La historia más diversa jamás contada
<P>Antes la Semana Santa era sinónimo de cine bíblico. Hoy lo es cada vez menos. Así y todo, quizás sea el momento de recordar que en ese registro también se hicieron películas notables. </P>
HAN CAMBIADO los tiempos y hoy ya las salas de cine no tienen programación especial por Semana Santa. Pero la televisión sí la tiene y lo habitual es que lo haga disparando de chincol a jote: a veces cualquier película de gente con sandalias califica como cine bíblico y eso explica que vacunazos como El cáliz de plata o Sansón y Dalila y superproducciones como Ben-Hur entren sin reparo al mismo paquete de historias de Jesús.
Con sus feroces historias de ira divina, venganza familiar y violencias de tribu, la Biblia ha sido una persistente fuente de historias capaces de sustentar grandes espectáculos. Quien mejor lo advirtió, y desde muy temprano, fue el legendario productor y director Cecil B. de Mille. Su última realización, Los diez mandamientos (1956), fue una de esas películas que, como Cleopatra, como Titanic, fueron hechas para detener la respiración. Y vaya que la detuvo. No sólo Charlton Heston quedó consagrado como el actor bíblico por excelencia. El astuto productor y director contó una historia de Israel que gustó tanto a judíos como a cristianos e introdujo al personaje del faraón, un Ramsés de aires ligeramente orientales al cual Yul Brynner prestó su consabida inexpresividad. Colosal y también cándida, fue una cinta maravillosa. De Mille quiso que fuera un acontecimiento y se exhibía con un prólogo donde él mismo, ante un decorado de cortinas de felpa con borlas doradas, le sacaba punta política a su trabajo y contaba que lo que íbamos a ver era un conflicto entre el liderazgo dictado por Dios y el liderazgo de una tiranía.
Esa lectura de sesgo político sobre los textos sagrados fue muy evidente también en la versión que hizo Nicholas Ray -el más desgarrado y emocional de los cineastas clásicos de Hollywood- de Rey de Reyes (1961). Ray vio la historia de Cristo en el contexto de un país ocupado y, en una estructura muy propia de sus películas (Johnny Guitar, Rebelde sin causa), estableció un triángulo dramático que ponía a Jesús a un lado y en los otros dos a Barrabás -el líder revolucionario enfrentado a la dominación romana- y a Judas, como figura dividida entre el pacifismo del nazareno y el activismo político del guerrillero. Descontados algunos ripios del formato de la superproducción, es una hermosa y muy sentida película.
Qué duda cabe que también hubo política en Jesucristo Superestrella (1973), uno de los musicales emblemáticos de la sensibilidad contestataria de los años 60. Cristo es básicamente un pacifista que rechaza el establishment. El personaje más elaborado, por lejos, es Judas, desgarrado por el conflicto entre responsabilidad personal, libre albedrío y fatalidad.
Pier Paolo Pasolini, poeta, novelista, crítico y cineasta marxista, construyó un Cristo de izquierda en la que bien puede ser su mejor realización: El evangelio según Mateo (1964). La obra, en blanco y negro, dedicada a Juan XXIII, es conmovedora y admirable. El director reclutó actores no profesionales con rostro de mucho carácter y jóvenes del proletariado romano. Este Cristo habla poco, habla duro, es flaco, tiene poca barba, lleva el pelo más bien corto y está en constante choque con los fariseos. La cinta fue filmada con sensibilidad tercermundista y arcaica en Asís y el casco antiguo de la ciudad de Matera, el mismo lugar que después usaría Mel Gibson en La pasión de Cristo.
Hay menos que decir de La más grande historia jamás contada (George Stevens, 1965) y de Jesús de Nazareth (Franco Zeffirelli, 1977). La primera tiene el doble interés de ser una cinta muy pictórica y de mirada agnóstica. Stevens siempre fue un cineasta más movido por el tema del outsider, del raro, que por las cuestiones de la fe, como lo dejó en claro en Shane, el desconocido o Gigante. Zeffirelli, en cambio, que dirigió ópera y dos adaptaciones shakesperianas de gran éxito (Romeo y Julieta y La fierecilla domada), era creyente e incluso hizo trabajos para el Vaticano. Su versión de la vida de Jesús puede estar entre las más ortodoxas, pero carga con el peso muerto de su blandura moral y de su debilidad por la decoración y la gente linda. El Jesús de esa película, del actor inglés Robert Powell, podría estar entre los más vistos del cine bíblico.
La tentación
La apuesta de Scorsese al adaptar a Kazantzakis para La última tentación de Cristo fue mucho más arriesgada. El proyecto le significó salir de la matriz urbana de su cine y meterse en disquisiciones teológicas griegas que nunca le interesaron mucho. Kazantzakis se pregunta en su novela si el Cristo humano no se sintió abrumado por el Cristo divino, si pudo o no ser inmune a los dictados de la carne frente a María Magdalena y si no fue sensible a la idea pequeño burguesa de formar un hogar, tener una pareja de niños y hacer una vida más o menos feliz. Está claro que Scorsese, artista de matriz indudablemente católica, no era el cineasta más calificado para meterse en estas honduras. Pero tenía una ventaja: aparte de haberse soñado como cineasta viendo Los diez mandamientos, Scorsese es el gran artista moderno del desgarro interior y de esa herida es posible que haya salido lo mejor que tiene la cinta, que a veces se hace muy larga, plana, cerebral y ausente.
Una evidencia de ribetes un tanto delirantes del filo transgresor de la película -que es cualquier cosa, menos irrespetuosa con la figura de Cristo- fueron las derivadas judiciales a que su estreno dio lugar en Chile. Tanto la Corte de Apelaciones como la Suprema -que nunca vieron la cinta, pero la supusieron una operación de descrédito a la religión y a la "honra" del difunto Jesucristo- prohibieron la exhibición. Obviamente que se estiró la cuerda bastante más allá de la sensatez. El Estado chileno entonces fue demandado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos y gracias a eso pudo ser vista con años de retraso. Y era cierto: la cinta no tenía nada de herética o satánica.
El camino que siguió Mel Gibson pasa mucho antes por la piel que por la cabeza. Su película toma las últimas 12 horas de la vida de Cristo y -directa, frontal, muy poco refinada- no se guarda ninguna de las emociones con que Gibson, siendo un niño en la Irlanda natal, siguió la historia del Gólgota. Más que una explicación de por qué Cristo murió en la cruz, en su trabajo hay sensaciones reiterativas y una aproximación algo patológica o pornográfica al concepto de la carne herida y despedazada. La pasión de Cristo, que fue un acontecimiento en la taquilla norteamericana y un ícono para la derecha cristiana gringa, fue boicoteada por agrupaciones judías por sesgos antisemitas. Gibson se defendió y adujo que azotar, clavarle espinas y crucificar a alguien son de suyo experiencias muy feroces. Quizás estaba en lo cierto un crítico cuando dijo que nadie que no sea antisemita se convertirá en eso después de ver estas imágenes y nadie que haya entrado a la película como antisemita saldrá habiendo dejado de serlo.
Actualmente está en cartelera El hijo de Dios, realizada por los mismos productores de una exitosa miniserie sobre la Biblia para la pantalla chica. Los críticos dicen que se trata de un compendio de otra miniserie que vendrá luego y que eso se advierte en los saltos de continuidad de la puesta en escena. La cinta podrá ser irrelevante, pero revela que sigue habiendo público, interés y piso para el cine asociado a la fe.
La de Jesucristo no es sólo la más grande historia jamás contada. Puede ser también la más abierta y distinta. Sigue acogiendo diversos ángulos, miradas y perspectivas. Cada época, cada artista, escoge la suya. Qué duda cabe: es una historia que sigue en desarrollo.
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