo la ayudaba a colocar las manillas del reloj para que marcaran la hora señalada en una tarjeta. Luego, ella dibujaba cómo se veía el reloj a esa hora en otra tarjeta, para recordarlo. Llegó a realizar este ejercicio hasta por 12 horas al día y a medida que mejoraban sus habilidades, complejizaba la tarea.

Al año siguiente, Arrowsmith podía ver perfectamente la hora en cualquier reloj, pero lo más impresionante vendría un año más tarde, cuando comenzó a comprender lo que leía en los libros y podía entender las noticias en la televisión. Lo había conseguido: había fortalecido a tal punto las conexiones neuronales de asociación, que había logrado modificar su funcionamiento. Siguió haciendo este ejercicio durante poco más de dos años y se olvidó de todos sus problemas.

Han pasado más de 30 años y Arrowsmith es hoy Magíster en Sicología y la directora de su propio programa de aprendizaje, presente en 40 escuelas de Canadá, Estados Unidos y Australia, y que ha ayudado a más de cuatro mil estudiantes.

Niños y jóvenes practican los mismos ejercicios que, intuitivamente, sacaron adelante a Arrowsmith. Hoy la sicóloga cuenta a Tendencias que hace muchos años no practica ningún ejercicio: "Ya no es necesario, porque una vez que el cerebro comienza a operar como debería, sus funciones no vuelven a decaer".

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