La nueva vida de los habitantes de Farellones
<P>Los primeros 15 km de este sinuoso camino dejaron de ser refugio de segundas viviendas. Hoy residen chilenos y extranjeros que pese a los costos, no se moverán de la zona por nada del mundo. </P>
Un verano a mediados de los 90, siendo pololos, Antoinette von Stowasser y Alex Takamiya -chilenos de ascendencia austríaca y japonesa, respectivamente- transitaban por el camino a Farellones cuando vieron un terreno en venta en el km 12,5. Los dos compartían la admiración por ese entorno y querían escaparse del esmog. Apenas vieron las dos hectáreas, decidieron empezar ahí su proyecto familiar.
Se casaron en el lugar, cuando no había más que árboles y un río -el San Francisco-, que cruzaba la parcela. El mismo que un km más abajo, al reunirse con el Molina, da origen al Mapocho. Hoy tienen una casa de 450 m2, hecha de adobe y quincho, en la parte más alta del sitio. Allí transcurre la vida de Antoinette (38), dueña de una tienda de decoración en Alonso de Córdova, de Alex (46), ingeniero civil y ejecutivo de un importante banco de la plaza, y sus cuatro hijos, de entre 2 y 12 años. Para dejarlos en el Colegio Alemán, Alex sale todos los días a las 7 de la mañana, algo que le toma media hora en auto. Ella, con un horario más flexible, deja la casa a media mañana con destino a Vitacura.
El matrimonio forma parte de los habitantes que en las últimas dos décadas han repoblado el primer tramo del camino a Farellones. Una ruta (la G-21) que en sus primeros 16 km -contando desde la altura del 14.200 de Av. Las Condes hasta el sector de Corral Quemado- alberga oficialmente unas 210 propiedades, según la Municipalidad de Lo Barnechea. Esta cifra, sin embargo, no contempla las viviendas emplazadas sobre la cota mil, norma urbana que prohíbe edificar sobre los mil metros de altitud y que es ignorada por muchos propietarios.
En ese camino, chilenos y extranjeros, entre 25 y 45 años, han conseguido un estilo de vida cercano a la ciudad, pero lo suficientemente lejano para tener tranquilidad y aire limpio.
Los habitantes de hoy, eso sí, no responden al perfil de los primeros ocupantes, en los 80. En esa década la familia Maira Rojas, pionera del sector y dueña del fundo Santa Matilde (donde nace el Mapocho) loteó uno de sus tantos terrenos ubicados entre los km 6 y 7, y dio origen, así, a 51 parcelas de agrado. Cada una de 1,7 hectáreas.
Peter Horn, miembro de la familia, cuenta que aquellos paños fueron utilizados como segundas viviendas por personas mayores. Un uso que, en su opinión, dio lugar a una población joven, ansiosa de instalarse en un entorno apacible, sin grandes problemas de delincuencia. Ahí sólo hay dos quioscos a la orilla del camino -el de Doña Juanita y el Café Don Trolley- para comprar "las faltas", y un vendedor que cada sábado reparte frutas y verduras a domicilio.
No hay transporte ni colegios ni centros de salud. Sólo un bus de la municipalidad, que sube y baja escolares, y un carabinero que vive frente a la capilla, que también funge de transportista cuando ocurre una emergencia.
Las propiedades han aumentado su plusvalía. "Se vendieron cerca de tres hectáreas en $ 480 millones", comentan con curiosidad los lugareños, mientras un anuncio en el camino ofrece 14.310 m2 en cerca de $ 350 millones de pesos. "Los sitios están caros, y la tendencia es que suban más. Aunque no tanto como en El Arrayán, donde media hectárea puede costar más de $ 300 millones", dice Marcelo Montero, de Ureta Propiedades, especializada en el sector.
Él cuenta que, pese a la demanda, no es mucho lo que se consigue. Ya no quedan terrenos planos. "Los interesados no buscan terrenos muy grandes, porque no son aprovechables por la pendiente y la roca. Acá la gente construye su casa, a lo más una piscina y se olvida de los jardines, porque está lleno de conejos".
La norteamericana Julie McPherson tiene 3,4 hectáreas en el km 3, con una casa antigua que, junto a su marido chileno, acondicionó con termopaneles, calefacción con pellets y paneles solares. Trabajan en Providencia y sus hijos, de 4 y 8 años, estudian en el Santiago College. "La luz se corta seguido y no hay alcantarillado, pero nos gusta vivir así", dice. "Lo mejor es la tranquilidad. Los vecinos se ayudan y se organizan", dicen Constanza Calvo y su marido Felipe Nogueira, con tres hijos entre 7 y 13 años que estudian en el Colegio Chadwick, en la Plaza San Enrique. Ellos arriendan una casa en el km 4, que en el verano se transforma en centro de vacaciones para amigos y familia.
Más arriba el contacto con los vecinos se pierde. En el km 8 la ruta está más despoblada y al llegar al km 11,5, sector conocido como La Ermita, se encuentran el acceso al Fundo Santa Matilde y al retén. Desde ahí hasta Corral Quemado, se emplazan las propiedades de los más osados.
Los Von Stowasser-Takamiya no tienen alcantarillado. Obtienen el agua de pozos y la distribuyen a través de bombas y mangueras que suelen congelarse y averiarse en invierno. Sus cuentas de celular son estratosféricas, les ha costado encontrar nanas dispuestas a vivir en esa soledad y se han vuelto especialistas en congelar pan, queso y jamón, porque a esas alturas (1.200 metros) no hay nada. "Mis hijos salen del colegio entre una y cuatro de la tarde, y los tengo que ir dejando en casa de mi mamá, de mi suegra, o en mi tienda, hasta que consigo reunirlos para volver a casa pasadas las cinco. No es fácil, y la verdad es que no consideramos los costos de vivir así. Pero nuestro balance es que esto es exquisito. Muchos nos creen locos; no saben lo que se pierden", dice Antoinette.
La arquitecta mexicana Laura Yáñez (50) vive cerca de ahí, con su esposo chileno, el ecólogo paisajista Gustavo Collados (38), y sus dos hijos de 6 y 11 años. A ella le parece fabuloso vivir rodeada de palomas mensajeras, conejos, gatos, perros, gansos, patos, zorros y hasta un puma que hace dos años vieron en su propiedad. No tiene quejas, aunque ve con respeto la ruta, llena de hoyos, y a los camiones de Anglo American, la empresa minera. Según cuenta, apenas caben en un carril y se abalanzan sobre su vehículo en las curvas. Sus hijos estudian en el Lincoln, en el puente de la Dehesa, y agradece tener luz, celular e internet. Todos servicios que hace 15 años eran un sueño.
Si todo marcha bien, se ampliará la ruta G-21, un proyecto de US$ 50 millones que en la municipalidad aseguran tendrá pronto luz verde. Laura sería feliz. Hace pocas semanas tomó una medicina equivocada y debió manejar enferma hasta la clínica. "En la entrada colapsé, pero al final lo conseguí", dice satisfecha.
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