La lesera de seis meses
No hay manera de considerar el raro estado de la Presidencia como un fenómeno nuevo, ni siquiera de los últimos días. Tampoco es cierto que haya existido improvisación en la designación de los ministros en mayo pasado. Tras la caída del gabinete Peñailillo, la Presidenta se tomó casi una semana para designar a su nuevo equipo político, y está lejos de una mínima justicia culparla por lo que no sabía de las actividades privadas de Jorge Insunza cuando le encargó la Secretaría General de la Presidencia.
El caso es que ese cargo completa dos semanas de vacancia y el hecho de que otros eventos noticiosos ocuparan la agenda -la gira por Europa, el paro de los profesores, la Copa América- no basta para cubrir la anomalía que eso significa. Al mismo tiempo, la anomalía es en sí misma una expresión de la complejidad de la situación creada por la salida de Insunza.
Una opción sería la de reconstituir la totalidad del equipo político, esto es, cambiar a los ministros que asumieron hace poco más de un mes para designar a otros que redistribuyan y conserven los equilibrios de los partidos "grandes" de la Nueva Mayoría. En pocas palabras, esto significaría renunciar a las delicadas operaciones realizadas en mayo, que soportaron la mayoría de los costos que aún tienen convulsionada a la Nueva Mayoría.
Todos los indicios sugieren que, como parece lógico, esa opción ha sido descartada. Queda la otra: elegir a la persona adecuada para integrarse al equipo que encabeza el ministro Jorge Burgos, alguien que tendría que pertenecer al PPD o, cuando menos, contar con el beneplácito de ese partido. ¿Fácil? No, porque no es una cuestión de nombres, sino sobre todo de sintonía. No es necesario que nadie le diga a la Presidenta que el tercer ministerio de La Moneda requiere ahora a una persona que pueda ser funcional al equipo político ya existente. Esta necesidad cae por su propio peso luego de que la estantería original del gobierno se viniera estrepitosamente al suelo.
Por majadero que parezca, hay que decir que el gobierno dejó de ser lo que era en esa fatídica primera semana de febrero en que estalló el caso Caval y dejó a La Moneda sin respuesta. Aquella semana se inició la progresiva disolución del equipo dirigido por Peñailillo, y con ello del estilo y hasta del proyecto que organizaron el primer cuarto de la administración. Lo que ha venido después no ha sido más que el agravamiento de los errores cometidos en esos días, a pesar del denodado esfuerzo de la Presidenta por escapar del cepo político. Por virtud de esa dinámica, la virtual parálisis del gobierno se aproxima a los seis meses, lo que, en la lectura más pesimista, significa un semestre perdido.
La asunción de Burgos, Insunza, Marcelo Díaz y Rodrigo Valdés tendría que haber inaugurado una segunda fase, con otro estilo y otras metas, pero el grupo no terminaba de configurar su mapa de amenazas cuando perdió una de sus partes. ¿Es esto casual? Sí y no. Sí, porque las asesorías del ex diputado Insunza eran desconocidas para La Moneda. Y no, porque esa omisión fue otra muestra de la subestimación con que el oficialismo -no sólo el Palacio, también los parlamentarios y los dirigentes partidarios- ha venido encarando las nuevas exigencias planteadas por el debate sobre inhabilidades.
Asumiendo que la ausencia de la cuarta pata será reparada, persiste la pregunta de lo que significa exactamente una segunda fase. Mientras La Moneda se demora en establecer ese significado -y en dar las señales públicas para interpretarlo-, las complicaciones de la reforma laboral y el entrampamiento de los proyectos en educación ofrecen un indicio de lo que viene. En este último terreno, se suponía que los tres proyectos previstos para este año -carrera docente, educación pública y gratuidad universitaria- serían notablemente más expeditos que los que se tramitaron durante 2014. Ha sido al revés.
Una parte de ese fenómeno se puede atribuir al mal estado del gobierno. Pero es sólo una parte menor. La mayor corresponde a la dinámica creada por la propia reforma. Los profesores y los universitarios que se lanzaron a las calles para exigir cambios drásticos en los textos de las reformas, a pesar de que éstos cumplían muchas de sus demandas, aprendieron el año pasado que cuanto más fuerte sea la presión, mejores son las posibilidades de alterar los planes del Ejecutivo.
El nuevo equipo tendría que modular precisamente este problema, el de las expectativas desbocadas, porque la gradualidad, como argumento, fue abatida en las escaramuzas del 2014.
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